| Delmira Agustini, Concepción Silva Belinzon, Amanda
 Berenguer, Idea Vilariño: he aquí algunas de
                  las mujeres poetas
                  del Uruguay. Junto
                  con otras, forman un contingente numeroso si se lo compara con
                  el de los hombres poetas
                  durante el mismo período, es decir, una buena parte del
                  siglo XX. No es que estas mujeres
                  tengan algo en común, ni que reconozcan ellas mismas filiaciones
                  comunes. La legislación liberal (ley
                  de divorcio de 1906)
                  y el hecho de que la mayor parte de la población (más del ochenta por ciento) viva en ciudades
                  son factores que deben haber contribuido a esa eclosión
                  de la escritura femenina.
 
 Marosa di Giorgio empezó
                  a publicar en los años cincuenta. En 1979 la editorial
                  Arca, de Montevideo,
                  reunió sus libros
                  anteriores bajo el título Los papeles salvajes.
                  Después aparecieron otros volúmenes, hasta que
                  una edición en dos tomos, incorporando esos materiales,
                  fue publicada con el mismo título por la editorial Adriana
                  Hidalgo de Buenos Aires, en 1999. Poemas en prosa, viñetas,
                  narraciones breves: el conjunto de la obra
                  de Di Giorgio pertenece
                  a un género dudoso.
                  Narraciones más largas o "cuentos"
                  siguieron, con dos títulos: Misales y Camino
                  de las pedrerías. Y también una "novela":
                  Reina Amelia. Su último libro
                  es Rosa mística.
 
 Es notoria en Di Giorgio
                  la cohesión, la continuidad del tono, de los procedimientos
                  y el material anecdótico.
 Algunos reseñistas se han rebelado contra la consistencia
                  de esta obra. Han acusado
                  a Di Giorgio de repetirse. Pero explorar un territorio, el registro
                  de variantes de una manera, puede ser aquí el síntoma
                  perentorio de un poder.
 Su obra
                  tiene muy poco que ver con los programas o proyectos poéticos
                  que se consideraban válidos en el Uruguay
                  de los sesenta, cuando prevalecía una poesía coloquial
                  y "comprometida" cuyas huellas todavía arrastramos
                  y que ofrece tanto entonces como hoy las marcas patéticas
                  de su insuficiencia: un llamado de urgencia cívica, afincada
                  en límites convencionales y "correctos", no
                  tenía en cuenta el gran cambio que se hacía patente
                  por entonces a partir de Estados
                  Unidos y de Inglaterra: una nueva política de minorías,
                  de exploración de sustancias, y de un eros no identitario,
                  que se filtraba en gran parte a través de la música
                  y de los estilos visuales asociados
                  con la música. Frente a la poesía coloquial y simplista
                  que tuvo su auge por entonces, en Di Giorgio aflora una conciencia
                  muy aguda del artificio, de la extravagancia, la burla y los
                  disfraces. Lo familiar, en su obra,
                  aparece como no familiar, anómalo y monstruoso.
 Si el momento fuerte
                  de la poesía oriental escrita en castellano fue el modernismo,
                  con Delmira Agustini y
                  Julio Herrera y Reissig, la
                  poesía oriental
                  escrita en francés ya había tenido su momento culminante
                  en la segunda mitad del siglo XIX. Isidore
                  Ducasse (Lautréamont)
                  y Jules
                  Laforgue, gracias al hecho de escribir
                  en francés y de pasar una parte de sus cortas vidas en
                  Europa proyectaron sus trayectorias no sólo sobre el modernismo
                  hispanoamericano que intentó digerirlos, sino sobre el
                  simbolismo y surrealismo franceses y, en el caso de Laforgue,
                  sobre el modernismo angloamericano de Ezra
                  Pound y T.S.Eliot. No
                  me propongo trazar un árbol genealógico de Marosa
                  di Giorgio sino alumbrar las relaciones laterales, las afinidades
                  electivas con quienes podemos considerar sus "precursores".
 
 De Lautréamont,
                  Di Giorgio hereda los rasgos animales o inhumanos, a ratos feroces,
                  el tête a tête con lo "divino", las transformaciones
                  vertiginosas del yo lírico y
                  de cualquier otra presencia o interlocutor, y la insensatez de
                  un deseo sin cortapisas,
                  intenso o violento, hereje y blasfemo, que tiene su campo de
                  realización en el hecho mismo de la escritura,
                  no en la "realidad" de un referente objetivo. De Jules
                  Laforgue, Di Giorgio hereda la pantalla complementaria de la
                  luna, la superficie intocable sobre la que se reflejan los objetos
                  platónicos de su virginidad, un apetito de insatisfacción,
                  imágenes
                  contempladas por un prisionero en una caverna, bajo la luz de
                  una linterna mágica: eso era y no era.
 La experiencia (in)significante Los textos de Di Giorgio
                  son híbridos: están invariablemente construidos
                  como pequeños poemas en prosa que, al encadenarse en una
                  serie aleatoria, sugieren una novela
                  poética. Pero es una novela
                  fabulosa que derrota las expectativas antropomórficas.
                  Lo que se anticipa, lo que ocurre, no es previsible según
                  una perspectiva humanista o humanizadora. No suceden cosas entre
                  los hombres (o entre los hombres y las mujeres) sino entre el yo lírico
                  y animales, plantas, o seres indefinidos o inventados, en un
                  tono vehemente y categórico que da a la ficción
                  un cariz alucinante. No se manifiestan sentimientos subjetivos,
                  sino afectos impersonales, fuera de las conveniencias, de lo
                  verosímil de una identidad
                  o de un estatus, fuera en rigor de las modalidades intersubjetivas
                  previsibles. 
 En esta mímesis inhumana
                  leemos que ciertas luces "brillaban con furia, con desesperación."
                  La furia subraya la intensidad de la experiencia, cercana a un
                  tope irresistible, y la desesperación sugiere una gratuidad
                  insignificante. A pesar de ser intensos (furia)
                  esos brillos no
                  alcanzan a decir nada: lo único que pueden hacer es brillar
                  en la inminencia de una revelación que no ocurre. El brillo
                  implica una profecía que no llega como significado, no
                  llega a tener significado. Espera constante: ocurren hechos que
                  no terminan de entregar su secreto y el testigo, o quien experimenta
                  -un pronombre personal que transita un borde roto de experiencias
                  anómalas- por lo común no puede hacer nada con
                  respecto a las experiencias o fenómenos, ni huir de ellos
                  ni detenerlos o modificarlos. Aunque hay intentos retóricos
                  de un yo, intentos de huir
                  y de no poder hacerlo, como en los sueños, como en los
                  dilemas y la angustia de las pesadillas que articulan nuestro
                  deseo más
                  real, que nos hacen reales, más reales que en la vigilia.
                  A veces hay pequeñas modificaciones acotadas: "Con
                  todo, me alejé un poco." Pero "quedé
                  prendida a no sé qué y a nada."
                  El no sé qué, la serie de brillos, se prenden y
                  se apagan, intermitentes, entregan un parpadeo fuera del ser y la sustancia, una mirada flotante que convoca e
                  inmoviliza.
 Las homofonías Si -en los escritos
                  de Di Giorgio- se juega con aliteraciones, con homofonías
                  significantes, a partir del parecido sonoro surgen unas de otras
                  las palabras, como alternativas
                  homofónicas, para quebrantar y desconcertar la dirección
                  predeterminada de sentido.
                  Los tropezones revocan la ilusión de que el referente
                  sea inequívoco; el narrador, el visionario, vacila al
                  reconocer los elementos de la visión,
                  las imágenes
                  son incompletas o fluidas, se modifican al elegir las palabras
                  que las describen; esas figuraciones indecisas se desprenden
                  de la letra misma. Más
                  que describir, se nota que el narrador va escogiendo (o perplejo no puede escoger) entre parentescos sonoros;
                  así peligra la continuidad metonímica de las escenas.
                  Las homofonías, como el chiste según Freud, liberan
                  de repente cierta energía, intiman un disfrute eufórico.
                  Del discurso embotado se pasa de repente, a través de
                  sustituciones pérfidas, no a un significado, sino a un
                  aura de esclarecimiento y goce. Filtra los rayos que exaltan
                  una voluptuosidad redescubierta. "Comedores, corredores",
                  "huesos, huevos", introducen la duplicidad,
                  traicionan una experiencia vacilante, proyectan el fragmento
                  como una cascada fuera de foco: "Andábamos por
                  los oscuros comedores, corredores, y algún fugaz visitante
                  sexual era atendido, o evitado, y clavelinas, tenebrarios, tenebrarios,
                  clavelinas, y más cosas." Las homofonías
                  revelan que no hay sustancias, sino efectos superficiales del
                  significante. El brillo apela pero no conoce de seguro el nombre
                  de lo que llama, como una mirada desafía al testigo para
                  que la defina. El brillo, la mirada, deslumbran, dan cuerpo
                  a la experiencia, aunque no la expliquen. Las homofonías
                  marcan el máximo esfuerzo de atención hacia un
                  enigma momentáneo, la atmósfera de un encuentro. El espacio ¿Cómo
                  se distribuye aquí el espacio?
                  Lo que está dentro está fuera y viceversa. Los
                  milagros ocurren dentro y fuera de las casas. No hay un ordenamiento
                  categorial definitivo del espacio.
                  Más que identidades,
                  personajes
                  y lugares, se experimentan climas, pasajes, ingredientes de una
                  tormenta, una hora del día, velocidades y pausas. Al no
                  subjetivarse, los afectos no oponen un dentro y un fuera, un
                  interior orgánico y sentimental, y un exterior objetivo.
                  Intervienen quirúrgicamente a la narradora para extraerle
                  las mismas cosas que, desde fuera, la acechan (cuerpo o mirada). Un ángel, después
                  de una vertiginosa serie de transformaciones, regresa al "alma"
                  de la narradora, de donde había salido, y muere.
                  Viene de la nada, de un interior invisible, y vuelve a la nada.
                  No hay sustancia, ni un testigo con otra identidad
                  que las vicisitudes circunstantes. Y no es posible huir porque
                  el perseguido y el perseguidor están contagiados uno del
                  otro, son inseparables. El neutro, el otro
 El yo intenta a veces, pero
                  inútilmente, separarse de una dudosa amenaza o una violencia. Ese
                  yo sin embargo también es violento a veces, por ejemplo
                  cuando come un sargo que está vivo y que lo mira, pero
                  casi nunca es responsable de las violencias.
                  La agresión erótica no se atribuye directamente
                  al yo, ni siquiera a un hombre (o
                  a una mujer), sino
                  más bien a otro animal. La violencia es erótica,
                  el erotismo violento,
                  pero no se describe un coito entre hombres, sino entre doncellas
                  y tigres, entre un diablo o un lobo y alguien más, que
                  es a veces el yo femenino, victimizado de una extraña
                  narradora.
 
 Cuando el yo ataca es casi siempre en tanto que otro: cuando
                  acecha y devora a un "niño de muy breve edad",
                  se pone el "disfraz de lobo, el disfraz de león,
                  los lentes de mariposa." Un yo disfrazado de león
                  disfrazado, o de incógnito bajo los lentes oscuros de
                  la mariposa, bajo una máscara seductora.
                  Pero a veces el perseguido persigue al perseguidor. Es como si
                  la violencia fuese intercambiable, reversible, e imparable. El
                  cuerpo violado y expuesto
                  en el cielo del poema es una vergüenza difamada, una vergüenza
                  hecha visible por sorpresa, desde lo oscuro. Al devenir animal
                  o planta, el relator se libera de la culpa paralizante que infligen
                  las instituciones, la familia en primer lugar. A través
                  de los ojos inhumanos de otro animal, contempla una vergüenza
                  inocente.
 
 La tercera persona -según Maurice Blanchot- es el neutro,
                  la no-persona, la persona despersonalizada, el borde anómalo
                  de un recorrido(1).
                  Atacar y ser atacado
                  son los vértices de un goce vivido como tortura o crimen, cuando "otro"
                  vive jugando con la muerte
                  de alguien. La voluptuosidad de una violencia, la sospecha de
                  un prodigio crecen, se despliegan cuando la culpa no reprime
                  a un yo responsable. No siempre se indica quién mata,
                  quién muere, ni siquiera si alguien muere. Un asesino
                  anónimo mata las vacas,
                  y es una violencia repetitiva, que vuelve cada día. La
                  violencia, viva y aniquiladora, es una exaltación anónima,
                  recurrente. Esta experiencia impersonal postula la resurrección,
                  también impersonal, cuyo corolario es: "No sé
                  si moriré."
 Siniestro, sublime
 Aunque el yo lírico resulta generalmente impotente para
                  alterar la circunstancia, está lejos de contemplar impasible
                  los fenómenos que lo acosan. Se sorprende, se asusta,
                  tiene reacciones parangonables con las descritas por Freud cuando
                  busca caracterizar la experiencia de lo no-familiar, de lo extraño
                  descubierto en lo familiar, algo que según nuestra concepción
                  adulta del orden del mundo o de las leyes del cosmos no podría
                  ocurrir y sin embargo ocurre. Lo difunto-vivo no es ficticio
                  sino que, no siendo cierto ("y
                  levemente no era cierto," escribe Di Giorgio) se contagia de certidumbre.
                  Aunque los resultados no son "ciertos", los devenires
                  son reales. Los contagios son devenires
                  e intensidades reales de un cuerpo.
                  Hay vida en la muerte:
                  los dos estados se comunican, los procesos de aniquilamiento
                  resultan escandidos por sorprendentes resurrecciones. Y entre
                  el terror y el placer, el goce
                  es indiscernible de la angustia.
 
 Una de las aventuras
                  eufóricas en Di Giorgio es la del vuelo. Es una posibilidad
                  olvidada que resurge. Es una convicción infantil descartada
                  por el adulto. El devenir niño y la experiencia de lo
                  siniestro se implican, lo que antaño resultó familiar
                  es vivido por el adulto como no familiar: "Olvidé
                  el primer vuelo. Lo recordaba apenas, y volvía a olvidarlo."
                  Ni la familia ni la escuela
                  logran destruir esta función, un modo de percibir con
                  sus bandas de luz vibrante.
 
 Pero en Di Giorgio la experiencia fantástica suele aparecer
                  como una condena más que un beneficio, un acontecer irremediable
                  que atenta contra cualquier equilibrio y tranquilidad: "Yo
                  quedé harta de esa repetición, reverberación."
                  Es siempre una tentación insensata, implica una inquietud,
                  un peligro. Dentro de esta poética del desastre
                  y la acentuación de figuras de ambición excesiva
                  y autodestructora, tampoco hay una distinción valorativa
                  entre fuerzas del bien
                  y del mal, entre dios y el demonio.
                  Queda claro en cambio que las gratificaciones no son literales.
                  El menú de los relatos de Marosa consiste en manjares
                  apenas comestibles, escasamente alimenticios, incapaces de calmar
                  el apetito. El objeto del deseo
                  -en contraposición al apetito liso y llano, al hambre
                  aplacada por la saciedad después de haber comido- es fugaz,
                  inasible, insatisfactorio, una gozosa tortura.
 
 En este aura paradójica el colmo es que la luz del sol
                  y la luz de la luna parezcan una, la misma. Un libro
                  de poemas de Jules Laforgue
                  lleva el título Imitation de Notre Dame la Lune:
                  allí se postula la victoria de la luna sobre el sol. Sobre
                  la pantalla de proyección inasible de la luna aparecen
                  cosas que no gratifican, porque resultan tan intocables como
                  ella. En contra de la luz del sol, plenamente física,
                  que nutre las funciones orgánicas, la luz de la luna adquiere
                  una contundencia equivalente ("Por
                  un segundo la luz lunar y la del sol parecen una") pero de índole opuesta:
                  alimenta un deseo
                  de insatisfacción.
 
 Los brillos se captan como miradas: "La lamparilla roja
                  andando, toda mi larga infancia,
                  miró a todos, y a mí más que a ninguno,
                  como si quisiera enseñarme un secreto muy antiguo y una
                  cosa abominable." El yo descubre que lo están
                  mirando, pero esta mirada que
                  recae sobre él es ciega, de "ojos sesgados y blancos,
                  sin iris ni pupilas." El yo es captado por una mirada
                  que no mira. En esa inquietante reverberación entre lo
                  animado y lo inanimado, el punto de emanación del sujeto, otro en la mirada
                  que no mira, da lugar a un trastrocamiento de los pronombres;
                  una experiencia equivale a otra, pero es contada desde un punto
                  de vista inverso: soy la Virgen; veo la virgen; soy la mariposa,
                  veo la mariposa: avatares de un cuerpo
                  en escritura.
 
 Los personajes "cristianos" como la Virgen o las vírgenes,
                  no son en verdad referentes mitológicos inequívocos,
                  sino más bien soportes precarios de aconteceres y ubicuas
                  fosforescencias. Y la "madre" -quizá el único
                  referente que puede pretender una función de personaje-
                  es ambigua, contradictoria. Por una parte se presenta como censora,
                  exige decoro, silencio, comportamientos dignos o serenos; por
                  otro sugiere que la censura es una broma perversa, un maléfico
                  chasco, una estratagema: se hace cómplice de las transgresiones
                  o fechorías. La madre ve -aunque en ocasiones simula no
                  ver- prodigios vegetales o animales y es un prodigio ella misma,
                  fragmentada por ejemplo en mil ojos: "ella parece reírse
                  sola y reaparece otra vez por todas partes."
 
 Los protagonistas no son personajes, sino más bien acontecimientos
                  (un viento, una helada) que toman la figura transitoria
                  de caracteres. Se combinan y se diferencian bajo el efecto conminatorio
                  de un "recuerdo" que resulta una invención:
                  las composiciones de Di Giorgio suelen arrancar de una pretendida
                  evocación del pasado para convertirse en una anticipación
                  del futuro: la inminencia
                  de una revelación o un desenlace que no llega. Algo habla,
                  nadie habla. Esporádicas, intermitentes ráfagas
                  o harapos de voces se atribuyen a los soportes menos verosímiles,
                  constante prosopopeya que revela "un murmullo increíble
                  en cada cosa."
                  No apunta a un más de significación, sino que se
                  tambalea y bordea siempre un menos, un borramiento. El simbolismo
                  corroe, como en el intento fracasado de Baudelaire
                  (soneto de las "Correspondencias") un plan de clasificación
                  que sucumbe en una mezcla de perfumes.
 
 La chacra, el jardín, el huerto, están poblados
                  por frutos reales e irreales, animales reales e irreales, personajes
                  reales y ficticios, familiares, extravagantes, mitológicos
                  (la Virgen, el diablo,
                  la hija del diablo, Dios,
                  las hadas), singularizaciones
                  de una experiencia interior-exterior, en contrapunto. El sujeto son las cosas que asaltan
                  como mirada. Esta reificación vivificante (devenir
                  animal o cosa)
                  es un antídoto contra la identidad
                  forjada por las expectativas de la familia y el trabajo.
                  Los roles resultan una comedia de costumbres agujereada por asombrosas
                  anomalías. Un imperativo absoluto pero vacío
                  se concreta, espontáneo, en cada caso, a través
                  de dictados que articulan miradas nómades de insoportable
                  intensidad. Universo de pronombres y jerarquías intercambiables,
                  juego de amenaza onírico y chamánico en contraste
                  con un contexto positivista y estéril de consignas y compromisos,
                  cuando no de mero realismo inane, la obra de Di Giorgio no solicita
                  el consenso de ningún mandarinato.
 
 El yo, en Di Giorgio, es la esquirla de una catástrofe.
                  El yo es apenas un enganche sorprendido por las miradas, una
                  paja que flota y ni siquiera tiene un deseo
                  que pueda llamar propio. El deseo implica aquí el conjunto
                  del universo o mónada, aunque en cada caso, en cada línea,
                  está sustituido por un significante particular. Los girasoles
                  son las caras del deseo. Entre el sol y los girasoles media el
                  cosmos, que también desea. El yo no tiene cara: es mirado
                  por miríadas enceguecedoras, pero no uniformes, no indiferentes.
                  Las millonésimas vegetales y animales no emanan de un
                  acto de voluntad del yo. Pero atenderlas es un imperativo de
                  abandono, un acto deliberado de abandonarse a la experiencia
                  de una boda hermafrodita.
 
 El coito, cuando ocurre, suele ser autogoce y autofecundación,
                  "casada consigo misma". Las actividades complementarias
                  del hermafrodita transitan los pronombres: "ellas"
                  por ejemplo. Y es así que alcanzan la culminación
                  del gozar: "en el amor, a solas, retorcerse hasta morir."
                  Las fecundaciones suelen no tener que ver con los órganos
                  de la reproducción: más bien ocurren por contagio,
                  contaminaciones aéreas como la fecundación de las
                  plantas a través de insectos que liban y depositan sustancias
                  en los cálices, coincidencias mágicas, magnetismo,
                  simpatía, efluvios e influjos a través de los que
                  "se reproducen sin tocarse." El caracol es el
                  "señor y la señorita", "Hermes
                  y Afrodita", una instancia dinámica del influjo
                  y del complemento subjetivo-objetivo. El autogoce, filtrado por
                  el rejuego de los procesos, es una experiencia furiosa, desesperada,
                  pero también omnipotente.
 
 La intensidad
 
 En una entrevista, Di Giorgio declara: "Tengo siempre,
                  como cosa permanente, una inquietud que me lleva a registrar
                  todo lo que pasa. Siempre ansiosa -no me sale otra palabra- siempre
                  esperando que eso transcurra. Siento que estoy constantemente
                  más acelerada que los aconteceres. Hay dentro de mí
                  un tic tac permanente, un alerta constante."(2)
 Un exceso de atención,
                  una extraordinaria intensidad de atención: el tiempo,
                  bajo este examen, se abre a otro tiempo más detallado,
                  a la crónica de lo que antes quedaba sincopado, prisionero
                  en los pliegues, implícito en la secuencia de un tiempo
                  "normal." Di Giorgio usa sus sentidos como los instrumentos
                  de un virtuoso. No se trata de un instrumento, sino de muchos.
                  Se trata de nombrar lo que ocurre en el instante, las destilaciones
                  de energía que transfiguran todo. Como diástole
                  y sístole, podemos notar un doble movimiento aquí,
                  no de un yo, que es un enganche convencional de los procesos,
                  un soporte precario para la expresión, sino de un cuerpo
                  que escribe y sobre cuya
                  piel se escribe;
                  un doble movimiento de sustracción y de reinserción:
                  sustraída de lo familiar e insertada en lo mismo, pero
                  ahora extraño: "Fue como si hubiera sido sustraída
                  del mundo y reinsertada de otra manera." 
 Todo cambia de forma, pero no por capricho, sino por un proceso
                  de fuerzas más libre
                  y por una atención más concretizada. Cuanto más
                  claro se ve, menos estable será la imagen.
                  Donde todo parecía quieto y definido, se comprueba de
                  pronto, al prestar una atención distinta, que todo está
                  en movimiento. Las antenas están alerta frente a las vicisitudes
                  vibratorias. Todos los poros, todos los esfínteres, están
                  abiertos y son libados por súcubos e íncubos. Cualquier
                  estímulo puede oficiar de agresor erótico: una
                  voz por ejemplo, descarnada, sale de un ropero y vuelve a él
                  después de haber ejecutado varias acciones. Las composiciones
                  de Di Giorgio trazan así un vasto matraz de alternativas,
                  equiparable, aunque con otros recursos narrativos y en otro tono,
                  a las Metamorfosis de
                  Ovidio. Di Giorgio no depende
                  de la tradición mitológica grecorromana, sino de
                  una experiencia campesina en un terreno de interminables transfiguraciones,
                  al margen casi siempre de un entorno urbano o suburbano.
 
 Misales y Camino de pedrerías contienen
                  composiciones más largas. El elemento narrativo, siempre
                  presente en su obra,
                  se vuelve más sostenido. Esto podría indicar una
                  transición hacia personajes más sólidos,
                  caracteres. En parte ocurre así, pero sólo hasta
                  cierto punto. Las hembras pueden ser animales. A veces sí
                  son mujeres,
                  aunque extravagantes. Los hombres
                  casi no existen. El impulso erótico es encarnado por agentes
                  concebidos como medios para definir la sensación, causas
                  inventadas para justificar los impactos. Los asedios eróticos
                  suelen ser considerados bajo el lente de una causalidad siniestra
                  y calamitosa: "Indudablemente yo tenía un aura
                  para atraer a los machos de todas las especies. Pero ¡que
                  eso se terminase, por fin!" Sólo hay devenires
                  que responden a una intensidad recurrente, a una frecuencia compulsiva.
                  Los referentes sociales -el padre, la madre, la escuela, el novio,
                  la boda- aparecen, no son rechazados, pero sufren alteraciones
                  que los enrarecen, en un nuevo espacio trasmutado, junto a elementos
                  nuevos e imprevistos. El trance amoroso ofrece la mayor intensidad
                  y el mayor peligro, una dosis de sobre-estímulo que afecta
                  como lo más real de todo, que culmina en la devoración.
 Atisbos de "novela" Las mujeres en Di Giorgio
                  invariablemente ponen huevos, como si genotipo y fenotipo coincidieran,
                  como si en cada individuo se recapitulara el desarrollo de las
                  especies vegetales y animales. Las narraciones, que ensamblan
                  lo humano con todas las formas de vida en un bestiario, podrían
                  llevar el título genérico "Vida sexual de
                  las especies", sólo que no se trata aquí de
                  hechos positivos y comprobados, sino de pretextos para situaciones
                  en rigor inventadas pero "sentidas" como reales.
 La escritura de Marosa
                  responde a una inspiración autista. Se extrapola como
                  un delirio sobre la relación
                  entre hablantes y los secuestra. Sin embargo Di Giorgio escribe
                  una "novela", Reina Amelia. Aquí el personaje
                  de Lavinia parece bajo cierto aspecto el más cercano a
                  la autora, algunas pistas permiten considerarla su alter ego. Lavinia tiene un reloj interior
                  que hace tic-tac, como aquel que la autora confiesa, en la entrevista
                  citada arriba, contener dentro de sí; un tic-tac autónomo
                  que poco tiene que ver con el tiempo de los procesos de relación.
                  No ocurre un choque con lo real intersubjetivo y sus demandas
                  duras. Los personajes de Reina Amelia son, a lo sumo,
                  arquetipos de leyenda. Lavinia encarna aquí la metáfora
                  maestra: la mariposa.
 El nombre de pila de
                  la autora indica, re-plegado, lo que el nombre del insecto despliega.
                  Lavinia "trabaja": está "empleada"
                  de mariposa; las niñas la admiran y aspiran a parecérsele.
                  Representa en su función un aparato exhibitorio: "Era
                  sabido: señora Lavinia con nadie había intimado;
                  sólo con los Brillos, de los que sufría un apetito
                  feroz." Bajo la luz cenital de la luna, ese rival inveterado
                  del sol, Lavinia -un Pierrot lunar en el estadio del espejo-
                  se ve reflejada en el estanque del pueblo. Las posibilidades
                  lúbricas tienen lugar casi siempre en el "bosque",
                  al margen de la vida urbana
                  y los códigos de relación que allí se imponen,
                  un bosque liminar y dionisíaco que la reina manda quemar.
                  La reina funda un orden matrilíneo: madre-hija, reina
                  poderosa y súbdita subyugada y martirizada. Una prohibe
                  y controla, la otra experimenta subrepticia, con vaivenes cómicos
                  o terroríficos, un goce libidinoso. Desirée, mujer
                  perdida y condenada a la cruz, coexiste con la reina Amelia,
                  que la condena. Al condenarla, como en los relatos fantásticos
                  del doppelgänger, muere ella también. Los
                  opuestos enemigos están imbricados: son instancias psíquicas
                  de una auto-organización. 
 Si el fetiche se puede robar, a despecho de Carlos Marx, con
                  la mirada, como apunta Felisberto
                  Hernández en su cuento
                  "El cocodrilo", su fruición, como demuestra
                  Di Giorgio, es autónoma. Su valor de uso depende de la
                  intensidad y libertad con que nos abandonemos a la experiencia,
                  en un lugar visionario de escritura.
                  El vitalismo de Di Giorgio es auto-reproducción, un "más
                  vida," compatible con un recurso a la memoria de la infancia.
 
 
 
 Notas a Marosa di Giorgio (1) Cf. Maurice Blanchot, "La
                  voz narrativa", en El diálogo inconcluso (Caracas:
                  Monte Avila, 1970). Traducción de L'entretien infini (Paris:
                  Gallimard, 1969). (2) "Nocturno", entrevista
                  con Marosa di Giorgio, por María Ester Gilio, en Brecha,
                  Montevideo, 13 de junio de 1997.
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