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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



TEREZÍN - SACHSENHAUSEN -
 

Terezín y Sachsenhausen: los pérfidos espectros del nazismo*
 

Álvaro Sanjurjo Toucon

La resistencia a la literatura se debe a un comprensible pero no aceptable temor de fondo: el que se motiva en la creencia de que es ineludible un traspaso de la metafísica de la literariedad a los hechos literarios, borrando así el espesor de la historicidad del contexto, cuando en verdad es posible defender la condición de estos hechos sin recurrir a su entierro

El antiguo ghetto Terezín y su prisión, cerca de Praga, en la República Checa, y el campo de concentración de Sachsenhausen, en las afueras de Berlín, Alemania, sobreviven a modo de mudos y elocuentes testimonios de la alienación nazi. Recorrerlos hoy, a más de medio siglo de la rendición del III Reich, es una experiencia brutal y alucinante. A su vez es un recordatorio acerca de viejas y nuevas intolerancias que continúan sobrevolando el planeta.


A sesenta minutos de Praga


Tras la debacle del comunismo europeo, la maravillosa Praga comparte la ancestral belleza de su arquitectura con hamburgueserías, tiendas de modistos internacionalmente consagrados, conocidísimos refrescos cola y otros emblemas de la globalización comercial. Los rasgos culturales propios empero parecen mantenerse indemnes, pues estos reductos empresariales se han asentado en antiguos edificios magníficamente conservados, y las multinacionales son o han sido los directos responsables de su reconstrucción. Paraíso de turistas. Precios bajos y un deleite constante para la vista que no se harta del paisaje urbano ni de la excitante hermosura de unas mujeres gráciles, esbeltas, dotadas de sinuosas curvas y cutis de porcelana. Las damas seguramente hallarán su equivalente en los hombres de la ciudad de Kafka.

Teatro Negro. La linterna mágica (que ha perdido su ingenuo encanto). Excursiones. Todo al alcance de la mano. Las comidas, las enormes jarras de cerveza. La salchicha con mostaza y un trozo de pan, servida en bandeja de cartón. El “city tour”. Un paseo inolvidable en barco por el río Vltava. El viejo cementerio judío. La vivienda que un tal Franz K. habitara en cierta época. El castillo de Praga. Los pintorescos tranvías. Los puentes. El reloj de la plaza,.....y Terezín, antiguo ghetto con prisión adyacente durante la ocupación nazi.

Terezín y la segunda guerra. El juego de la memoria emerge cual reinvención de los filmes de Resnais o algún texto de Kundera. Montevideo en los últimos años de la década del cincuenta. Cine Universitario exhibe en su vetusta sede de la calle Andes un filme checo: “El ghetto Terezín” (Daleká Cesta, l948-49 de Alfred Radok). Con menos de veinte años vi aquella producción  estremecedora, hablada en checo, sin subtítulos, con impactantes y elocuentes imágenes reconstruyendo la sobrevivencia en el ghetto; un lugar lejano, desconocido, en el cual ni remotamente soñaba poner los pies. Ahora estaba allí cerca. Coloridos folletos venden “Terezín” como otra de las atracciones ciudadanas; poco menos de cincuenta dólares bastan para convertirse en parte de uno de tantos rebaños de turistas. Me niego a ser conducido por una de esas rutinarias excursiones, implacables administradoras de nuestro tiempo. Opto por ir a Terezín en un ómnibus de línea. No hablo checo y en la estación de  Praga simplemente digo Terezín. El cartel con los horarios indica que en alrededor de una hora estaré allí.

Rápidamente, Praga queda atrás. La campiña checa ofrece el verdor de sus prados salpicados por rojas flores que me persiguen por toda Europa. Un panorama encantador. El mismo que seguramente contemplaron aquellos judíos y gentiles  que hacinados en camiones eran conducidos a Terezín. La curiosidad del turista se convierte en  horror. Para muchos ese fue el último vistazo al mundo.

El ómnibus se detuvo en su destino. La plaza de Terezín. Con torpe inglés pregunto por el “ghetto”. La empleada de la oficina de turismo explica que todo el pueblo fue el ghetto: una veintena de “manzanas” rodeadas por la antigua muralla de una fortaleza medieval. El pueblo ya existía y su peculiar ubicación facilitaba al ocupante nazi convertirlo en un pequeño núcleo de “administración judía autónoma”.

Recorro las calles mientras placas metálicas en varios idiomas identifican a los edificios y sus tenebrosos usos durante la ocupación: Gestapo, residencia de oficiales, residencia para cientos de judíos donde solamente pueden convivir malamente unas docenas de personas. Las calles son demoledoramente tristes. La gente, sus habitantes, esos checos de hoy, lucen doblegados por el peso de un pasado que emerge desde el pavimento y las fachadas. Las flores en las ventanas no modifican la pesadumbrosa atmósfera.

El folleto de la oficina turística indica que a pocos pasos se halla el museo del “ghetto”. La quietud del lugar es quebrada por el silencioso movimiento de gente que desciende de ómnibus de excursión. Los miro y pienso: “judíos”. Inmediatamente “mi” catalogación étnica se sumerge en el escozor moral. Acaso no eran los nazis quienes identificaban “razas” por rasgos antropomórficos.  ¿Qué es ser judío? No lo soy y nunca comprendí con exactitud la autodefinición que me dieran algunos amigos judíos. No soy judío, no soy comunista (apenas me queda el diluido recuerdo del izquierdismo no militante abrazado a fines de los 60 y durante los años de dictadura); seguramente hubiera sido un sobreviviente.

La ciudad se agota rápidamente. El museo del holocausto es pequeño y no satisface mi necesidad de testimonios materiales. Las paredes arrojan las consabidas fotografías y poco más. Había latas del mortal gas zyklon utilizado por los nazis para aniquilar indefensos prisioneros. O acaso no las había y las que recuerdo  estaban en el museo del Holocausto en Washington, en la muestra del Imperial War Museum de Londres, o en alguna otra exposición testimonial del genocidio de los años cuarenta. No lo puedo precisar. Pero  siempre me pregunté porque en esos sitios, junto a las latas de gas zyklon provenientes de diversas empresas de la Alemania Nazi, no aparece ninguna de las proporcionadas por la factoría Bayer.  A pocos minutos de allí, fuera de los muros de Terezín, se encuentra el “pequeño fuerte”, o simplemente la prisión. A ella se arriba luego de caminar  alrededor de un kilómetro por solitaria carretera. Pasando el puente, me indica alguien en un idioma que ya no recuerdo cual era.

Ahí está. El fuerte, la prisión, el campo. Desde fines del siglo XVIII cumplió siempre la misma función: prisión. Durante la ocupación nazi el fuerte vivió su hora de mayor esplendor  macabro. Desde junio de 1940 y hasta el final de la contienda por allí pasaron ciudadanos checos, soviéticos, polacos, alemanes, yugoslavos y cuando la guerra llegaba a su fin miembros del ejército británico, rehenes franceses y otros. Pero el predominio fue de los judíos. Para la mayoría de ellos el fuerte constituyó una escala transitoria. Luego serían conducidos ante los tribunales nazis, a otras prisiones y a los grandes campos de concentración, mejor dotados para cumplir con la “solución final”. El plano entregado a los visitantes, similar al que se utiliza en museos y pinacotecas, detalla todo prolijamente, imposible no identificar cada recinto, cada pasadizo, cada túnel, cada metro del terreno: la oficina de ingreso, los patios con las celdas, la “enfermería” donde los médicos prisioneros atendían a sus compañeros de infortunio, el depósito de cadáveres, el patíbulo, los degradantes gabinetes higiénicos, los cuarteles de la SS, la llamada Casa Solariega, residencia del comandante de la prisión y algunos vigilantes, las fosas comunes...

La soledad es quebrada por  escasos turistas. Cuando al caminar entre esos solitarios habitáculos los zapatos rozan el suelo de pequeñísimas piedras, producen un sonido evocador de negras botas, mientras del silencio brotan ecos de órdenes terminantes y el ruido de tacones que se golpean secamente uno contra otro. El resto es más silencio aún: la agonía y la muerte ya no se ven. Un desnivel del terreno lleva hacia el  túnel. Por allí circulaban los condenados a muerte. Lo atravieso sin darme vuelta. Nuevamente percibo un panorama que para otros fue su despedida de la vida.

Sobre el terraplén puede verse el muro hollado por las balas. Las que no dieron en el blanco y las que traspasaron  los cuerpos. No hay flores. Solamente algunas pequeñas piedras que los visitantes judíos dejan en el lugar. El doloroso recuerdo de las vidas arrebatadas con industrializada y perversa planificación, tan igual para todos, marca sus diferencias a la hora del homenaje. Flores para unos, piedras para otros. La muerte y la tortura como denominador común.

 “Arbeit Macht Frei” se lee en contundentes caracteres blancos sobre el negro arco de un grueso muro que separa diversas áreas de la prisión de Terezín. “El trabajo os hará libres”, es aproximadamente su traducción. El lema con que los nazis “motivaban” a sus prisioneros. El mismo que tantas veces pudo verse  en filmes sobre campos de concentración, películas donde los héroes  sobrevivían en porcentaje suficiente para dejarnos abandonar la sala con cierta dosis de sosiego espiritual. Ahora no se trata de cine.

Extraña sensación. El pequeño fuerte de Terezín, la prisión de Terezín, puede evocar a la fortaleza de Santa Teresa por su arquitectura. Dentro, calles solitarias y edificios de ladrillo con su invitación casi morbosa para transitar el pasado. Penetro por un largo corredor sobre una de cuyas paredes se abren las negras puertas de hierro de las celdas. Paso golpeándolas una tras otra, pretendo sentir al unísono la sensación del oficial nazi y la del prisionero. Pero nada resulta tan perturbador como el silencio y los espacios vacíos, los camastros, las claraboyas, escuálido reflejo del dolor que aún flota en cada uno de esos  diminutos recintos donde se apiñaban hasta cien personas.

La historia gusta superponer fechas. Si Goya inmortalizó con su pincel los fusilamientos del 2 de mayo en Madrid, otro 2 de mayo, pero de 1945, y en Terezín, fue testigo de la ejecución de miembros de organizaciones de resistencia. Esos cuerpos fueron a la fosa común, convertida hoy en ligero montículo donde aún yacen aquellos despojos que no pudieron ser exhumados en el verano de 1945.

La prisión de Terezín atrapa. La recorro una y otra vez. Esas letras góticas a que son tan afectos los germanos parecen amenazar aún hoy al visitante: Geschäftszimmer (oficina de ingreso), Waschstube (puesto de guardia), Krankenreiver (hospital), y otros grafismos que más allá de su preciso significado en alemán no se despojan de lóbregas connotaciones. Se me ocurre que un especialista en semiótica podría utilizar estos carteles para complejas explicaciones acerca de la diferencia entre significante y significado.

Una gigantesca estrella de David y una cruz cristiana del mismo tamaño conviven a las puertas del fuerte, y en torno a ellas, cientos de lápidas. Me dirijo nuevamente a la carretera que lleva al pueblo, al viejo “ghetto”. Los arboles bordean el camino y recostada contra un pequeño muro, una bella y joven mujer –una inconfundible belleza local, pienso rápidamente- me habla en checo. Al percatarse que no le entiendo, apela a un inglés tan primario como el mío y me ofrece su amor por una suma irrisoria. Le pregunto si es checa. Con cautivante sonrisa me aclara que vive en ese país, pero es alemana.       

El amor, aunque sea mercenario, puesto a disposición de quienes acaban de repasar las formas más abyectas de la muerte. Acaso toda una estratagema de mercado desplegada por la hermosa germana. O tal vez, me gusta imaginar, una manera de exorcizar los fantasmas de uniformados abuelos.

En una caprichosa ecuación ajena a Einstein, el espacio y el tiempo cobran nuevos significados. En el viaje de retorno siento que la distancia entre Terezín y la Praga contemporánea no se mide en  kilómetros ni en el tiempo que demora el ómnibus  en efectuar el recorrido. Las dos ciudades están separadas por más de medio siglo en cuyos extremos se ubican el infierno real, no el que proclaman los mitos religiosos, y la esperanza, eternamente renovada, acerca del futuro.

El bello suburbio

Los ciudadanos comunes y corrientes nada sabían pues los campos de concentración estaban en zonas a las que no tenían acceso. La frase fue repetida infinitas veces para explicar cierta pasividad ante el genocidio. Otros lo sabían y más de medio siglo después pidieron disculpas. Muchos otros simplemente lo sabían, lo callaban y frecuentemente lo aceptaban, o eran sus impulsores.

En las afueras de Berlín, a pocos minutos por autopista y a menos de media hora en tren urbano (S-Bahn) se encuentra Oranienburg, urbanísticamente unido a la capital alemana. Pintoresco y apacible pueblo con hermosos chalets y tranquilas calles donde conviven simpáticos transeúntes, ciclistas y automóviles. El viajero desprevenido seguramente reducirá el lugar a esta bucólica imagen. Pero bastan pocos minutos para llegar a pie hasta una de las zonas periféricas del lugar: Sachsenhausen, “pequeño” campo de concentración nazi entre 1936 y 1945, de cuya existencia tuve noticia por un amigo alemán no judío residente en Montevideo.

De planta triangular, diseñado por arquitectos especialistas en la materia, Sachsenhausen fue una especie de prototipo. Un campo de vanguardia, incluso por la fecha en que comienza a alojar prisioneros que llegaron a superar las 200.000 personas. Cantidad exigua si se considera a sus más avanzados sucesores (Auschwitz, Treblinka y un larguísimo etcétera que sombrea los mapas históricos de los dominios del III Reich).

Sachsenhausen se pliega a la imagen tradicional de los campos de concentración: largos muros de bloques coronados por alambradas de púas, periódicamente interrumpidos por altas torres donde se alojaban guardias provistos de ametralladoras y poderosos reflectores. Y a unos metros de esos muros, en la zona interna del campo, los carteles advirtiendo que allí comienza la “zona neutral”. Penetrar en la misma implicaba ser barrido por las balas. Como muchos otros visitantes, “me atrevo” a internarme en la franja prohibida. Una marca en el terreno constituía la diferencia entre la vida y la muerte.

El campo es enorme y en el se ubicaban varias decenas de barracas de madera en las que se hacinaban los prisioneros. Hoy solamente hay unas pocas de esas barracas, reconstruidas, y el lugar que ocupaban las restantes ha sido cubierto por pulcro césped donde no faltan las flores. Me molesta ese “maquillaje”, esta versión “light” del sitio donde fueron exterminados oponentes al nacionalsocialismo, discapacitados, y pueblos considerados racial y biológicamente inferiores. Catalogación que incluyó a judíos, gitanos y otros grupos “no arios”

Una enorme planchada de hormigón erigida luego de la guerra y sostenida por gruesas columnas, se eleva a la altura de un segundo o tercer piso. Bajo ella, los restos de un viejo edificio. Apenas vestigios de las paredes y unos pisos hundidos. En un ángulo del recinto se encuentran algunos hierros retorcidos aún identificables en su primitiva función: hornos crematorios.

La planificada industria de la muerte poseía una ajustada cadena de producción. Un cartel indica la habitación donde los prisioneros eran gaseados, mientras otros, en total aprovechamiento del “tiempo laboral”, eran fusilados  en la parte inferior de un desnivel del terreno excavado con ese concreto propósito. Alternancia, ritmo, precisión, eficiencia. No perder tiempo. Mientras se recoge a los fusilados, se ingresa a los hornos a los gaseados. Otra habitación permitirá depositar las pertenencias reciclables. Ein volk, ein reich, ein fuherer. Heil Hitler. Nadie sabía nada. La culpa la tuvo Hitler.

El sobretecho de hormigón preserva los restos a la vez que parece quitarles elocuencia.

A través de la ventana de un pequeño y blanco “chalet” de Sachsenhausen me contempla un rostro enjuto y desencajado. Aunque se trata de una fotografía en blanco y negro sus ojos hundidos y sin expresión delatan la condición de prisionero.  Su mirada me llama. Ingreso al “chalet” y descubro que ese era el sitio reservado a las “experiencias médicas”. Un panel explica las tropelías que allí se cometían con los reclusos, y tan explícitas como esas palabras son las mesas de blancos azulejos, las piletas, y unas canaletas por donde corrían los postreros fluídos de aquellos que en vida conocieron el tratamiento que en la morgue puede darse a un cadáver. Un par de fotos testimonian el horror. 

El armario de paredes vidriadas, guarda celosamente las pinzas, bisturíes y demás herramientas de los médicos del nazismo. Imposible describir la náusea emanada de la presencia de esos metales.

Una angosta escalera conduce al sótano del “chalet”. Tenues luces alumbran una habitación vacía. Es el depósito de cadáveres. Más canaletas de “desagüe” se ubican contra las paredes. Vomito.  

No quiero perder detalle. Prosigo mi caminata hasta la muralla más lejana. Allí, una pequeña abertura comunica con otra zona de Sachsenhausen. Lo que fuera el Campo Especial Soviético No. 7/ No. 1. Luego de la guerra el ejercito soviético tomó Sachsenhausen y allí detuvo a oficiales y altos funcionarios nazis. Las instalaciones originales resultaron insuficientes y se construyeron algunas barracas suplementarias. Eran de ladrillo y con solidez suficiente para aún hoy mantenerse en pie. Uno de los folletos obtenibles al ingreso a Sachsenhausen aclara que “los soviéticos dieron al campo el mismo uso que los nazis, es decir campo de prisionero, si bien no utilizaron ni el recinto de “experimentos médicos” ni los hornos crematorios. Obscena, grosera, agresiva, burlona y torpe comparación. De la brutalidad soviética y sus “gulags” pueden hablar sus víctimas, jamás los hijos y nietos de los constructores de los campos de exterminio del nazismo.

La irritación se agrava cuando descubro que los folletos del campo se ilustran con dibujos realizados por los nazis prisioneros de los soviéticos. Sin decirlo expresamente, se trata de otra inadmisible comparación. Esta vez con los dibujos mediante los cuales los niños prisioneros de la Alemania nazi testimoniaron instantes de su infancia pervertidamente robada en esos mismos lugares.

En Berlín, continúo hurgando en el pasado. Los cimientos del viejo cuartel de la Gestapo, lo único que queda del edificio, conviven con un tramo del muro de Berlín. El muro es silencioso testimonio de otras formas de opresión y desde los cimientos del cuartel de la Gestapo se alzan paneles acusadores de la barbarie nazi. Cerca de la puerta de Brandenburgo, donde hoy existe un terreno desolado en cuyos alrededores se levantará el monumento a las víctimas del Holocausto, estaba la Cancillería del III Reich, y bajo ella el bunker. “Todo estaba aquí, pero ya no queda nada” me indica cortésmente un berlinés al que reclamo datos precisos sobre la Cancillería y el bunker. Pero en ese terreno veo una zona donde se ha construido un pavimento relativamente pequeño. Nuevamente dejo lugar a la imaginación y supongo que bajo varios metros de tierra, aún subsiste el bunker de Hitler. Los soviéticos han de haberlo preservado y seguramente hoy es una presencia justificadamente oculta. Dificilmente, desde fuentes oficiales, me aclaren que ha ocurrido con el bunker.   

El viejo Reichstag hoy posee una espectacular cúpula vidriada desde cuyo interior se aprecia el crecimiento y la transformación de Berlín. Catorce “plumas” de construcción rodean el histórico recinto. Postdamerplatz, hasta hace unos años territorio de nadie atravesado por el oprobioso muro deslumbra, con rascacielos de fachada vidriada. Las lóbregas viviendas grises y las monocordes fábricas del antiguo Berlín   Oriental ceden paso a modernos y coloridos edificios. Incluso lo que fuera Berlín Occidental no escapa a esta magnífica renovación. Es como si el vértigo de “Berlín, sinfonía de una gran ciudad”, el deslumbrante documental que Walter Ruttman rodara en 19xx, se trasladara a este siglo XX que finaliza. Berlín, a ojos del espectador, posee el deslumbrante vértigo que Ruttman lograra mediante el montaje. Alemania reclama admiración, pero también me atemoriza cuando la contemplo a la sombra de su pasado.  ¿Disciplina, tesón, capacidad de trabajo....el triunfo de la voluntad?


  

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