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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA DIALÉCTICA A LOS PIES DEL CORAZÓN

Antipolítica y amor

Gustavo Espinosa

En la década de los 80 del siglo pasado,
el estado de la civilización en tiempos de capitalismo tardío fue narrado por un par de libros escritos por sendos intelectuales franceses con indiscutible talento de divulgadores. Ambos se diseminaron por el mundo hispanófono en traducciones publicadas por Anagrama. El más exitoso, La era del vacío (1983) de Gilles Lipovetsky, es un flash preciso e indisimulablemente fascinado sobre la encandilante nebulosa que resultó de la demolición de la modernidad y sus instituciones. El otro libro es una especie de protesta, por momentos interjectiva y panfletaria, ante el avasallamiento del pensamiento ilustrado por parte de una serie de irracionalismos que, según el autor, radican en una noción de cultura de filiación alemana y romántica. Se trata de La derrota del pensamiento (1987) de Alain Finkielkraut. Ya en la introducción el ensayista sostiene que cierta concepción omnímoda y difusa de cultura, contra la cual arremete, coloca a la actividad intelectual en plano de igualdad con la costumbre de embeber una tostada en el café con leche. Ataca también el indeterminismo estético. Recuerdo la indignación de Finkielfraut ante el hecho de que un par de botas tejanas fuese valorado en los mismos términos que la obra de William Shakespeare.

Mucho tiempo antes, en 1927, Ortega y Gasset (que solía remitir a Fichte y a Nietzsche) proponía, con cierto empaque de iconoclasta que alardea de lo inaudito de sus dichos, que el intelectualismo era la causa de varios de los males que afligían a Occidente: Eso no es la cultura, es solo una dimensión de la cultura, es la cultura intelectual (...) Así, al progreso intelectual ha acompañado un retroceso sentimental; a la cultura de la cabeza una incultura cordial. (Ortega y Gasset, Corazón y cabeza, Obras completas, vol. VI, Madrid 1955).

La derrota del pensamiento considera, sesenta años más tarde, que los reclamos de Ortega ya se han convertido en una hegemonía con la cual es necesario enojarse. Más tarde aún, ahora que los estudios culturales y el postestructuralismo se han vulgarizado y viralizado en nuestro sentido común, el texto de Finkielkraut, su logocentrismo desesperado, parece un exabrupto algo reaccionario.

Sin embargo, la sintomatología que denuncia se manifiesta sin rebuscamientos en ciertas prácticas y discursos que es necesario problematizar. Tal es el caso de algunos colectivos cuya legitimidad como sujetos políticos parece sustentarse (a juzgar por sus intervenciones o su praxis) en el amor, en el dolor, en la indignación; en fin, en las emociones o en la afectividad. Esta cuestión, y sus consecuencias, ya tienen entre nosotros, uruguayos sus críticos. Afirma Soledad Platero: Estimo que la acción destinada a conmover se queda allí, en la esfera emocional. Todo el mundo dice “qué horror” y pasa rápidamente a otra cosa, con lo cual el sistema de determinantes políticas, sociales y culturales que explican la situación, permanecen ocultas. (...) La haraganería mental encuentra un aliado de excepción en la emotividad porque, ¿quién no quiere emocionarse? Todos queremos experimentar la emoción de “sentirnos parte” de algo mayor, y también salir a la mayor velocidad posible de la incertidumbre. (Fabio Guerra, “Pensándolo bien”, entrevista a Soledad Platero, Brecha Nº 1424, Montevideo, 8/3/13).

Existen, por otro lado, fenómenos de índole parecida (arraigados en la pura afectividad) que no son meros refucilos en el imperio de lo efímero, y cuya relación con la política es más compleja. Se trata de las agrupaciones de defensa de los Derechos Humanos integradas por familiares (abuelas, madres, hijos) de las víctimas del terrorismo de Estado ejercido por las dictaduras de los años 1970. Estas organizaciones, cuyo emblema o buque insignia son las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, nacieron de un déficit de la política. El carácter sentimental (privado si se quiere) de sus motivaciones les dio el impulso para emerger por las ínfimas fisuras de la represión, escamotear ante el fascismo la naturaleza política de sus reivindicaciones. Luego, las diferentes formas que se le dio a la impunidad durante los gobiernos democráticos que sucedieron a las dictaduras (los indultos, el punto final y obediencia debida en Argentina, la ley de caducidad y sus vaivenes recientes en Uruguay) depositaron nuevamente en estos colectivos la responsabilidad que otros agentes clásicos de subjetividad política no supieron o no quisieron asumir.

Entonces, estas emergencias de la penuria de la política vinieron, muchas veces, a sustituirla, por lo cual su relación con la política suele ser conflictiva y mutable. Se ha escuchado muchas veces a Tati Almeida, una de las Madres más representativas y lúcidas de Argentina, expresar una especie de mea culpa por el gorilismo (así llaman los peronistas al antiperonismo) recalcitrante de sus orígenes. Lo dice cuando las luchas del movimiento que lidera han sido acompañadas y favorecidas por el gobierno argentino de filiación peronista. Por otro lado los opositores a este gobierno reprochan la “politización” de estos movimientos, que supuestamente estaban fuera este tipo de prácticas espurias, fundados en la pureza de los sentimientos maternales, y ahí deberían permanecer.

Uno de los daños colaterales de la intervención de estas organizaciones puede ser la invisibilización de las motivaciones ideológicas que convirtieron a sus familiares en víctimas de desaparición, de asesinato, de tortura. Estos pueden aparecer a veces como nietos, hijos o padres expuestos a la compasión pública, y no como militantes de una determinada causa, mediante tal o cual estrategia. Ocurre entonces una especie de trivialización melodramática que es necesario trascender.

Otro rasgo complicado, que obstruye la relación entre los grupos de familiares y la política, es la inimputabilidad de aquellos. Dado el carácter intransferible, el volumen incalculable de amor y de dolor que genera hechos y dichos, éstos se vuelven incontestables. Hay una especie de blindaje ético y sentimental que encapsula a las Madres o a las Abuelas contra toda refutación estratégica o ideológica. No fue un viejo poeta stalinista, ni un talibán drogado, ni una estrella de rock fundamentalista, sino Hebe de Bonafini quien anunció: Juan Pablo II es un cerdo. Aunque un sacerdote me dijo que el cerdo se come y este Papa es incomible.

Las madres han sabido universalizar la particularidad insondable de su amor y su dolor exasperados (la han politizado). La política debe terminar de metabolizar eso, para que no se convierta en una entidad irreprochable, maciza y pospolítica, sentimental o metafísica, invulnerable a toda dialéctica.

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