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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          EL PADRE, EL HIJO, LA OBRA

Autor y verdad

Amir Hamed

La sobrevida, un tópico televisivo
liderado alguna vez por shows sobre cómo subsistir (en islas desiertas, en caserones de gran hermano, en concursos de baile o de canto), se ha mudado a las librerías iberoamericanas, en las que se suele encontrar una cargante fanfarria de  libros malos acompañados de posters de autor provecto. Se diría que el valor que se premia, como expresaba en un documental el anodino y ya difunto premio N
obel José Saramago a propósito de un discretísimo colega uruguayo, es la calidad de sobreviviente. Pero la pregunta, en el caso de un escritor, es ¿sobrevivir a qué? A Saramago, ya fallecido, no se le puede pedir explicaciones, y menos a aquel pretendido superviviente, hoy también inhumado, cuya biografía tampoco da para alarmas porque jamás peleó en una guerra civil, ni batalló contra la poliomielitis o un temprano cáncer de próstata, ni fue tampoco un neowilde que, con empaque de dandy, hubiera desafiado los prejuicios de una sociedad. Era superviviente, cabe entender, porque su biología lo acompañó durante una razonable cantidad de años.

Sobrevivir, en este caso, es durar o, más estrictamente, envejecer. No arrebatarse temprano como Lautréamont o Arthur Rimbaud, no ofrecerse a un pelotón de fusilamiento como Federico García Lorca, no suicidarse como Alejandra Pizarnik, no sucumbir ante el tifus como Georg Buchner. Y ese poster que apuntala al libro está ahí para decir que el pretendido superviviente, souvenir de sí mismo o del siglo XX, es un tótem transitorio erigido por las editoriales en un pase de mesmerismo. No es más que una rúbrica sonriente que insiste en pegotearse a su obra, se la dijera formateada por el aserto de Platón, en el Fedro, de que el hijo (la obra) solo tiene sentido si junto a ella está su padre. Pero, más que en esa acepción antigua, por la cual el autor se iguala con el progenitor, no se trata de autores sino en rigor de escribientes signados por los coletazos de la biología.

Puesto en otros términos, las editoriales insisten en proponer como autores a esos literatos que rubrican obras, que en rigor no son autores. Sabidamente, Michel Foucault  redujo el autor a función histórica y encontró el primer autor moderno en Cervantes, quien reclamó la muerte de su personaje, Don Quijote, a través de las palabras de cierre de su narrador, Cide Hamete Benengeli. Se diría que con la muerte del personaje nace el Autor, figura que, en Cervantes tendría, tiempo y dos migajas de energía para, en el lecho de muerte del escritor, estampar el prólogo del cuantioso Persiles y Segismunda, obra a la que creyó, con error, la mejor que hubiera escrito. Se puede decir, en este sentido, que Miguel de Cervantes Saavedra, súbdito de la corona española, ex soldado, no sobrevivió a la redacción del Persiles, lo que permite ir entendiendo, por  contraria, qué quiere decir en términos de Saramago superviviente: dedicar una sobrevida literaria al servicio de la hinchazón o la pamplina. O si se prefiere, del desparpajo. Consiste en lorear nada nuevo tengo para decir, pero igual digo lo que decía ayer, que ni siquiera para ayer era cierto; sigo, no escribiendo, aunque sí publicando. Y así, ni bien se ausente ese padre que se le adhiere en el póster, la obra se desvanece instantánea; el título best seller hace dos segundos se esfuma, precisamente, porque su perdurabilidad depende, no de sí mismo, sino de una prótesis, de la documentada insistencia orgánica de quien lo escribió.

Un ejemplo de lo exitosa que puede llegar a ser la metódica sumisión a la pamplina es el de Mario Vargas Llosa, de quien el futuro de las letras hispánicas recogerá, de algún modo, que fue para ellas uno de los introductores de técnicas narrativas europeas que las renovaron pero cuya última novela digerible, La guerra del fin del mundo, data de 1981. A partir de aquella remota fecha se abandonó, primero al facilismo (Historia de Mayta, 1984), luego al efectismo (Quién mató a Palomino Molero, 1986), a algún divertisment amatorio como Elogio de la madrastra (1988) y a un inclaudicable ditirambo al liberalismo que lo llevó, por ejemplo, a catalogar, en el espantoso prólogo que le encargó la Real Academia Española para la edición del cuarto centenario de la novela de Cervantes, al Quijote de héroe liberal. Se puede decir (se debe decir) que, desde que se hizo escritor de derecha, Vargas Llosa escribió de mal en peor, pero también es preciso consignar que, cuando más bajo había caído escritor residual de sí y del deseo de novelar que alguna vez llegó a tener, y a fuerza de insistir en la gansada, a sus manos vino a caer, hace apenas tres años, el premio Nobel.

En los términos de este artículo, Vargas Llosa era autor cuando escribió La ciudad y los perros (1963), La casa Verde (1966)  Conversación en la catedral (1969) o La tía Julia y el escribidor (1977), novela en que se abrió a un delirio humorístico que probablemente lo hubiera arrimado a la escritura de verdadero peso, pero que su condición última de señorito y escriba mojigato clausuró. Si nunca fue lo que se puede decir un gran escritor, es decir, uno definitivo, su laboriosidad y esforzada maña técnica lo llevaron a establecer arquitecturas narrativas considerables, de las que se puede decir autor; cuando dejó de serlo, se dedicó al panegírico de la derecha y la supervivencia literaria, recibió el Nobel (sobre este curioso caso, ver más aquí).

Brevísima relación de la destrucción de los Estudios Culturales hispánicos  y de la india que sabía mentir

Claro está que la orientación política nada garantiza, y menos en términos de autoría. Cuando Vargas Llosa era todavía alguien atendible, escritor en proceso de derechización que dedicara un libro de crítica a su, en aquel tiempo, amigo Gabriel García Márquez (Historia de un deicidio), Ángel Rama, uruguayo por entonces pope de la crítica hispanoamericana, lo amonestó argumentando que los “demonios del escritor” que postulaba el peruano no eran tales sino que éste producía mancomunado con su público, es decir, con esa sociedad que estaba buscando su liberación. Los demonios, se entiende, serían sociales, resultando el escritor su exorcista. 

La polémica se fue extendiendo y alcanzando calor, ambos cada vez más distanciados por el Caso Padilla que dividió a los intelectuales latinoamericanos en su apoyo a la Cuba de Fidel Castro, hasta que llegó a su abrupto cierre cuando Vargas Llosa recordó que, al menos, él nunca había escrito una novela tan mala como Tierra sin mapa (1961), ficción firmada por el propio Rama. Recordado como autor de un bodrio imposible, que denunciaba su insalvable limitación para entender la intimidad de una novela, Rama abdicó y buscando reconciliarse o, como mínimo, archivar su pecado de juventud, saludó, genuflexo, la aparición de La guerra del fin del mundo (en rigor una trabajosa reescritura de Os sertoes, de Euclides da Cunha, poblada de clisés), como “obra maestra del fanatismo artístico” y cumbre de una literatura hispanoamericana que alcanzaba ahora su madurez, publicando, cien años más tarde que León Tolstoi, su propia Guerra y paz.   

La asunción por parte de Rama de que no sólo era autor de obras como su póstuma La ciudad letrada sino también de bodrios, es decir, que era padre con hijo aberrante, derivó en algo que empañaría su carrera crítica, porque el accidente de avión que tronchó su vida hizo, de su obsecuente reseña de La guerra del fin del mundo, su verdadero testamento literario. Poco o nada más publicó en vida, y con esa agachada nos dejó. Ahora bien, del dilema de asumir, aunque sea a regañadientes, errores previos se desentenderán de ahí en más, por lo que parece, los hispanoamericanistas que asientan sus reales en Estados Unidos (a Rama, recuérdese, apenas antes de su muerte, le negaron residencia en ese país). Poco después, académicos que rebosan hoy los Departamentos de Español en esa Academia fueron desarrollando un combo teórico que sancochó en lo americano el subalternismo pergeñado por críticos de la India postcolonial (Ranahit Guha, Gayatri Chokravorti Spivak a partir de la doctrina de Antonio Gramsci) y  derivó en pingües departamentos de Estudios Culturales, que en las décadas recientes empujaron fuera del trillo a los estudios literarios y que incluso se han diseminado por América Latina.  

Tal vez la figura en que mejor se advierta esta maniobra académica sea John Beverley, autoproclamado teórico que en los tiempos en que ya empezaba Vargas Llosa a empeorar sus libros, es decir, en los 1980, arremetió contra la literatura haciendo proselitismo por el testimonio, un género que consiste  en la deposición oral recogida por un letrado, y que entre otras cosas terminó ganándole un Nobel de la Paz a la india guatemalteca que, en colaboración con la antropóloga Elizabeth Burgos, fuera responsable de Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi conciencia.

Esta escritura a cuatro manos, se podría decir, es vieja como la europeización del continente, y como prosapia se le podría asignar, entre otros, a los Cuatro viajes del almirante y su testamento, obra en colaboración de Cristóbal Colón y Bartolomé de las Casas, o al mismísimo Popol Vuh, testimonio de las tradiciones quiché, alguna vez recogidas en grafía latina, aparentemente luego traducidas por un fraile dominico. Lo importante sin embargo para Beverley era que se trataba de algo ajeno a la literatura, es decir, a la “estetización” de la que podría ser culpable cualquier indigenismo, fuera el idealizante decimonónico (estilo Guatemozín, de Gertrudis Avellaneda, o Tabaré, de Zorrilla de San Martín), o fuera el realista estilo Jorge Icaza (Huasipungo), o el más mitologizado y mestizo de José Arguedas (Los ríos profundos), y ni qué hablar, ya que estamos, de incursiones de indios aguarunas por La Casa verde.

El testimonio, según un Beverley que no se detenía a pensar cuán platónico sonaba lo suyo, a diferencia de la literatura, era verdad. Para 1993  había publicado Against Literature, explicando que los escritores, aún los dispensadores de una letra liberadora, sirven invariablemente al amo, al capital, a la explotación del hombre por el hombre, al relegamiento de los humildes, a la perpetuación de la subalternidad. Por supuesto, no es lo mismo el explotado que el subalterno, porque este último, es menos figura económica que abyecta, privada de decir, como manejaba en sus comienzos la Gayatri Chokravorti Spivak, en Can the subaltern speak?; el subalterno viene a ser una heteroglosia, una lengua refractaria al modelo de representación criollo, que la falsea. Y es ahí donde el subalterno americano, según esta visión, viene a darnos su verdad testimonial, y a iluminarnos en tiempos de globalización. Dentro de este marco, los escritores (creativos, novelistas, poetas, incluso ensayistas liberales) resultan invariables estetas al servicio de la mentira (de una ilusoria monoglosia), falsedad en que no incurriría, por ejemplo, un libro como el de Menchú.

Por supuesto, siempre cupo formular la paradoja del genuflexo, porque, en definitiva, ¿ha habido raza históricamente más servil al poder que los profesores, impasibles asalariados de ricos y poderosos desde el comienzo de los tiempos? En todo caso, ya sería tarde para preguntar por esto porque, vaya sorpresa, para estos días, el enfático Beverley, cuya tesis doctoral fue ocupada por las Soledades de Góngora, se declara alejado de cualquier indigenismo y del vademécum del subalternismo y de los estudios culturales, e incluso se proclama devoto de la literatura en su sentido canónico, es decir, no inclusivo y axiológico, a la que dice leer, de todos modos, a su manera (faltaba más, la políticamente correcta y liberadora). En algún momento, Beverley descubrió que los estudios culturales y el neoliberalismo van de la mano, porque impulsaban el vale todo, y fue así como 30 años más tarde, después de haber favorecido la erección de decenas de inservibles departamentos de Estudios Culturales, reapareció, como si viniera de comprar cigarros, por el cubil de la literatura. Esto sí, no se puede reaparecer sin dejar de denunciar como neoconservadores a los demás, por ejemplo a la argentina Beatriz Sarlo, quien (viniendo de Raymond Williams y los estudios culturales ingleses), ya en la década de 1990, en Escenas de la vida posmoderna, diagnosticaba la catástrofe que habría de implicar, para las Humanidades y para la tradición critica en general, la sustitución de la cultura letrada.

Según Beverley, “Sarlo, y todo un grupo de intelectuales en América Latina,  que es también parte de mi generación, están evolucionando hacia una dirección que yo llamaría “neoconservadora”. (…) Esta paradoja ser de izquierda pero optar por una posición intelectual-cultural más conservadora tiene que ver con  los efectos tan poderosos en las sociedades latinoamericanas de las políticas neoliberales, sobretodo en la educación y en las universidades con las privatizaciones de estas instituciones, y el desfinanciamiento de las universidades públicas, la fuerza arrasadora de la cultura de masas globalizada, la descomposición de estamentos culturales tradicionales (…) Todo eso  ha puesto en crisis la autoridad de lo que Gramsci llamaba el  intelectual tradicional. El giro neoconservador es una respuesta a esta crisis, una reterritorialización de la ciudad letrada latinoamericana, si se quiere”. 

No deja de resultar llamativo (o como mínimo, gracioso) que la defensa de una suerte de literatura criolla, opuesta a imposiciones yanquis, reciba la calificación de neoconservadora, dictaminándosela desde lontananza hija del neoliberalismo económico y didáctico. Como Napoleón abandonando el grueso de su ejército a su aniquilación en Rusia, y volviendo prestísimo a París para reasumir el Imperio como si nada hubiera pasado, Beverley anda por ahí impertérrito, echándole la culpa a los demás de la catástrofe que él fue el primero en propiciar. Del mismo modo, la monstruosidad de haber embutido estudios culturales hispánicos en los estudios de subalternidad de la India de segunda mitad del siglo XX le parece atendible, como si fuera cosa de otro, y no de él, mientras él dice andar por otros rumbos, ideológicamente puros, apuntando su dedo acusador y dirimiendo, desde su propia traición, qué es lo izquierdista todavía y qué lo retardatario.

Este sainete, de todos modos, no debe olvidar cierto episodio filológico. Resulta que, en 1999, el antropólogo David Stoll descubrió que Rigoberta Menchú, en su premiadísimo testimonio, había mentido al menos una vez, diciendo haber visto con sus propios ojos el asesinato de su hermano, algo que en realidad jamás pudo haber ocurrido. Y resulta también, entonces, que ese pilar de los estudios culturales hispánicos, el estado de natural inocencia del indio (que acosa al Humanismo desde el Diario de Colón y las Casas, pero también desde Montaigne y Rousseau), ha quedado destrozado, y todo lo que se vino a decir a partir de él, de ahí en más, es mentira, sin contar que los millones de dólares atribuidos a la recuperación de esa oralidad subalterna que la enojosa escritura del Amo (del Mismo) relega fueron destinados, nada más, al servicio de una estafa.

Claro está que se deja para el final aquello por donde habría que haber empezado: son precisamente quienes no entienden la literatura los que la proclaman occisa, servil, hegemónica. Beverley encarna, en plenitud, al profesor perfectamente indocto respecto a qué cosa sea escribir: su irresponsabilidad para con lo que enarbola y destituye, para con aquello que olvida, para con lo que dijo y firmó, da cuenta de un burócrata del paper que asiste a congresos para reclamar aumentos de sueldo, mientras su jerga apodíctica, de Savonarola de la liberación hispanoamericana, se reseca en invectivas contra esas nubes retrógradas, los académicos que lo niegan.  Si el sobreviviente está ahí para tutelar la existencia de su hijo bobo, este profesor (lo mismo que la horda de birretes tarambanas que lo ha venido clamoreando en congresos) está para decirse padre de nada sino del malentendido. Nunca escribió, nunca firmó: lo suyo se pretende itinerario de algo que quiere calificar como pensamiento y que, en puridad, es nada más balbuceo irresponsable aplicado a una disciplina que jamás podrá entender, la literatura. Y no la entiende, precisamente, porque toda su vida no ha hecho otra cosa que contravenir la ética del escritor y la autoría. No puede regresar a la literatura quien jamás habitó en ella. De lo único que se puede hablar, en el caso de Beverley, es de desfalco.

Epílogo con paloma muerta (balance cero)

El velorio de Jorge Mario Varlotta Levrero (es decir, del ciudadano Jorge Varlotta y el escritor Mario Levrero), celebrado a féretro abierto en Montevideo el penúltimo día de agosto de 2004, estuvo marcado, así como por notables ausencias de compatriotas intelectuales, por un enjambre estupefacto y lloroso, las decenas de alumnos de su taller literario que iban y venían por la pompa fúnebre sin entender cómo era posible que pudiera haberse muerto. A ellos, Levrero, uno de los autores más ninguneados por la crítica uruguaya de la segunda mitad del siglo XX, había insistido en hacerlos éditos, proponiendo una colección de títulos de talleristas, De los flexes terpines. De ellos, alguna voz aviesa en el velorio repetía que eran su legado, aquellos que iban a sostener la obra del maestro y el nombre del autor. Y si bien es cierto que su obra relumbra hoy como nunca, es menos por los discípulos (siendo que ninguno de ellos hasta el presente ha dado obra que, en términos rigurosos, sobrepase el “síntoma levreriano”) sino porque, antes de morir, Levrero había concluido La novela luminosa que se publicaría póstuma, en 2005. Alguien, una amiga de décadas de Jorge Varlotta, también tallerista, que sabía lo que Levrero le confesaba del texto y conocía pedazos del manuscrito, explicaba el deceso, ahí mismo, por ese libro que le financió la Beca Guggenheim.

Se trata de un testamento, escrito en forma de diario (de la beca) que contiene, o prologa, una “novela luminosa” (el texto que, supuestamente pagaba la beca) y cuya heráldica ostensible es una paloma muerta que vigila el ejercicio de contar sus incontables neurosis, su nueva vida (se había separado, vivía ahora solo), sus malestares y visitas al médico, sus ratoneos con las talleristas que se turnaban para sacarlo a pasear, sin olvidar una contabilidad maniática que da cuenta de la progresiva desaparición del dinero de la Guggenheim. Levrero ya era campeón de mundos obsesivos e inexplicables, pero también había derivado a la narración de una cotidianeidad (El alma de Gardel, El discurso vacío, ambas de 1996) asombrosamente vacua. Su nueva vida de soltero, finalmente, le abrió la compuerta a lo que venía negando en los libros anteriores, el deseo, y con ese deseo, además, el de Ese Otro que ya se había llevado la paloma y que también, como a las monedas de la beca, lo sorbe en cada línea. ¿Cuántos indios contiene la novela luminosa? Cero. ¿Cuántas proclamas libertarias? Ninguna. ¿Cuánta verdad? La misma que rubricó aquel día de agosto de 2004, no con un póster imposible sino con un cadáver. ¿Cuál es el balance? Cero. Perfecto.

He ahí, precisamente, el autor. “El hijo”, decía William Wordsworth antiplatónicamente, “es el padre de hombre”. La obra es ese hijo que a veces puede reclamar tu vida pero que, en cada una de sus líneas si las líneas valen, si no defraudan,  te hace autor. 

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