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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          OLVÍDATE DE TI MISMO

Conocimiento y tecnicaturas

Amir Hamed

Al sofista Protágoras de Abdera
se lo recuerda sobre todo por dos máximas que pueden ser expuestas así: que el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son y de las que dejan de serlo, cosa que fue interpretada, al menos algo así interpretó Platón, como que todo depende del cristal con que se mire, y que no se puede determinar la existencia de los dioses por ser esa materia oscura y la vida humana demasiado breve, lo que lo estaría convirtiendo en pragmático de todas las horas y agnóstico de primera línea. Según se dijo, habría sido el primer sofista, y el primero en cobrar por sus clases, algo que según el diálogo que le dedica Platón, lo había vuelto bastante próspero.

Se lo puede entender como la gran figura a oponerle a Sócrates, y en rigor el Protágoras, el diálogo que le dedica Platón se cierra indeciso, con protestas recíprocas de admiración entre el dialéctico ateniense, que duda que la virtud se pueda transmitir, y el sofista itinerante, que está persuadido de que sí se puede, y que en efecto, él la transmite. Habría estado un par de veces en Atenas, una en que trabó amistad con Pericles, y otra en la que, al parecer, debió huir tras haber leído, tal vez en la casa de Eurípides, su tratado Sobre los dioses, hace mucho perdido. Según Diógenes Laercio, esa lectura le habría conjurado una asamblea en el ágora que lo habría desterrado, aunque Filóstrato, más tarde, entendió que nunca hubo juicio, que el sofista huyó, y que los atenienses quemaron sus obras. En lo que concurren las versiones es que Protágoras se apresuró a salir de Atenas y, según algunos, la nave que lo sacó de apuro se hundió, pereciendo en su fuga.

Cualquiera de las versiones deja en claro que, como en una tragedia ateniense, Protágoras prosperó hasta que le dio por meterse con los dioses de Atenas, impiedad de la que no saldría indemne. Los dioses de Atenas, como se sabe, se ensañaron también con su contraparte, es decir con Sócrates, quien sería acusado, llegado el día, de corromper a la juventud de la ciudad y de negar a sus divinidades. Sócrates, nadie ignora, no aceptó el destierro porque, contrario a los sofistas, que como viajantes de plaza iban mercadeando su saber ciudad por ciudad, él es por antonomasia el filósofo de Atenas, ciudad de la que eligió despedirse, descartando el destierro, con un brindis terminal servido en copa de cicuta.

Ahora que si Sócrates era ciudadano recalcitrante, que prefería morir a abandonar los límites de la ciudad, si de algo se lo juzgó culpable fue de atentar contra el Estado, de extranjerizarlo. En su Memorabilia, Jenofonte recuerda que Sócrates fue hallado culpable, puntualmente, de no reconocer a los dioses del Estado y de haberle importado, subrepticiamente, divinidades extrañas, en ese sentido extranjeras, propias no de la ciudad sino del filósofo. En primer término, parecería sorprender que cuando Sócrates establece su defensa, según lo que consta en la Apología de Platón, comience por centrarse, no en la perversión a los jóvenes, no en su impiedad, sino en algo de lo que no ha sido acusado. Lo primero que establece en su defensa, como advirtiendo se trata de algo subyacente a las acusaciones, es por qué no cobra sus clases. Explica Sócrates, entonces, que no cobra, como sí hacen los sofistas y los maestros de ciencia física porque, a diferencia de éstos, él no tiene nada que enseñar, es decir, ninguna virtud que transmitir.

Esta transmisión de virtud, que es lo que discute en el Protágoras, en rigor habla de otra cosa, del humano y lo divino, del arte y del utilitarismo. Protágoras protesta en el diálogo que sí puede transmitir determinados saberes, que son técnicas, y aquí, cabe entender, es que se bifurcan los dos sentidos de la palabra tejné, que no discierne entre el arte y la técnica, entre la práctica y el espíritu, entre lo que hoy entenderíamos como tecnicaturas lo transmisible por Protágoras y una apertura del alma al acto de conocer, es decir, no la transmisión de un saber utilitario, sino la disposición a aprender para así, consagrado el ciudadano a lo trascendente, hacer arte de cada disciplina, sea ésta pescar o gobernar, navegar, debatir o producir artesanías, que es en última instancia, lo que enseña la mayéutica. Sócrates, adversario de sofistas, no enseña sino a preguntar, a examinar, y esta enseñanza, en definitiva enseñanza no cuantificable en monedas, es la que le gana la acusación, el juicio y la muerte.

Mientras Protágoras no está dispuesto a perder el tiempo conociendo los dioses, y prefiere transmitir técnicas argumentales, es decir, una tecnología de la discusión, Sócrates está dispuesto a abrirse todo el tiempo que sea posible a la pregunta por el dios. Más: el “dios”, el daimón, es esa voz que lo inspira, que le habla al oído, divinidad personal y señal de que el conocimiento no se puede agotar en técnica, que no se puede medir en monedas, porque el conocimiento contiene, en definitiva, una dimensión sacra. Un estado religioso, como Atenas, terminará castigándolo por tratar de consagrar un saber (los atenienses creían que los dioses ignoraban mucho, Sócrates proclamaba que la divinidad sabe, debe saber todo). Estados laicos, como los occidentales de hoy, no deberían tener problema para aceptar esa consagración, siendo que en Sócrates, en la institucionalización del saber socrático que comenzó con la Academia de Platón, comenzó, se puede afirmar sin rubor, eso que llamamos Occidente.

La Apología cuenta que, tras su defensa, que tomó a su propio cargo, Sócrates perdió el multitudinario juicio por apenas tres votos, aunque, como se sabe, la divinidad entonces clandestina que lo inspiraba, y que también lo inspiró en el juicio, se haría con la posteridad. El dios subrepticio de Sócrates, a la larga, será el de la Cristiandad; la pasión de Sócrates, cómo no verlo, es el molde con el que, en griego, primero San Pablo y luego los apóstoles amonedaron la figura de un maestro arameo al que le ungieron nombre griego, Cristo. Entonces, ¿cuál fue la lección de su muerte? Que Sócrates, en tanto ciudadano carente de templo, no podía cobrar, porque no había dónde consagrar el conocimiento y, porque no había dónde consagrarlo, ya no podía ser Sócrates ciudadano. En respuesta a ese vacío inmolador, cabe entender, fue que surgió la Academia, el proceso de institucionalización, de consagración del saber que a través de su figura erigió Platón. La transmisión de conocimiento comporta una dimensión sacerdotal pero esto no quiere decir que quien enseñe deje de cobrar. Quiere decir que la enseñanza debe ser consagrada, que tiene sus propias divinidades, que no debe aceptar ser profanada, es decir, devuelta al mercado, a los dineros de la gente (porque su dinero pertenece al dios).

Solo con un templo, las instituciones de enseñanza, la transmisión de conocimiento, que es la apertura al conocimiento, se consagra. Mercantilizarla es seguir las huellas de Protágoras, en la medida en que la enseñanza, medida en monedas, se agota en un ejercicio de profanación. La verdadera razón que inhibía a Sócrates de cobrar era que el Oráculo de Delfos había señalado que era él el hombre más sabio de Atenas. El lema del oráculo, conócete a ti mismo, quería decir que quien preguntaba debía saber si era hombre o dios, y la respuesta implícita de Sócrates, es que él era un hombre que no podía resignar su dimensión divina. Los estados modernos de Occidente, en buena medida, habían aprendido la lección socrática: los dineros de la enseñanza no deben exigir otra contraprestación que esa apertura al conocimiento, que vendría a ser una divinización laica de cada ciudadano.

Últimamente, eso parece olvidarse, como lo olvidan las universidades de Estados Unidos que hoy persiguen el patrocinio de empresas para desarrollar sus saberes, como lo olvidan las universidades de América Latina que revolean indiscriminadas tecnicaturas. También parece haberlo olvidado Uruguay, que en la última administración, escudada en un hipotético neopragmatismo que en realidad lleva a praxis nula, ha perdido cinco años en lo relativo a educación enarbolando, como exclusiva bandera, una universidad tecnológica (la UTEC) que terminó siendo votada sin saberse, a fin de cuentas, qué es lo que va a enseñar, cuáles sus planes y disciplinas, en fin, una universidad hechizada por la opacidad de su nombre. Este neopragmatismo, en rigor, amenaza hacer perder muchos años más a la educación uruguaya,  en la medida en que el proyecto educativo de la oposición para la educación secundaria, siguiendo la lógica y también la cháchara de la administración saliente, prevé darle un lugar central al “emprendedurismo”.

El hombre emprendedor, de acuerdo a este proyecto, vendría a ser la medida de todas las cosas. Es que el día tal vez inminente en que el mundo ya no sea sino tecnicaturas será ese día exacto en que nos hayamos terminado de olvidar de nosotros mismos. 

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