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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          DE CIERTA INOCENCIA ANIMAL

El alma del footballer

Amir Hamed

1. Deporte.

Cómo escribir sobre deporte. Es decir, ¿cómo escribir seriamente sobre deporte? Los ingleses y los alemanes, desde el siglo XIX, lo fueron imponiendo unos, haciéndolo parte de la educación del ciudadano, del bildung, exportándolo los otros a las colonias, hasta que se fue convirtiendo, y se ha convertido, en una de las mayores industrias planetarias. Si bien sus disciplinas, ciertamente, cuentan miles de millones de adeptos, curiosamente, sigue sin contar el deporte con una literatura, es decir, una literatura digna, ajena al folletín, el panfleto o la propaganda, que logre asimilarlo, metabolizarlo, digerirlo. Cierto, algunos podrían decir que el deporte y la literatura de Occidente han nacido juntos, ya que bastaría recordar los juegos fúnebres en honor de Patroclo, en los que Homero pone piedra de toque para las olimpíadas. También habría que citar, a Píndaro y sus odas, que cantarán, algo más tarde, hinchadas, retumbantes, algo cansinas, a través de una musa olimpista, “Si celebrar la victoria es tu intento/ a la lid olímpica lleva tu lira”, avisa Píndaro, quien acto seguido, pasa a amontonar equivalencias entre el brillo del sol y los vencedores. Sin embargo, salvo excepciones, este desplazamiento de la gloria bélica por la deportiva ha tenido, a lo largo de los últimos dos milenios y medio, escasos cultores dignos. A fin de cuentas, ya los mismos griegos sabían que la victoria, en rigor, acarrea un estribillo de mal gusto, y salvo el oportunismo pindárico, poco hay de digno en celebrar al victorioso. La gloria de Aquiles, sin ir más lejos, es la de no haber podido tomar Ilión, emprendimiento subrepticio comandado por Odiseo, un tramposo condenado a ser Nadie y a perder, para siempre, el hogar.

Interruptor, como se sabe, se ha manifestado espontáneo y monolítico (ver aquí, aquí, y aquí) por la grandeza de la derrota, que es una derrota no deportiva (es decir, traslación de la guerra) sino eminentemente bélica. Un sol que ciega cenital solo ciega, pero revela sus matices al ocaso; Edipo se vuelve interesante cuando, pasada la primera fanfarria tras vencer a la Esfinge, su soberbia de sabihondo curalotodo lo hace aprender que, en rigor, él era la peste, el parricida, el incestuoso, el hermano de sus hijos y, porque ahora puede ver, se arranca los ojos. Qué decir, entonces, del deportista que, en buena medida, queda para siempre sacrificado en el tris de la gloria, aunque condenado a no poder morir como Aquiles por ella, a recordarla él mismo como a un metal oxidado, a irse divorciando, paulatina, incansable, inexorablemente de ella, venido organismo lento y decadente, una reliquia a la que es casi imposible seguir asignándole la gloria del vencedor que alguna vez fuera. Se trata, por decirlo así, de un relato adolescente, condenado a fracasar una vez que su versión cómica o feérica, la victoria, deba ceder paso al continuo de la vida, del ocaso, del olvido.  

Ahora bien, si vivimos en un mundo marcado por el ideologema vencedor/derrotado que Estados Unidos ha exportado al planeta, esto, en rigor, no es sino un tristísimo souvenir del capitalismo, que nos hace entender que todo es competencia y que todo aquel que ande cerca de nosotros es un adversario del que conviene deshacerse a codazos. No hay gloria; apenas interés, y este el interés de una sociedad enconadamente puberal que, como la estadounidense, en caso de nunca salir de su folletín darwiniano (en que el imperativo deportivo del éxito se tramita en celebridades empresariales y, por sobre todo de showbiz) corre riego de precipitarse a su sima de trivialidad. Es precisamente Hollywood una cornucopia de filmes mediocres sobre deporte, casi todos cantando pindáricos victorias insostenibles, a menudo de colegiales.

Más aún, se puede entender que la inflación deportiva actual ha superado el imperativo de la victoria y su concomitante rechazo a la derrota, emplazando en su lugar uno nuevo: la revancha. Este partido (de béisbol o de básquetbol, de hockey o de fútbol) tendrá inmediatamente revancha (esto es el régimen en el básquetbol, de play off), y este torneo que recién termina ya está abriendo camino para uno nuevo. Más que deporte, parece una interminable kermesse en la que, fatalmente, a todos les tocará el turno de ganar, siempre que sigan compitiendo (o conectados a la competencia). ¿Habrá, en algún momento, una gran literatura de las revanchas? Hasta ahora lo que había era la revancha en su variante  mediterránea, sea la tragedia griega a la Esquilo, sea su modalidad siciliana, la vendetta, enaltecida en los Padrinos de Francis Ford Coppola, cima de ese arte, más conjetural que séptimo, el cine. Tal vez haya que rebuscar en literatura de tómbola y piñatas, si es que la hay, para encontrar discurso que acomode a esta modalidad del deporte. 

2. Pelotas.

Ahora bien, una cosa es el deporte, y otra el juego, y en el deporte, para que haya juego, hace falta una pelota. Un decatlonista, una boxeadora, un lanzador de jabalina, un equipo de posta con relevos, un taekwondista, un equipo de nado sincronizado compiten, pero no juegan. La pelota, heráldica de lo deseado, reconvierte la competencia en ludo, pero sobre todo, recupera la dimensión estrictamente animal del juego, que también es la dimensión sacrificial del juego. No es lo mismo una pelota de cuero, difícil de transportar, pesada, fatalmente grávida, como la que pateaban en Europa en la Edad Media, que esa otra de caucho con la que, por miles de años, se jugó (y ahora se vuelve a jugar) en América. Esa pelota no solo es una suerte de hegeliano objeto del deseo que se empuja o escamotea; porque rebota, porque salta y casi vuela, es un momentáneo conector entre mundos, o entre cielos, o estadios del cielo (entre los mayos, el infierno es el primer cielo).



De este juego sacrificial y cosmogónico da cuenta el Popol Vuh, maravilloso compendio de mitos quiché tamizados por la Iglesia. Sabe el juego que nadie, ni el vencedor ni el vencido, es capaz de sobrevivirlo, porque en el juego mismo está el sacrificio, el servicio a los soles exigentes. Los hermanos pelotaris del Popol Vuh, Ixbalanqué y Hunapú, se sacrifican, y los señores de Xibalbá, sus oponentes, también se sacrifican, del mismo modo que, según la ocasión, y según se entiende, en algunos casos no eran los vencidos los inmolados, sino los vencedores.

¿Debería extrañar? Probablemente no. En el rebotón juego somos una fisiología que se acomoda a los ángulos, efectos, antojos de la pelota. Hegelianamente, un sentimiento animal que es aquello mismo que en ese momento está deseando, es decir, somos la pelota. Como la foca la sostiene en el hocico lo es, como el gato que salta hacia ella lo es, como el perro que la muerde o el elefante que la prensa con la trompa lo son, es que somos la pelota. César Vallejo, como ninguno, pudo decirlo en la prosa de Contra el secreto profesional y en los versos de sus Poemas póstumos: al tenista, en el momento en que “lanza magistralmente su bala/, le posee una inocencia totalmente animal”. Esto, por supuesto, vale para cualquier pelotari, sea un basquetbolista, un rugbier, una futbolista o handballer, y también cualquiera de esos malabaristas del pie que dedican sus horas a dominar la antojadiza cosa esférica. 

Pero también, en el rebote de pelota, comparece la unción cosmogónica, que asimismo percibe Vallejo cuando compara al tenista con el filósofo que “sorprende una nueva verdad” y deviene entonces “una bestia completa”. Porque la pelota nos devuelve a la bestia antropogénica y antropófora que somos es que podemos llegar a saber algo, y he ahí, y tal vez no más allá, todo lo que el lenguaje pueda decir, de veras, sobre el juego de pelota. En ese juego se advierte nuestro devenir animal, y tal vez la pasión que despierta el fútbol esté en su lección mayúscula. La pelota no es algo para guardar sino para despedir, para alejar de nosotros, para convertirnos alternativamente en la bestia que juega (hegeliano sentimiento de sí) y la que piensa (hegeliana conciencia de sí). Ni siquiera el golero puede retenerla, más que por un tris. Es preciso despedirla con el pie, como los pelotaris mesoamericanos la despedían con piernas y cadera (el sentimiento religioso, dice el poema de Vallejo, citando a Anatole France, es función de un órgano del cuerpo humano; ¿será la pelota ese órgano?). La pelota, para decirlo de otro modo, nos hace y nos deshace. Tal vez por eso sea tan difícil escribir (bien) sobre deporte y más aún sobre fútbol: porque sabemos jugarlo y entenderlo, sobre todo, cuando dejamos de ser hombres y mujeres. Una vez ingresados al campo de juego, el logos se desvanece y todo lo que sabíamos de anatomía, fisiología o de hombredad (para usar un término de Vallejo) debe quedar atrás, porque esa recién adquirida inocencia nos obliga a nuevas verdades, como el dicho que manejaban, en días de Ghiggia, Gambetta y Schiaffino, y también en décadas subsiguientes, ciertos footballers uruguayos convencidos de que, “de la tetilla para abajo, es todo canilla”.

En este punto, casi todo lo que sabemos se ha desvanecido, empezando por el dualismo cartesiano (como bien advierte Vallejo). Así, cuando se dice, por ejemplo, que un jugador o un equipo dejó el alma en la cancha no se dice sino tautología: al entrar a la cancha ya se ha dejado el alma atrás. Cuanto menos alma, y menos literatura, más juego, o más fútbol, como advertían en su sketch los Monthy Pyton. Es que, si hay alma en juego, se trata de un alma otra, estrictamente animal, sentimiento de sí refractario al logos. Algo de eso, se vislumbra, quería decir aquel alguna vez mediocre jugador -en los días de Gambetta y Schiaffino-, Dalton Rosas Riolfo, quien estiró como periodista deportivo su pasión pelotari. Por medio siglo, y en su audición del mediodía, repetía Dalton incansable que “la rodilla es el alma del futbolista”. 

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