H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


/ / / / / /

          ¿ESTARÀ TODO PERDIDO?

Brevísima elegía por el fútbol y su primer metrosexual

Amir Hamed

Los pronósticos han sido
contundentes. La prensa internacional, y en particular la chilena, ha declarado que será “la gran decepción”. Hablan, claro está,  del Torneo FIFA Copa América que se disputa, como decía la canción, “más allá de los Andes”, y del desempeño en ella de Uruguay. Y en rigor, llega herido, quién no lo sabe: en Montevideo, uno de esos técnicos a los que convocan por su habilidad para decir en los medios cosas que impresionan por lo sonoras pero que nadie entiende bien de qué traten, el Tola Antúnez, ha declarado que, sin  lugar a dudas, Uruguay ha perdido mucha energía (y lo dice con un énfasis críptico, en que la ge suena oblonga, comiéndose las vocales que la suceden) con el alejamiento del capitán, Diego Lugano, del ex goleador Diego Forlán, e incluso de Diego Pérez, de inolvidable desempeño en cierto spot de Paso de los Toros, en donde era el icono semoviente del imperativo de “cortar con tanta dulzura”.

Antúnez habla como la sibila y los periodistas, en primera instancia, son incapaces de seguirlo. ¿Cómo entender  que haya pérdida con Forlán y Lugano, de juego mómico en el último mundial, o con el Ruso Pérez, que sólo asistió para calentar bancos? La primera explicación, invariable, es esotérica: son, como se dice en la jerga, importantes para el vestuario, siendo que el fútbol, según quienes lo han jugado  o dirigido profesionalmente, menos que en las canchas se haría entre pomadas, masajes, casilleros, toallazos y desodorantes. Les llama la atención a los periodistas, de todos modos, que no se hable, por ejemplo, del defensa de la Juventus, Martín Cáceres, quien en el Estadio Olímpico de Berlín fue a recibir en impecable traje de lesionado, hace apenas días, su medalla como vicecampeón de la Champions League. Ahí repara Antúnez en que había cometido un olvido imperdonable y dice y sí, además el Pelado Cáceres, siendo que si en alguien se desangra la pérdida es en éste, porque ahí está la clave del pronóstico. Uruguay no puede ser sino la decepción de la copa porque no tiene posibilidad de suplir, de buenas a primeras, lo que ha perdido: un suculento racimo de metrosexuales.

Ciertamente, Uruguay, el primer gran fútbol del mundo, junto con el argentino, tardó mucho en desayunarse de que el juego, que lo había tenido como su primer cultor extraordinario, había mudado las costumbres. Ya no era esa coartada homoerótica para que los varones, en los boliches y en las gradas, incluso en los estudios de radio, pudieran despacharse, con aires doctorales, casi ergonómicos, sobre la anatomía de otros hombres. La televisión lo había reconvertido en otra cosa. Allá por los 1990, por ejemplo, algún periodista uruguayo podía burlarse de que un notable jugador del calcio entrara a las canchas italianas luciendo caravana, mientras el por entonces técnico de la selección, otrora gran footballer, petiso panzón y reo, Luis Cubilla, todavía explicaba que un back derecho tenía que ser “feo”, justificando así su no inclusión de un zaguero muy ducho con la pelota, ágil y rubio. La “era Tabárez”, el técnico de la selección que viene ejerciendo de forma ininterrumpida desde 2005, ha modernizado la práctica: el modelo de jugador seleccionable ha pasado a ser uno mucho más articulado, preferentemente con algunos años de educación, extraído en muchos casos de la clase media, no dispuesto a comerse demasiadas eses cuando habla; por eso, ha insistido, e insiste en las selecciones juveniles, que los futbolistas deben estudiar, además de jugar, y lo cierto es que desde hace ya buen tiempo, los futbolistas uruguayos, que antes eran instruidos en italiano por sus managers, hace ya buen tiempo ascienden a primera división con modales menos marginales, al menos para las cámaras.

De todas formas, los de élite deberán rebirretarse en Europa, donde se los obliga a desprenderse, al menos en la superficie, de todo lo reo que pudieran traer consigo. Es que en las grandes ligas europeas queda el sudaca concienciado, por si lo había olvidado, de que el footballer, antes que nada, es un artefacto espectacular y, desde David Beckham (aquel balompedista relativo adorado por las mujeres), es un dandi, un modelo que, de forma cada vez más frecuente, marida modelos, alguien que, según amonedó a partir de de Beckham y ya hace dos décadas el periodista Max Simpson, es un metrosexual. Para Simpson, el metrosexual es alguien que ha incorporado elementos de la cultura gay, como el cuidado meticuloso de la apariencia, comenzando por el cuerpo; de más está decir que los deportistas de élite deben, para mantenerse, y contrario a los de otrora que no cuidaban su físico, someterse a durísimas sesiones de cuidado personal, reforzado por maquinarias que los contornean, les cincelan los abdominales y les van saturando con delicadeza pectorales y bíceps hasta dejarlos hechos una masa durísima, como tallada en piedra, pero toda de carne.

Pero la carne no es todo: haciendo acopio de estilistas y cremas, incluso de cirujanos y de gadgets, los futbolistas de las grandes ligas se han convertido en unas atléticas carnes esculpidas y en rostros suaves. Son moles ansiosas que se embisten en el césped, pero moles a las que  la cancha se les ha vuelto pasarela en las que se deslizan no sólo a gran velocidad sino también en las lentísimas cámaras de alta definición que, con detalle casi criminal, los exhiben en replay. Allí se puede ver al Pelado Cáceres, por ejemplo, arrojándose vertiginoso, los pantalones caídos,  los tapones hacia adelante, resbalando por lo verde, dejando ver no sólo su cintura y algo de glúteo sino, además, la marca de su tanga. Cada una de sus partes está en venta para el patrocinante y ofertada a los ojos. Casi homéricos, en el entrevero magno del juego el zoom abre para cada uno de ellos algún momento microscópico, que los luzca rotundos y deseables. Cada vez que, por ejemplo, Christiano Ronaldo arremete contra el balón está menos preocupado en el golpe que en esa exacta coreografía de chulo que hace con éste y que millones de pupilas deseantes, gran parte de ellas femeninas, está admirando.

Aquella guerra que pueda ser cantada, lo sabía Homero y lo entendió muy bien en su Troilo y Crésida don William Shakesepeare, debe ser espectacular. Para cada héroe habrá un tris de gloria, y entre la gloria están aquellas mujeres que, desde las naves cóncavas o las torres de la ciudad, los sorben con la mirada.

El fútbol, que es ese desplazamiento de la guerra hecho juego, ha ampliado su público, haciéndose multigénero: una escuadra que se precie debe presentar una buena ración de churros, de bestiunes cuya sola presencia suscita en el público una pasión botinera. Pero, si el futbolista nace, el metrosexual se hace, se esculpe con paciencia, se diseña con morosidad: para llegar a astro metro se necesitan más años que para dominar una pelota, y por buenos o promisorios que sean los futbolistas que Uruguay pueda presentar en esta justa que ahora se abre, nadie ignora que, por vejez o por lesión, la celeste ha perdido considerable sex appeal. 

Se ha dicho por un tiempo que si hubo guerra futbolística, en rigor, durante un par de décadas fue entre los futbolistas, a los que representaba ese Diego Armando Maradona al que el frenesí farandulero y la droga retiraron justo cuando llegaba el metrosexual, y los que aquí se llamó gordos globales, los señores de la FIFA. Maradona, claro está, es emblema del reo de otrora, del indisciplinable, del mero jugador de fútbol al que la corrección política del Mundo FIFA-Cocacola insiste en disciplinar a toda costa. Los metrosexuales, agréguese, son la contraparte apolínea del impresentable gordo global, del dirigente que, verdinoso, combo y provecto, circula en los palcos vip celebrando con etiqueta negra sus estupros en derechos de imagen. El footballer metrosexual, está claro, se amolda a la perfección a este modelo de fútbol más bien nimio, concienzudamente citadino. El fútbol, como decía Vicente Verdú, en su césped exhibe el residuo de una cultura agraria sitiada por el cemento de las ciudades, así que alguna vez se pudo entender allí, en la verde grama, el residuo díscolo y animal, dionisíaco del juego. Lo dionisíaco, se entiende, se mudó a la pantalla y a las gradas, en la misma medida en que al césped, cada vez más, lo mismo que al juego, se lo exige sintético, neutro, inempozable. Pero el metrosexual, por otra parte, no aniquila la posibilidad del juego, y así la delantera más costosa del mundo, el tridente conformado por Luis Suárez, Leo Messi y Neymar Jr, rabiosamente sudaca, es muy difícil de metrosexualizar, porque se trata de jugadores no muy hermoseables, lo mismo que el sostén que ése que los apuntala hacia el ataque, el extraordinario Cerebro Iniesta, tal vez el jugador con menos sex appeal jamás conocido.

 El Barcelona los presenta y con ellos cuatro gana la Champions League, como aprovechando que los gordos globales están de duelo, huyéndole a la justicia internacional que, vaya ocurrencia, ha venido a perseguirlos. Y claro que el  Barcelona, para compensar metrosexualidad tan exigua, cuenta como garante a la mejor de las botineras, Shakira, casada con el mediocampista Gerard Piqué. En ella, con ella, el Barça demuestra que, a pesar de la desprolijidad de presentar jugadores meramente extraordinarios, alejados del modelo hiperrealista de corrección deportiva que por estos días exige la FIFA, cumple con el mínimo requerible de sex appeal. Recién ahora podemos darnos cuenta de que los pronósticos tienen todo para acertar, porque, además de haber perdido a buena parte de sus avezados metrosexuales, Uruguay ha perdido, para esta copa, también a Luis Suárez, su cuota de genio indócil y antiapolíneo.

¿Estará todo perdido? De antemano, parece muy difícil evitar la decepción en esta competencia, pero por las dudas habría que recordar que Uruguay, entre tanta cosa que inventó para el fútbol, también inventó esto otro. Era salteño, como Suárez, y saltó a la fama en las olimpíadas de 1924, aquellas en las que empezó el fútbol, porque los sudamericanos se lo enseñaron a los europeos. Fascinó a las parisinas por su andar de pantera, entre ellas a Colette y a la asombrosa Josephine Baker, con quien bailó tango en algún cabaret. Se llamaba José Leandro Andrade y, como a la Baker, lo llamaron la Perla Negra: volvió de París sifilítico y campeón olímpico, título que volvió a conquistar en Amsterdam cuatro años más tarde, donde se dio contra un poste y quedó, según dicen, con la vista herida, pese a lo cual llegó a ganar, ya más vacilante pero todavía mañoso, el campeonato del mundo en 1930. Para los uruguayos, adictos desde siempre al mero crack, quienes coreaban la habilidad y destreza con la pelota de Hector Scarone, los pelotazos de Perucho Petrone o la voz de mando del Mariscal Nassazzi, Andrade nunca fue su mejor jugador, pero los europeos, que ya estaban en busca del metrosexual, en él encontraron el primero. Hans Ulrich Gumbrecht, ahora, dice que fue Andrade el mayor responsable, en el primer tercio del siglo XX, de ubicar al fútbol en el mapa de los deportes internacionales. Habría sido, entiende, la primera estrella. Habría sido, cabe agregar, el primer metrosexual del fútbol, si bien, como por entonces nadie se hacía millonario en pantalones cortos, habría de morir, menesteroso, alcohólico y casi ciego, en 1957, a los 56 años de edad.  

Vaya a saberse si hay, entre eso llamado recambio, o crack o metrosexual encriptado, o alguna otra variante del footballer que aliente expectativas para la celeste uruguaya en Chile. Más allá de lo que suceda allí, de todos modos, cabría esperar que cuando termine la limpieza en curso de la FIFA, el fútbol empiece a parecerse, un poco más, al fútbol.
 

© 2015 H enciclopedia - www.henciclopedia.org.uy

Google


web

H enciclopedia