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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          IMPRODUCTIVIDAD Y TRABAJO

¿Se puede regresar al estudio?

Amir Hamed

Un ritual de cortejo rioplatense ¡ay, tiempos! ¡ay, costumbres!— abría las conversaciones de la pareja ya abrazada en el baile con la pregunta ¿trabajás o estudiás? Por entonces, una selección natural familiar, cuando no social, solía marcar el rumbo de los que ya habían arrancado para las ocho horas, abandonando secundaria, y los que se confiaban a los rigores de las aulas para, en un futuro, acceder a un título de nivel terciario. Aquellas sociedades apelmazadas de inmigrantes, todavía crédulas en el progreso y en el ascenso social en base a esfuerzo, establecían, en aquella disyuntiva, sus términos de inclusión. No es que el siglo XXI, tempranamente nihilista, la haya abandonado, sino que se ha resignado reconstruir la disyunción, ayer exclusiva, en una inclusiva. Por ejemplo, en todo el mundo, y en América Latina en particular, se acumulan por millones los “ni-nis”, adolescentes y jóvenes que ni trabajan ni estudian, término adaptado del inglés NEET (not in education, employment or training). Se resignan, según los sociólogos que los encuestan y diagnostican, a que, hagan lo que hagan, trabajen o estudien, estarán en una situación inferior a la de sus padres, en un mundo marcado por el infraempleo y el escaso respeto a la formación educativa.

Ciertamente, esto forma parte del desbarajuste de los sistemas educativos del capitalismo, que instruyen para un mercado mercurial que achatarra disciplinas y, de cualquier saber, anteayer venerable, hace instantáneo trasto. Pero resulta llamativo para los que los estudian que aquellos que no quieren estudiar tampoco quieran agachar un poco el lomo para agarrar unos pesos rápido. La primera respuesta es que si de algo habla un ni-ni es del no future que ya va para cuarenta años punkeaban los Sex Pistols, y que debe seguir entendiéndose como que el mundo no es capaz de interpelarlos.

La segunda respuesta a barajar es que el mundo no los interpela porque tanto el trabajo como el estudio han perdido su valor, en un mercado de satisfacción instantánea de los apetitos. No habría tiempo ni energía para desear (el deseo se tramitaba por el estudio y el trabajo), algo que lleva, por ejemplo, a Sandino Núñez, a pensar que hace tiempo se finiquitó lo social). Pero esto no debe hacer olvidar que ambos términos, trabajo y estudio, ya habían sido largamente devaluados, en tanto moneda deseante, por la urgencia de productividad. El punk de ayer y el ni-ni de hoy barruntan que no estudiarán ni trabajarán para ellos sino para algún lóbrego imperativo fordista que, para empezar, le ha quitado al estudio su carácter de tal, transformándolo en un exhibicionismo fabril. Estudio, si estudio, para la máquina que requerirá mis saberes. Es decir que el estudio hace tiempo que es sinónimo de trabajo, y no del aplicarse la mente a la adquisición de conocimiento, aquella concepción del estudio que creció con el siglo XII, pareja al surgimiento de las universidades.

Más, incluso en los templos del “saber por el saber”, las Humanidades, como quiso definirlas para Uruguay Carlos Vaz Ferreira, el estudio ha desaparecido hace tiempo. Los estudiantes de Humanidades de grado o posgrado, en cualquier facultad de las distintas Américas, hace tiempo han dejado de estudiar y lo que hacen es “trabajar” temas, algo impensable en la primera mitad del siglo XX, en la cual los scholars, todavía, estudiaban. Así, Ernst Robert Curtius estudiaba la latinidad clásica y medieval, Oswald Spengler el declive de occidente o Arnold Toynbee la evolución de las civilizaciones, lo mismo que en nuestra lengua hacían Dámaso o Amado Alonso con los metros medievales, la poesía de Neruda, etc.. Pero hoy, siguiendo patrones de la academia estadounidense, los académicos trabajan tardovanguardia, mundonovismo, Caribe, etc..

Del autor a la teoría

Por supuesto, no hay sinonimia ninguna entre trabajar y estudiar. Tanto que resulta obsceno trabajar autores como Shakespeare, Dante o Hegel, algo que recuerda al chulo que trabaja una esquina, cuando en realidad la labor es realizada por la puta alguna vez sacerdotisa de Afrodita, hoy trabajadora sexual. Si uno estudia, de alguna forma reverencia; si uno trabaja, no hace sino enmarcarse en la misma cadena de producción del trabajado, y en comparación con el autor, da talla de enano. Por ese motivo, los humanistas hoy prefieren trabajar dolce stil nuovo, o idealismo, o teatro isabelino, o modernismo, exotismo, negritud, diáspora, subalternismo, en fin, áreas que en buena medida neutralizan el peso de la autoridad. Dicho de otro modo: los autores no son trabajables; las áreas, nociones y volátiles modas teóricas, sí.

De todas formas, no se vaya a creer que hay azar en la desaparición del estudio. Varias coartadas, todas atendibles, comparecieron para aniquilarlo. Se pueden rastrear instancias institucionales y teóricas, que no dejan de ser coincidentes. Así, la academia de Estados Unidos, a partir de las primeras décadas del siglo XX, volcó las Humanidades a la publicación, por lo cual a partir de los 1930 ya impuso el lema publish or perish (publique o kaput) que marcó de ahí en más a sus humanistas, entrampados en una carrera por la publicación, sobre todo de papers.



Por otra parte, debe entenderse que la denuncia que por la época hacía Walter Benjamin, de la pérdida del aura de la obra de arte en la edad de la reproducción, una pérdida que debía ser compensada por un esfuerzo de interpretación, es decir, de reasignación de sentido, tiene más que ver con esta noción de trabajo que con la de estudio, ya que aparta a la obra del autor y pone el peso en la lectura, es decir, en la lectura como trabajo de re-significación. Esto quedaría laudado en la irrupción, en los 1940, de la “falacia intencional” de Beardsley y Wimsatt. En términos estrictos: mientras el autor sea, como pedía Platón en el Fedro, el “padre” de su obra, seguiré condenado al estudio; pero en una edad post-romántica, ya incorporado el lema de Wordsworth de que el niño es el padre del hombre, yo puedo moverme dentro del nivel de la textualidad (ya no de la filología y la intencionalidad), es decir en el ámbito de la teoría y del trabajo.

Claro que estas coartadas teóricas e institucionales no deben hacernos olvidar el argumento de clase. El Intelectual, aquella figura que coronaba la Fenomenología del Espíritu de Hegel como una nueva clase capaz de reconciliar al Amo y al Esclavo, pasó con Lamartine, por un segundo, a estar a la cabeza de la revolución, y de Marx a Lenin a formar, nada menos, que el partido de vanguardia tras el cual debía jadear el proletariado. Pero el que no estuviera a la vanguardia del proletariado era confundible con un burgués retardatario, ombliguista, torremarfilista, etc.. La capacidad del marxismo de erigirse en superyó del intelecto no ha sido debidamente calibrada, ya que tuvo la virtud de funcionar como deber ser, no importa cuán sólidamente amparado en verdades, por lo cual los humanistas se asumieron movidos por el interés, y ya no se resignaban a la dicción de Tácito, que se decía escritor sine ira et studio (sin odio ni parcialidad). Por todas partes, y sin descuidar el Río de la Plata, los intelectuales pasaron a manifestarse trabajadores de la cultura, que militaban bajo el ala de las distintas izquierdas, e incluso aquellos refugiados en las universidades encontraron la forma de producir lectura, de volcar el valor de uso al valor trabajo, como diría Roland Barthes en S/Z, y es por eso que, para no generar malentendidos en el gran baile de la vida, los académicos prefieren contestar que trabajan (que producen) a asumirse unos púlpito-céntricos, onanistas, solipsistas o vaya a saberse qué, a los que le sobra tiempo para andar leyendo cositas, en vez de dedicarse a la vida seria.

El uso del término trabajo para amonestar lo que antes fuera imparcialidad y estudio, ya estaba impuesto en la academia estadounidense para la década de 1980, en la que explotaban los Departamentos de Teoría. Curiosamente, desde entonces, casi ninguna teoría relevante ha producido esa academia, y sacando libros puntuales, como Gender Trouble, de Judith Butler, el pensamiento en las Humanidades parece haber avanzado poco y cero. Últimamente empiezan a leerse cuestionamientos sobre cómo la modalidad estadounidense, esclava del paper cientificista, tiraniza y frustra los saberes en otras regiones, por ejemplo, en el hispanismo. Si a esto sumamos el yermo al que nos está empujando el imperativo del trabajo académico, cabría preguntarse si será tan trasnochada idea buscarle alguna vía de regreso, entre los estudiosos, al estudio. 

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