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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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         ARTE O TÉCNICA

Tan tarde como hoy

Amir Hamed

El epígono es aquel que llega tarde. Todo ha sido creado y lo que le queda es repetir modelos cada día más gastados. Es curioso que en estos tiempos, donde la palabra que campea es “innovación”, todo a lo que asistimos, en las artes y el pensamiento, resulte epigonal.

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Cabría observar lo siguiente. En términos estrictos, el epígono, menos que artista, es un técnico. Como se sabe, la palabra griega tejné no distingue entre arte y técnica. Es su traducción latina, ars-artis, las que nos ha dado el término arte. Sin embargo, por más imbricados que estén ambos, se puede distinguir entre ambos: difícilmente el artista pueda llegar a algo si carece de técnica; pero seguramente el mero técnico, que es el repetidor de una práctica, está a años luz del arte. ¿Cuál es la distinción final? El artista tiene algo para decir, que lo hace único, que lo hace negar los modelos precedentes. El técnico craso nada tiene para decir. El artista, por decirlo así, es un original: en él está el principio de la obra. El técnico se resigna a ser el último de una cadena de diseño y ensamblaje: un epígono.

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En pocas disciplinas se puede observar mejor que en la industria de las películas cómo la técnica, en estos tiempos, se ha comido al arte. Hollywood acumula efectos especiales que obsolescen sus producciones a la velocidad del sonido. Ya no importan los guiones, ni la fotografía, siquiera la actuación. Una película, hoy, viene a ser una magna guerra de pixeles. En algún lado he escrito que el cine se terminó con las escuelas de cine. Antes, cuando era un territorio inexplorado al cual los cineastas traían sus saberes (de la ópera, del teatro, de la fotografía, de la música, del comic, etc.) era cine, campo fértil para la creatividad; en otra parte también dejé constancia de que, más que nada, Hollywood solo puede dar cuenta de cómo se destruyen cosas en persecuciones alocadas y en farsas de Armagedón. Decía William Blake que crear una flor era labor de eras; Homero, en medio del horror de la guerra, expandía imágenes de tiempos de paz, incluso en las armas alababa la paciencia del orfebre, precisamente el flanco artístico de la tejné. La técnica sola parece estar ahí nada más que para hablarnos de la destrucción.

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En una entrevista, Werner Herzog contaba que, cuando les preguntaba a sus estudiantes de Stanford qué cosa era la verdad, le respondían, para su horror, “los hechos”. No, respondía Herzog, cuando uno alcanza una verdad alcanza una cosa incandescente. Tiene razón: en este mundo miserablemente sociologizado, mistificado por las estadísticas, no hay arte, porque no hay arte sin verdad y sin trascendencia.  Hay, sí, técnicas. La lamentable tendencia de la industria editorial en exigir géneros, a través de los cuales codificar la producción literaria, está convirtiendo la literatura en su propio subgénero. Y cuando no hay técnicas, hay pamplina, como el arte conceptual que está ahí para decir ni siquiera soy capaz de crear una obra que se parezca, mínimamente, a una obra.

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Hay de todas formas, un dato incluso más alarmante: en algunos casos, como en el de la filmación, ya ni siquiera hay técnica. Se han olvidado los rudimentos. Quien esto escribe pasa muchas horas frente al televisor encendido pero sin volumen (muchas cosas de la imagen se aprecian mejor sin volumen). Merced al silencio uno puede ver televisión sin mirarla, mientras atiende cosas más importantes. Lo que asombra es la pésima calidad de la fotografía, carente por completo de profundidad. En Sony y Warner, por ejemplo, abundan las series basadas en comics cuyos superhéroes deambulan en un mundo plano al que solo saben dotar de una negrura que en nada logra disimular su falta de profundidad.


Alguna vez, la hondura gótica del superhéroe estaba dada por imágenes de profundidad y contraste. Y cuando no era dable esa profundidad, por guiones escrupulosos en clave de farsa que nos daban, por ejemplo, la antiquísima y todavía disfrutable serie de Adam West. Superhéroes y villanos (actuados por César Romero o por Burguess Meredith) conocían con perfección su papel: conocían su por qué y su lucha. Hoy, cada Batman o Flash, cada Flecha Verde se mueve desconociendo a cabalidad por qué combate. Un documento inmejorable de esto es la reciente Batman vs Superman. Dawn of Justice. El Armagedón inminente, asqueante en sus efectos de computadora, se vuelve francamente deseable ni bien uno advierte cómo discurren los superhéroes, abombados por su naturaleza, sin enterarse en momento alguno de por qué están haciendo lo que hacen (y como es de esperar, el Armagedón no llega).

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Con la música sucede algo del mismo orden. Campeones de la digitación no pueden sino sonar chatos, incapaces de entender lo que están tocando. Todo, incluso los covers del rock más aullado, deviene el más desalmado pop. Esto se registra por doquiera pero se lo puede calibrar, concentrado, en el furor de programas de competencia de canto como The Voice, una suerte de karaoke de alta gama, o en la atroz serie Glee, epítome del neomal, dedicada a arruinar, en cada capítulo, media docena de clásicos. Es en este marco que cabría entender la aparición del impecable Blue and Lonesome, el último disco de los Rolling Stones. Se trata de una compilación de covers de blues, el género que los Stones abrazaron desde un comienzo y del que se volvieron evangelistas (claro que, como eran mucho más artistas que técnicos, por entonces, mientras creían replicar el modelo estaban generando algo nuevo). Estas páginas publicaron, ya hace buen tiempo, una espléndida columna de Gustavo Espinosa explicando que las leyendas del rock se convertían, por defecto, en músicos de blues, en ejecutantes de un saber. Se dijera que los Stones, que siempre fueron bluesmen y cuya creatividad anda extraviada hace ya buen tiempo, pueden todavía defender la técnica, seguir mostrando a generaciones que la han perdido cómo es que se hace el blues; dónde está el origen de eso que fuera una edad, el rocanrol. En fin, que la única razón por la cual unos septuagenarios forrados de millones insistan en tocar y grabar y convertirse en epígonos de sí mismos es combatir el olvido, para rescatar el tiempo a sabiendas de que es tarde.

Muy tarde. 

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