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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          NACIMIENTO Y MUERTE DEL ROCK AND ROLL

Estrellas desvencijadas

Gustavo Espinosa

Si curioseamos la historia del blues a
partir
digamos de los años 1940, encontramos que, de vez en cuando, aparece en ese relato algún artista o alguna canción, señalados como el comienzo puntual del rock and roll. Las variantes que cualquier aficionado conoce señalan a algunos pioneros negros, Little Richard o Chuck Berry, como precursores de los próceres blancos  (Gene Vincent, Carl Perkins o el mismo Presley). Versiones algo más pretenciosas o precisas de la historia sostienen que la canción Rocket 88 de Ike Turner, grabada en 1951 fue el comienzo de todo; mientras que otros filólogos, que tienen en cuenta ciertos rasgos que más adelante iban a determinar la idiosincrasia del género, señalan, por ejemplo, al armonicista Walter Jacobs (Little Walter) como el primero en utilizar la distorsión del sonido por medios eléctricos y darle a aquel efecto una función estética. La excelente canción de Turner, más allá de sus características meramente musicales (es una especie de boogie, o sea un blues muy rápido, no muy diferente a otros de la época, y bien similar a su contemporánea Caldonia de Louis Jordan), tiene un prontuario entreverado, que incluye pleitos sórdidos por autoría y royalties, y una banda apócrifa inventada por un saxofonista (Jackie Brenston and his Delta Cats), que terminó registrando el tema a su nombre y aboliendo a Ike de la historia, al menos hasta que llegaron los revisionistas. Eso, y la letra, que celebra, jactanciosa, la posesión de un modelo de auto lujoso, explica que unos cuantos hayan designado a la canción como el mismísimo arjé del rock and roll. Little Walter es también un digno protorockero: abusó, con gestos de lumpen ostentoso y violento, de un fugaz estrellato al que lo llevó el sello Chess (factótum del blues de Chicago) hasta morir joven y asesinado.

Hay otras canciones y otros músicos que alguna vez han sido propuestos como detonadores del big bang rockero. Todos ellos dialogan y se confunden en una narrativa que (a pesar de referir acontecimientos recientes) muestra más la confusión y las contradicciones de una tradición fabulosa que el rigor de una historia.

Esto es curioso, ya que manifiesta cierta incapacidad de la industria del entretenimiento (y más específicamente del rock) para realizar una de sus operaciones preferidas: instituir, rankings, cronologías y categorizaciones de toda índole. Es posible que esta dificultad se deba a que hay quienes emprenden este viaje a la semilla esperando encontrarse con una ruptura en las formas musicales, con la emergencia de un ritmo, o al menos, de una lírica novedosa. Y el rock and roll no fue eso. Si pudiéramos suspender por un momento toda consideración relativa al hardware tecnológico (modos de grabación y amplificación, etc.) encontraríamos las mismas cosas en muchos momentos de la tradición musical afronorteamericana anteriores a los años 1950: la misma combinación de acordes, las síncopas, el minimalismo edulcorado u obsceno de los versos que luego replicarían los rockeros, empezando tal vez por Buddy Holly y Little Richard respectivamente. Más adelante en su desarrollo vertiginoso, el género fue incorporando timbres, estructuras, una combinación básica de instrumentos, que en cierta forma legitimó definiciones y periodizaciones, pero siempre resultó escurridiza una determinación del rock según criterios meramente musicales. Recuerdo que en 1975, cuando para muchos ya estaba ocurriendo la decadencia, Daniel Ripoll, director de la revista argentina Pelo manifestaba esta perplejidad: ¿qué era el rock en aquel año? ¿el back to roots que ensayaba John Lennon en su disco Rock and roll, el music hall bizarro de Alice Cooper o la ampulosidad operática de Selling England by a pound de Génesis.

Más que una modalidad musical, más que una banda de sonido transnacionalizada, el rock es hoy y fue siempre el buque insignia de una maniobra de la industria cultural y otros mecanismos civilizatorios que inventaron la adolescencia perpetua. El blues ya había puesto en escena la insatisfacción gruñida o balbuceada, el hedonismo desesperado, la celebración de las drogas, la muerte súbita de sus héroes a los 27 años (Robert Johnson). Pero se sabe que más allá de todo eso, el tema casi excluyente de esta poética de negros es la evocación elegíaca, la nostalgia por la nena que se fue o se quedó en el pasado. El blues propone el lado fúnebre de la fiesta dionisíaca: tiene ojos en la nuca, lleva inscripta en su alma o en su código genético la incorporación y aún la celebración de la decrepitud. Cuando los jóvenes blancos de clase media redescubrieron a los viejos bluseros (en el llamado blues revival), se diría que se aplaudía más por más auténticos o esenciales a los músicos más arruinados y desdentados: recuérdense los conciertos Sonny Boy Williamson con la banda inglesa The Animals, o al dúo de Sonny Terry y Brownie Mcghee, que durante 40 años concertó ceguera con parálisis, o la muerte de Mississippi Fred McDowell, ocurrida apenas después de haberse podido comprar una estación de servicio con el dinero que había empezado a recibir cuando los Rolling Stones grabaron su canción “You’ve gotta move”.

La vuelta a las raíces

Paralelamente, el rock radicalizaba su apoteosis de la adolescencia incesante según una estética del esplendor. El otro a quien el rock sacaba la lengua, contra quien daba alaridos y reunía multitudes, era el adulto. Así, hasta que alcanzó su triunfo y el espíritu adolescente se expandió por todos los intersticios del mercado. El adulto había sido vencido. Si alguien todavía necesitara algún documento sobre los resultados de este conflicto, bastaría con mirar cualquier registro de un concierto de rock primitivo (verbi gratia, Beatles) y luego otro cualquiera de fecha posterior (de Woodstock en adelante, digamos). Se verá de ese modo que en el primer caso las diferencias entre los cuerpos, las actitudes o la indumentaria del público respecto de los artistas era notoria: el escenario y la platea parecían transcurrir en mundos paralelos, anacrónicos. Poco tiempo después esa brecha ya se había resuelto; todo fue parte de la misma puesta en escena, porque había ocurrido el triunfo del teenager.

En un cuento de Arthur C. Clarke unos ingenieros en computación contratados por  monjes tibetanos logran establecer los nueve mil millones de nombres de Dios. Cuando esa tarea es completada, dicen los religiosos, el universo se ha agotado, ha cumplido con su finalidad: las estrellas comienzan a apagarse de pronto en el firmamento. El rock también ha consumado su telos. Ya no hay un mundo adulto contra el cual interponer una lírica de alaridos. Lo que queda del rock es cosmética, disfraces, diversión: es pop.

Queda también un elenco de ídolos barrigones y/o rugosos en gira perpetua. Algunos (Neil Young, Dylan) parecen tener todavía algo para decirnos, aunque no sea más que un rencor de anciano cascarrabias. Otros  (Roger Waters, McCartney,  Stones) se han convertido como se ha dicho en “bandas-tributo” de sí mismos, y andan por el mundo reconstruyendo arquelógicamente la música que compusieron décadas atrás, en otro mundo. Estas estrellas desvencijadas han vuelto a las raíces: son músicos de blues.

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