Si curioseamos 
		la historia del blues a  
		partir 
		—digamos— 
		de los años 1940, encontramos que, de vez en cuando, aparece en ese 
		relato algún artista o alguna canción, señalados como el comienzo 
		puntual del rock and roll. Las variantes que cualquier aficionado 
		conoce señalan a algunos pioneros negros, Little Richard o Chuck Berry, 
		como precursores de los próceres blancos  (Gene Vincent, Carl Perkins o 
		el mismo 
		Presley). Versiones algo más pretenciosas o precisas de la historia 
		sostienen que la canción 
		“Rocket 88” 
		de Ike Turner, grabada en 1951 fue el comienzo de todo; mientras que 
		otros filólogos, que tienen en cuenta ciertos rasgos que más adelante 
		iban a determinar la idiosincrasia del género, señalan, por ejemplo, al 
		armonicista Walter Jacobs (Little Walter) como el primero en utilizar la 
		distorsión del sonido por medios eléctricos y darle a aquel efecto una 
		función estética. La excelente canción de Turner, más allá de sus 
		características meramente musicales (es una especie de boogie, o sea un 
		blues muy rápido, no muy diferente a otros de la época, y bien similar a 
		su contemporánea 
		“Caldonia” 
		de Louis Jordan), tiene un prontuario entreverado, que incluye pleitos 
		sórdidos por autoría y royalties, y una banda apócrifa inventada 
		por un saxofonista (Jackie Brenston and his Delta Cats), que 
		terminó registrando el tema a su nombre y aboliendo a Ike de la 
		historia, al menos hasta que llegaron los revisionistas. Eso, y la 
		letra, que celebra, jactanciosa, la posesión de un modelo de auto 
		lujoso, explica que unos cuantos hayan designado a la canción como el 
		mismísimo arjé del rock and roll. Little Walter es también un 
		digno protorockero: abusó, con gestos de lumpen ostentoso y violento, de 
		un fugaz estrellato al que lo llevó el sello Chess (factótum del 
		blues de Chicago) hasta morir joven y asesinado. 
		Hay otras canciones y otros músicos que alguna vez 
		han sido propuestos como detonadores del big bang rockero. Todos ellos 
		dialogan y se confunden en una narrativa que (a pesar de referir 
		acontecimientos recientes) muestra más la confusión y las 
		contradicciones de una tradición fabulosa que el rigor de una historia. 
		Esto es curioso, ya que manifiesta 
		cierta incapacidad de la
		
		industria del entretenimiento (y más específicamente del rock) para 
		realizar una de sus operaciones preferidas: instituir, rankings, 
		cronologías y categorizaciones de toda índole. Es posible que esta 
		dificultad se deba a que hay quienes emprenden este viaje a la semilla 
		esperando encontrarse con una ruptura en las formas musicales, con la 
		emergencia de un ritmo, o al menos, de una lírica novedosa. Y el rock and roll no fue eso. Si pudiéramos suspender por un momento toda 
		consideración relativa al hardware tecnológico (modos de 
		grabación y amplificación, etc.) encontraríamos las mismas cosas en 
		muchos momentos de la tradición musical afronorteamericana anteriores a 
		los años 1950: la misma combinación de acordes, las síncopas, el 
		minimalismo edulcorado u obsceno de los versos que luego replicarían los 
		rockeros, empezando tal vez por Buddy Holly y Little Richard 
		respectivamente. Más adelante en su desarrollo vertiginoso, el género 
		fue incorporando timbres, estructuras, una combinación básica de 
		instrumentos, que en cierta forma legitimó definiciones y 
		periodizaciones, pero siempre resultó escurridiza una determinación del 
		rock según criterios meramente musicales. Recuerdo que en 1975, cuando 
		para muchos ya estaba ocurriendo la decadencia, Daniel Ripoll, director 
		de la revista argentina Pelo manifestaba esta perplejidad: ¿qué 
		era el rock en aquel año? ¿el back to roots que ensayaba John 
		Lennon en su disco Rock and roll, el music hall bizarro de 
		Alice Cooper o la ampulosidad operática de Selling England by a pound 
		de Génesis. 
		Más que una modalidad musical, más 
		que una banda de sonido transnacionalizada, el rock es hoy 
		—y fue siempre— 
		el buque insignia de una maniobra de la industria cultural y otros 
		mecanismos civilizatorios que inventaron la adolescencia perpetua. El 
		blues ya había puesto en escena la insatisfacción gruñida o balbuceada, 
		el hedonismo desesperado, la celebración de las drogas, la muerte súbita 
		de sus héroes a los 27 años (Robert Johnson). Pero se sabe que más allá 
		de todo eso, el tema casi excluyente de esta poética de negros es la 
		evocación elegíaca, la nostalgia por la nena que se fue o se quedó en el 
		pasado. El blues propone el lado fúnebre de la fiesta dionisíaca: tiene 
		ojos en la nuca, lleva inscripta en su alma o en su código genético la 
		incorporación y aún la celebración de la decrepitud. Cuando los jóvenes 
		blancos de clase media redescubrieron a los viejos bluseros (en el 
		llamado blues revival), se diría que se aplaudía más 
		—por más auténticos o 
		esenciales— a los 
		músicos más arruinados y desdentados: recuérdense los conciertos Sonny 
		Boy Williamson con la banda inglesa The Animals, o al dúo de 
		Sonny Terry y Brownie Mcghee, que durante 40 años concertó ceguera con 
		parálisis, o la muerte de Mississippi Fred McDowell, ocurrida apenas 
		después de haberse podido comprar una estación de servicio con el dinero 
		que había empezado a recibir cuando los
		Rolling 
		Stones grabaron su canción “You’ve gotta move”.  
         
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		La vuelta a las raíces 
		Paralelamente, el rock radicalizaba 
		su apoteosis de la adolescencia incesante según una 
		estética del esplendor. El otro a quien el rock sacaba la lengua, contra 
		quien daba alaridos y reunía multitudes, era el adulto. Así, hasta que 
		alcanzó su triunfo y el espíritu adolescente se expandió por todos los 
		intersticios del mercado. El adulto había sido vencido. Si alguien 
		todavía necesitara algún documento sobre los resultados de este 
		conflicto, bastaría con mirar cualquier registro de un concierto de rock 
		primitivo (verbi gratia, Beatles) y luego otro cualquiera 
		de fecha posterior (de Woodstock en adelante, digamos). Se verá 
		de ese modo que en el primer caso las diferencias entre los cuerpos, las 
		actitudes o la indumentaria del público respecto de los artistas era 
		notoria: el escenario y la platea parecían transcurrir en mundos 
		paralelos, anacrónicos. Poco tiempo después esa brecha ya se había 
		resuelto; todo fue parte de la misma puesta en escena, porque había 
		ocurrido el triunfo del teenager. 
		En un 
		cuento de Arthur C. Clarke 
		unos ingenieros en computación contratados por  monjes tibetanos logran 
		establecer los nueve mil millones de nombres de Dios. Cuando esa tarea 
		es completada, dicen los religiosos, el universo se ha agotado, ha 
		cumplido con su finalidad: las estrellas comienzan a apagarse de pronto 
		en el firmamento. El rock también ha consumado su telos. Ya no hay un 
		mundo adulto contra el cual interponer una lírica de alaridos. Lo que 
		queda del rock es cosmética, disfraces, diversión: es pop. 
		Queda también un elenco de ídolos 
		barrigones y/o rugosos en gira perpetua. Algunos (Neil Young,
		Dylan) parecen tener 
		todavía algo para decirnos, aunque no sea más que un rencor de anciano 
		cascarrabias. Otros  (Roger Waters, McCartney,  Stones) se han 
		convertido 
		—como se ha dicho— 
		en “bandas-tributo” de sí mismos, y andan por el mundo reconstruyendo 
		arquelógicamente la música que compusieron décadas atrás, en otro mundo. 
		Estas estrellas desvencijadas han vuelto a las raíces: son músicos de 
		blues.  
         
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