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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          PUNTO FINAL A LA PLAGA DE LO PERFECTO

Mercurio en el barro: Tempest, por Bob Dylan

Aldo Mazzucchelli

Un viejo

El nuevo álbum que a los setenta y
un años de edad ha sacado Bob Dylan, Tempest,
[1] arraiga y remite a un hundimiento, un final, y el cantor brama dos versos que, en corto, dicen mucho sobre ese final: “Así es como gasto mis días: yo vine acá a enterrar, no a alabar”. Cantar en el final (no apocalíptico) de una civilización de dos mil años tiene que resultar oficio terminal, negativo y oscuro. Este álbum tiene por eso menos de sutil que de brutal. Empezando por la voz. Si usted toma, digamos, un pedazo, sucio, sin tratamiento, de asfalto de una calle de New York, lo disuelve a alta temperatura, toma el licuado que obtiene, lo mezcla con aun más arena, vidrio y piedras, y lo escupe hasta enfriarlo a una temperatura manejable, tendrá una idea de la materia de la que parece estar hecha la voz de Dylan hoy por hoy. Desde luego, la voz de Dylan nunca fue armoniosa, y su encanto siempre ha estado, en parte, ahí. Cuando la novelista norteamericana J. Carol Oates lo escuchó cantar en 1963, ella debe haber sido la primera que comparó su voz, nada académica, con un papel de lija.

El efecto de esa voz siempre fue dramático, pero ahora los rasgos que le agregaban algo difícil se han convertido en casi todo lo que queda. Así es que hay una forma más simple de definirla ahora, después de cincuenta años de carrera: es, simplemente, la arquetípica voz de un viejo, llena de pólipos y maltrato, quemada y quebradiza, cantando en general en un registro algo más bajo que lo que era corriente en la mayoría de los discos del Dylan joven, y aun del maduro, hasta su álbum Things Have Changed (2000) o aun antes, en el gran Time Out of Mind (1997). Esa voz tenebrosa y que no pide nada porque, desnuda, ya lo tiene todo, da su golpeteo a este álbum, que parece tomar su poder de semejante voz de fractura expuesta.

Queda desde ahí enfrentado a una estética blandita que anda por todas partes, y también en la música, en la que el error y la imperfección solo aparecen si son producidos deliberadamente —hay loops que generan el crricc de un disco de vinilo, hay efectos que sacan de tono ligeramente un instrumento o una voz, hay dispositivos que alteran de manera azarosa la regularidad de un ritmo, etc.. Es el totalitarismo de la eficiencia, que ha secuestrado en su campo incluso la imperfección y el error. Ante eso, la voz y la música de Dylan parecen decir: “vamos a terminar de una vez con esta plaga de lo perfecto”. Semejante voz es la última cosa que llevaría un “I like” en la enorme mayoría de las pantallas de facebook. No solo por la extravagante textura, sino por su insistencia en limitarse; por saber hacer todo lo necesario con acordes que en cada tema son dos, cuatro a lo sumo; por su encerrarse a voluntad en unos pocos ritmos, los que acomoda el viejo repertorio del blues, folk, rockabili y aledaños, con el guiño cansado de un vals aquí y allá; por su apuesta a la palabra buscadora, y por el absoluto desdén, como toda su vida pero acaso acentuado, por el fetiche contemporáneo de la concisión. Como siempre en él, estas también son canciones largas, hiperbólicamente largas para los ocho segundos de lapso atencional focalizado de que es capaz un sujeto promedio hoy en día. Sigue así fiel a lo que él mismo anticipó desde los sesenta y hoy parece nuevo, ese freestyler contemporáneo que ahora es su colega —y que podría ser su nieto.

Oscuridad

La voz, que es aire, forma a su modo parte de la meteorología. Comunica un “estado de la atmósfera” y un “estado del tiempo”, hay voces que dan la señal de quedarse adentro, como las nubes, o como el sol que raja las piedras. No escuchamos meros sonidos, sino sonidos con sentido. Cuando una voz se dobla con los años pero resiste en ronquera, flemas, llena de aire y ya con menos compresión, pero aferrándose al tono y a la exacta prosodia requerida por cada frase; cuando una voz así se abre en canto, el resultado es que el oyente escucha oscuridad, decaer, pero también fuerza, voluntad y seguridad de sí. Una voz así quebrada es copartícipe decisivo del efecto de oscuridad que está también en los textos cantados en este álbum. La oscuridad es, además, a menudo el modo como se presentan las cosas que se van. Hay una concentración y una densidad en el momento último, como los agujeros negros sugieren. Esa masa todo lo atrae y nada deja escapar. Integra todo al reino de su propiedad privada, que además todo lo oculta. La potencia de este álbum opera de tal modo. Canciones sobre poder tenebroso, como la ominosa “Early Roman Kings”. Seres indefiniblemente peligrosos, operando de noche como murciélagos, controlándolo todo, bien desde la antigüedad y desde la tumba, bien desde una tecnología futura o bituminosamente feérica que les permite volar de noche, a la vez quietos cadáveres de galera en sus ataúdes y aviones caza, volando a toda velocidad dentro de los bosques, apareciendo o desapareciendo, persiguiéndolo a uno y arrastrándolo de vuelta a la pista, al juego que ellos controlan, cuando uno parece que ya había conseguido escapar. Comerciantes, más bien mercachifles, entrometidos, lascivos y traidores, “cada uno de ellos más grande que todos ellos juntos”, aterrorizando hombres y enloqueciendo mujeres con poder sin explicación. Pero atención porque, como en los viejos tiempos en que todo iba en serio, está el hecho de que ese poder oscuro de alguien, pese a su dureza o crueldad, se nos vuelve imprescindible: “Le puedo quitar la vida / Quitar el aliento / Empaquetarlo / Para la casa de los muertos / Un día / Usted va a preguntar por mí / No va a quedar nadie / A quien usted quiera ver / Tráigame mi violín / Afíneme las cuerdas / Voy a hacer empezar todo / Como los antiguos reyes de Roma”, con una estrofa final que remite más claramente a la mafia: “Ding dong daddy / You’ll coming up short / Gonna put you on trial / In a Sicilian court”.[2]

Psicopompo

El inglés aplica comúnmente el adjetivo “mercurial” para referir a alguien o algo que, rasgo esencial del dios griego Hermes y de su arrastre latino Mercurio (y de su abuelo egipcio Thoth), cambia continua e impredeciblemente; alguien definido desde su inquietud. El adjetivo ha sido aplicado tan repetidamente a Dylan que no cabe ninguna duda de ese rasgo en él. Este álbum ahínca en otro de los rasgos, derivados, de Hermes. Es acá, pareciera, el Hermes Psicopompo, el Barquero, conductor de almas del más acá al más allá, y solo de ida. El que guía (πομπóς) al difunto para que no se pierda en su travesía. Otro chauffeur, infernal éste, que da la variante trascendente del viejo mercurial oficio, cósmico y por ende terreno, de crear conexiones. El Dios del Lleva y Trae, el Dios de los Ladrones, el Dios de los Cruces de Caminos (o sea, de la decisión que abrirá en otra, de la binariedad) es también, pesante y graciosamente a la vez, el dandy chauffeur de Almas. No veo mejor definición de este Dylan contemporáneo. No veo otra que haga justicia a la profundidad de su habitual juego de superficie.

Te lo digo en la cara

Galería de basuras contemporáneas expuestas exactamente tal como son, cementerio de almas, fenómenos colectivos aquí lustrados de la costra mediática que los presenta o bien como interesantes —cuando son exactamente siempre lo mismo—, bien como virtuosos cuando la única virtud que se les podría reconocer es la de un sólido cinismo. La oscuridad siempre ha sido vehículo adecuado para decir lo que se oculta, pero también hay aquí una armonía entre oscuridad y pelea, entre dureza, aspereza, y el esfuerzo por no dejarse doblar, es decir, resignificar por un tiempo al que no pertenecemos y no nos pertenece. Los secretos a voces van pues uno tras otro encontrando su lugar en lo que el álbum articula para que el oyente vea sin recorte. Hablando de un “nosotros” a menudo claramente nacional, el ciudadano Zimmerman increpa, ironiza y lastima en “Narrow Way”: “We looted and we plundered on distant shores / Why is my share not equal to yours?”[3]. Pero eso es todavía suficientemente ambiguo. El mismo motivo reemerge más claro luego. En la misma canción, más adelante, “Este es un país duro para mantenerse vivo en él / Hay filos por todos lados y me rompen la piel / Estoy armado hasta los dientes y peleo duro / Uno no sale de acá sin cicatrices”. Y sobre todo en la excepcional “Pay in Blood”, con un par de estrofas de dureza empedernida:

You pet your lover in the bed
Come here, I'll break your lousy head
Our nation must be saved and freed
You've been accused of murder, how do you plead?
This is how I spend my days
I came to bury, not to praise
I'll drink my fill and sleep alone
I pay in blood, but not my own[4]

 

Y justo antes había conectado el valor personal con lo que podría verse como la tragedia del poder caído en manos deleznables:

How I made it back home, nobody knows
Or how I survived so many blows
I've been through hell, what good did it do?
You bastard! I'm supposed to respect you?
I'll give you justice, I'll fatten your purse
Show me your moral virtues first
Hear me holler and hear me moan
I pay in blood but not my own[5]

“¿Ahora se supone que yo lo tengo que respetar a usted, hijo de puta? / Le voy a hacer justicia, llenándole el bolsillo / Muéstreme primero sus virtudes morales […] Nuestra nación debe ser salvada y liberada / Usted ha sido acusado de asesinato, ¿Cómo se declara?”.

Individualidad 

Algunos músicos hoy vivos, muy pocos, guardan con el resto de la música una relación parecida a la que una obra de arte guarda con sus copias. Dylan tiene eso. Se discutió hace tiempo bastante sobre la muerte del autor, pero más seguro que la muerte del autor —muchos pasan los cien y algunos aun los mil años— es el porfiado fenómeno de que ya no nacen nuevos. El tiempo no da criollos ni da Dylan, porque acaso la música acompañe la herrumbre del individuo, esa cosa moderna cuya historia se puede trazar, pero cuyas dimensiones, antes constitutivas del ser gente, es cada vez más difícil habitar. Ante la corriente marea de “cuanto más igual a todos mejor” (declarándose todo el mundo, además y continuamente, muy especial), Dylan se planta desde el puente de su “great ship that went down” igual a sí mismo y a nadie más, y todavía repite muchos de sus trucos clásicos, pero con furioso nivel de oscuridad, densidad, aspereza, las que preservan ahora las grietas de su gran individualidad en crepúsculo. La tecnología tiene su grial siempre en una sola cosa: vencer los nuevos límites a que su propio avance la va enfrentando. La tecnología musical no es distinta, al permitir la composición y la combinatoria de instrumentos virtuales, timbres, efectos, en vivo y en tiempo real. Es así que la noción misma de “hallazgo” desaparece en el carácter transido y pasajero de la música misma, a lo que suma el conocido agotamiento, común a todas las artes, de las posibilidades combinatorias. La música última se ha tratado de representar a sí misma como habiendo generado nuevos “instrumentos”, que permitirían lo mismo que los tradicionales, solo que más, y más rápido. El objetivo es, en lugar de vencer personalmente una limitación, evitarla tecnológicamente, por mil caminos posibles. Ante esa situación de falta de límites, es bueno recordar que justamente el lugar del héroe ha estado definido, siempre, por el poder transformador que da el sufrir una limitación. En ese sentido, el viejo singer songwriter es un héroe —en el sentido trágico y antiguo, digamos técnico, de la expresión—, porque sabe decir no, rechazar, persistir en su sendero angosto, su “narrow way”, como titula una canción de este álbum. Dylan, con toda su riqueza verbal y su pathos incomparable, es mucho más limitado que un músico cualquiera de la era digital. Y es en esa suerte densidad de una cosa sola, en ese vivir con límites, donde reside su poder. A Dylan algo puede salirle mal.

Valor

El valor —aguantar cuando no queda ninguna otra posibilidad, ni siquiera aguantar— es tema general en este disco. No especialmente en el sentido bélico del asunto, sino en el sentido de aquello que solo se puede hacer, pero desde luego, no se puede decir. O si se dice, esto es insuficiente, pues de lo que se trata es de poner el cuerpo por delante. Curiosamente pues, un disco como todos los de Dylan tan rico en palabras, está siempre logrando que éstas hagan aquello para lo que realmente sirven: remitir a algo más allá de ellas. Nada de maravillas con el “wordplay” y las metaforillas —aunque todo esto, como siempre, en Dylan abunde— este es un disco enterrado y hundido en lo que pasa, en lo que para un digno dinosaurio de los sesenta solo puede significar corrupción, decadencia y traición.

La lamentablemente gastada palabra “lúcido” podría haber jugado acá. Actitud particularmente bienvenida cuando lo que se hunde, o claramente al menos parece hundirse, es una civilización entera. “Tempest”, la canción penúltima que da nombre al conjunto, es una épica sobre el hundimiento del Titanic.

“Low cards are what I’ve got / But I’ll play this hand whether I like it or not”.[6]Cuando no queda nada que discutir, todo está claro, y el individuo está o perdiendo o perdido, todavía queda una hermosura, que es plantarse y resistir sin ceder un centímetro. No hablar, plantarse. Todo el asunto va en esa dirección. La gente anónima del naufragio es abyecta y cobarde, pero los personajes individualizados, nombrados en los cuarenta y cinco versos del valsecito irlandés dedicado al buque hundido —que no deja de hacer alguna guiñada incluso a Leo di Caprio y su peliculita— son en su mayoría héroes flemáticos que se van al fondo sin chistar. Uno, el vigía del buque, duerme y sueña que se hunde, sueña el naufragio sin dignarse a despertar, aunque al soñar que el barco se hundía, “trató de decírselo a alguien”. Un tal Wellington, como el mariscal, al ver que se hunde saca sus pistolas y se dispone a resistir valientemente. “How long could he hold out?”. Mientras el dueño de un burdel libera a sus chicas en el último instante, acomodando el “sudden changing of his world”; y aun el “rico Mr. Astor” simplemente le da un beso a su mujer. El capitán tiene encima “cincuenta mil toneladas de acero” y todavía respira un poco. Un magnífico “Jim Dandy” que nunca se había molestado en aprender a nadar ve todo con una sonrisa y le cede su lugar a un chico lisiado, en paz, mientras la gente, junto a una escalinata “de bronce y oro pulido”, se ahoga igual.

El álbum gira sobre el permanecer en lo que uno ha sido cuando lo que se propone no es cambio sino derrota. No es un álbum enamorado de las interpretaciones alternativas, la hermenéutica, la discusión. Unos pocos, en el buque, tratan de entender, pero al asunto es suficientemente claro, no hay nada más que entender: “They waited at the landing / And they tried to understand / But there is no understanding / On the judgement of God's hand”.[7] Sálvese quien pueda, si así lo quiere. Dylan seguramente no quiere, y va al fondo.
 

Notas:

[1] Tempest tiene diez canciones y fue puesto a la venta el 11 de setiembre de 2012 en Estados Unidos.

[2] Difícil la traducción literal pero claro el sentido. Una puerta suena acaso y un “papito” irónico, al que se le observa que no ha aportado lo convenido, como cuando la mafia recauda. Por tanto, se le pondrá a juicio en ominosa “corte” siciliana.

[3] “Saqueamos y robamos en costas lejanas / ¿Por qué no me toca un botín igual al suyo?”.

[4] “Usted juguetea con su amante en la cama / Venga que le rompo esa fea cabeza / Nuestra nación debe ser salvada y liberada / Usted ha sido acusado de asesinato, ¿Cómo se declara? / Así es como gasto mis días / Yo vine acá a enterrar, no a alabar / Me beberé mi copa y dormiré solo / Yo pago con sangre, pero no con la mía”.

[5] “Cómo es que logré llegar de vuelta a casa, eso nadie lo sabe / Y cómo aguanté tantos golpes / Atravesé el infierno, ¿y eso de qué sirvió? / ¿Ahora se supone que yo lo tengo que respetar a usted, hijo de puta? / Le voy a hacer justicia, llenándole el bolsillo / Muéstreme primero sus virtudes morales / Escúcheme aullar y escúcheme gemir / Yo pago con sangre, pero no con la mía”.

[6] “Me tocaron malas cartas / pero voy a jugar esta mano, me guste o no”. (“Pay in Blood”). 

[7] “Esperaron en el puesto de embarque / Y trataron de entender/ Pero frente al juicio por la mano de Dios / No hay nada que entender”. (“Tempest”).

 

 

 

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