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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          INFORMACIÓN VS. EDUCACIÓN (EL AFFAIRE FERNÁNDEZ HUIDOBRO)

Uruguay o no

Amir Hamed

1. La información

Debemos a Eleuterio Fernández Huidobro una de las más claras revelaciones del presente, no solo del uruguayo. Por un lado, descorrió los límites de la ironía; por otro, nos dio una clave para leer las desventuras de esta edad, que llaman de la información. Cabe aclarar, de todos modos, que este avatar más bien matrero de Galileo, al enunciar lo suyo, entregó su cabeza porque Fernández Huidobro, más que ministro de Defensa del Uruguay es un campeón de la información, de aquella que se da y, sobre todo, de aquella que se oculta. Así, si el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj), justo cuando está cerrando un período de gobierno y a punto de iniciar el nuevo, en que se supone seguirá siendo ministro, lo acusa de no transparentar información relativa a crímenes cometidos durante la dictadura, entonces sale Fernández Huidobro a decir que este Serpaj que lo acusa está financiado por imperialistas y “por nazis más viejos que Hitler”, y que para averiguarlo basta, nada más, rastrear la ruta del dinero. Esta afirmación, de por sí atendible, en la medida en que es preciso recordar que detrás de muchas ONG hay dineros de orígenes a menudo dudosos, es cháchara al lado de su verdadera, irrefrenable confesión, la que le puso todo junto, el corpacho y también el alma atormentada, en la picota: “Si el Serpaj me autoriza a torturar, yo capaz que le consigo información”.

De ese alegato en adelante, no hay quién se haya abstenido de criticarlo, de exigirle explicaciones y lavadas de boca, desde Amnistía Internacional, hasta grupos de Facebook exigiendo su dimisión, hasta la cúpula del Frente Amplio, que se reúne con él para hacerle ver la inconveniencia de lo que dice. Medio planeta, digámoslo así, a salido a recriminarle que ande diciendo semejante cosa. ¿Y qué es esa cosa? Pues, sencillamente, eso tan evasivo y tan apreciado cuando comparece: la verdad. Una verdad tan íntima, añádase, que termina iluminando no solo el medio siglo de historia uruguaya que lo ha tenido como protagonista, ya sea clandestino, ya sea político, sino también la encrucijada actual, que habrá de decidir si haya de haber país o no.

Ciertamente, lo que Huidobro dijo intentó ser irónico, y es más, lo fue, precisamente porque se trata de una ironía inaceptable. Como se sabe, es la ironía figura dramática por la cual el público está al tanto de una verdad que el protagonista ignora. Esta es la ceguera de Edipo, el único inconsciente de que se acuesta con su madre, es hermano de sus hijos y ha sido el asesino de su padre. El edípico es un caso de ceguera (por eso, finalmente, el héroe se arranca los ojos), aunque Huidobro, es preciso aclarar, vive en la región inversa: él sabe algo que los demás no, y por eso dice todo lo que dice. Sabe más y por eso invita a rastrear el dinero; y sabe, o cree saber, otra cosa que los demás ignoran: que habría algo en cierto punto al cohete en eso de insistir con la búsqueda de desaparecidos, porque esto es política de gobierno, dice, y es por tanto más política del presidente José Mujica que suya. Pero esto último, algo que todos sabemos, no se debería hablar en público, y el ministro insiste en hacerlo.

Más: que proteger violadores de derechos humanos es política de gobierno, y particular de Mujica, ha salido a confirmarlo en estos días su ex camarada de armas, Jorge Zabalza, quien recuerda, de paso, cómo entre Huidobro y Mujica removieron a la juez Mariana Motta en febrero de 2013, cuando tenía “más de 50 casos listos para condena”. Sirva lo de Zabalza para advertir que el drama en el que se mueve el ministro, que es el de todos los uruguayos, debe ser buscado en otro teatro, el isabelino, y mejor que en ninguna otra parte, en Shakespeare. Se ha dicho que Fernández Huidobro es bufón, y hay que recordar que el bufón es aquel que se inviste de orate para decir la verdad. Más aún, es el bufón el único que puede decirle lo cierto al rey (entiéndase, al soberano), y para hacerlo debe hablar en calidad de loco. Así por ejemplo en King Lear, donde el duque de Kent es desterrado por decirle la verdad al monarca y encuentra refugio en otra corte, disfrazado de bufón. Claro está que el mayor bufón de la historia no es Kent, sino Hamlet, el príncipe estudiante, dueño de una información que solo él conoce, porque no se la pasó universidad ninguna sino su padre muerto, es decir, un fantasma, información que, porque proviene de lo espectral, Hamlet hijo no está en condiciones de transmitir y que termina, como todos sabemos, a ojos de todo el público, en meticuloso matadero. Al revés de la de Edipo, la ironía de Hamlet es contar con una información de la que su entorno carece (su tío, el nuevo rey y actual padrastro, le mató al padre, envenenándole el oído), una información que, por intransmisible lo ha vuelto, y a ojos del mundo, es decir del íntegro reino de Dinamarca, loco.

La transmisibilidad es, como se sabe, lo que hace, de la información, comunicación. Fernández Huidobro, adamantino, entiende que no se trata de comunicar nada sino de “sacar” una información de por sí incomunicable, inservible y, por sobre todo, penosa. Es claro que, en tanto defensa de la soberanía, un ministerio de Defensa uruguayo es irrisorio ya que, por dimensiones y población, el país no está en condiciones de resistir ningún ataque bélico de sus vecinos. Más cuando, como señalaba Michel Foucault, en la Moderidad la soberanía del Estado pasó a residir mucho menos en la delimitación de fronteras que en la asunción de los derechos reproductivos, en la biopolítica, en los criterios demográficos de control y “policía” de la población (de los ciudadanos, cuando se trata de un Estado democrático).

De ahí que un ministerio de Defensa, como lo entiende Fernández Huidobro, venga a ser, antes que nada, un ministerio de Información, algo así como aquel de Brazil, la ochentera distopía de Terry Gilliam, en tanto la extracción de información no puede ser sino un procedimiento tormentoso. Como se sabe,  mientras Zabalza acusa a Fernández Huidobro de traidor contumaz (de aliarse inveteradamente con cualquier enemigo superior en fuerzas), otro ex camarada de armas, el defenestrado Amodio Pérez, lo ha acusado, también, de haber cantado argentinísimo, en los tempranos 1970, y a los militares que terminarían dando un golpe de Estado, los secretos organizativos de los tupamaros en días de represión predictatorial en Uruguay. Es decir que es por todos bien sabido que Fernández Huidobro conoce al dedillo las penurias de la extracción de información, esos mismos procedimientos que derivaron en la desaparición de decenas de personas cuyos cuerpos buscan, todavía infructuosos, en luto perpetuo, sus parientes.

La información, para decirlo de otro modo, es no solo torturante; además es fantasmagórica, y con esa fantasmagoría es que lidian hoy los deudos de desaparecidos, las autoridades del país, empezando por este ministro, las ONG, la opinión pública, y el resto del planeta. A fin de cuentas, ¿hay azar en que hayan llegado a Uruguay, apenas un par de semanas antes de las declaraciones del ministro, provenientes de Guantánamo, presos musulmanes torturados con tanta fruición como nulo provecho, y durante años, por la “inteligencia” estadounidense? Escasa casualidad, por no decir ninguna. Estos presos llegan a Uruguay porque, en rigor, nunca contuvieron información ninguna, jamás tuvieron nada para cantar, estuvieron detenidos más de una década sin juicio, y son ahora (parte del servicio planetario de higiene de la cárcel de Guantánamo) recibidos obsequiosamente por Uruguay. ¿Hay casualidad de que esta verdad surja de boca del ministro? Tampoco ninguna: la información, que nada tiene que ver con la ilustración, como ha venido señalando interruptor desde su primera columna de 2012, se ha hecho sin embargo con el país, y esto es en buena medida abolir la política. Los tupamaros, como Fernández Huidobro, porque fueron alguna vez torturados, convirtieron la arena pública, como ha comentado otro columnista de interruptor, Gustavo Espinosa, en un sistema de interjecciones (no mucho más que eso, en definitiva, se puede conseguir bajo tortura), interjecciones validadas porque quienes salían de ahí eran, precisamente, individuos cuyos derechos humanos habían sido meticulosamente violados, ya que fueron confinados,  torturados y retenidos en lamentables condiciones sin siquiera haber sido sometidos a juicio.

Como los tupamaros, los detenidos de Guantánamo, torturados por Estados Unidos, son la insignia de la sorna de Huidobro, viviente reliquia del sistema de la información, y también de la abolición de lo político y la ilustración, ya que, como establecía Kant, la ilustración es la posibilidad de establecer juicio, eso que se niega hoy por todos los medios.

2. Eso podrido

Una tragedia, desde sus orígenes atenienses, es siempre un juicio, el pasaje del exceso o hubris a la justicia, o diké. El loco, el bufón, es aquel que suele decirle al rey que yerra, que se ha excedido, y en el caso de Fernández Huidobro, que yerra precisamente porque, en un mundo de víctimas (no de ciudadanos), nadie es nadie para venirle a hablar a él de abusos y  torturas.

Por supuesto, el problema no es la falsedad de lo que haya dicho el ministro. Todo lo contrario, el problema es los niveles casi astrales de verdad que desató al dejar que el abyecto término “tortura” traspasara el cerco de sus dientes (o si se quiere, menos homéricamente, simplemente lo “cantara”). Se trata de un término tan impronunciable para un gobierno que nunca llegó a ser manejado, de manera oficial, por los dictadores uruguayos de los 1970 y 1980 (ni siquiera bajo eufemismos, ni siquiera en el comunicado que nos servía la ración cotidiana de “sediciosos” capturados por el régimen). Y el problema tampoco hay que encontrarlo en la oportunidad. Cierto, no es lo más diplomático que un ministro de Defensa deje salir el término abyecto en la transición entre un gobierno que se retira habiendo cumplido a cabalidad lo que prometiera (que iba a cuidar de los “viejitos” que alguna vez cometieron delitos de lesa humanidad, y habiendo frenado cualquier tipo de investigación que esclareciera delitos del pasado ya algo lejano pero no por eso olvidable), y un nuevo gobierno, el tercero consecutivo del Frente Amplio, que le había anunciado a Fernández Huidobro continuidad en la cartera. Pero, cierto también, el ministro dice lo que dice en el momento exacto, justo cuando debe decirlo, cuando se esperan de él otros cinco años de ejercicio, justo ahora, cuando es preciso no solo juzgar la política de derechos humanos del Frente Amplio sino, además, dirimir el futuro del país, que a su turno consiste en dirimir dónde reside su soberanía, si en la imposible defensa de fronteras, en la recolección neurótica de informaciones, o en el cuidado de la población, o sea, en la atención de su paideia, de la formación de ciudadanía.

Y es que un ministerio que entiende la “defensa” como  información, como máquina de torturas, es absurdo si no tortura, si no “extrae”, como si fueran dientes podridos, información. Fernández Huidobro lo dijo con nitidez inmejorable: qué quieren que haga si no puedo torturar. O, si se prefiere, según se desprende de sus palabras: toda vez que me vengan a hablar de información deberíamos estar hablando de (alguna forma de) tortura. Porque a fin de cuentas lo que sabe el ministro es que estamos hablando menos de cosas que de fantasmas y entonces, ¿en serio vamos a hablar de eso?, parecería estar agregando. Y para no perder la costumbre, nos invita a regresar a su sistema de interjecciones y exabruptos cuando trata de explicar que lo que dijo fue una “alegoría” (para decir que no fue literal, evitando decir que fue una ironía imprudente) y que una alegoría, como la del caballo del monumento a Artigas en la Plaza Independencia, “no caga ni mea”.

Y ahí, el drama del país, que porque no está en los ojos (el juicio se sostiene a ojos de todos, en público), está en la nariz. Ahí insiste Fernández Huidobro en sustanciar la podredumbre, en eso que deja el inapresable fantasma, su fetidez. Una vez más, el ministro, o el sistema de exabruptos del ministro, nos habla con casi cristiana, si bien maloliente, verdad, porque, en última instancia, ¿para qué se tortura? Para instituir la podredumbre, según decía en sus Heterologies Michel de Certeau, a propósito de la Inquisición. La función del torturador, explicaba, es menos sacar información que hacer que el torturado se reconozca hereje, víctima o cómplice de Satanás, en resumen, que reconozca que algo en él está podrido. Cuando el poseso abjura, por decirlo así, es entonces liberado (en la manera como, en Iraq, en la cárcel de Abu Graib, los torturadores estadounidenses tiraban Coranes por el retrete a la vista de sus torturados). Entonces, ¿qué vino a proponer el ministro? Tal vez no la reinstitución de la podredumbre, pero sí su reasunción: según Fernández Huidobro, el dinero de las ONG viene podrido, y si hay algo podrido en lo que está haciendo se trata de las políticas del Estado uruguayo, y no de las suyas. En fin, que bufonesca, hamletianamente, el ministro vino a decir, con todas las letras, que sigue habiendo algo podrido en el Estado de Uruguay.

Eso podrido es el mundo del fantasma, del que fue muerto, como el Rey Hamlet, y porque no tuvo juicio, es decir, instancia pública que dirima su caso, exige a su hijo venganza. Se trata de un juicio que Uruguay, es decir, sus actores políticos, decidió tempranamente no abrir, primero cuando el Pacto del Club Naval de 1984, pacto de impunidad que abrió el camino a la reinstitución del sufragio y el ejercicio de la democracia representativa, y luego cuando en 1986, ya los civiles en el gobierno, cuando aprobó la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. Esa temprana decisión, ratificada hace no demasiado cuando, unánimes, los políticos uruguayos de centro, derecha e izquierda le dieran la espalda a la sociedad civil que impulsaba el plebiscito para revocar la Ley de Caducidad en 2009, sigue condenándonos a vivir en la dimensión del fantasma y las decisiones estrábicas, como la intervención en el poder judicial trasladando a la jueza Motta, que investigaba causas de Terrorismo de Estado, y, sobre todo, en el abismo de un Estado que se ha suicidado, porque se ha desentendido de la educación, es decir, de atender su soberanía.

3. Educación y soberanía

Bastante temprano, es decir, hace unos 2.500 años, en su Política, Aristóteles constataba que "dondequiera que la educación ha sido desatendida, el Estado ha recibido un golpe funesto”, y el Estado uruguayo, como recién ahora es fama, lleva décadas desatendiendo su educación. Ahora bien, si antes de la presente semana hubiera podido resultar inexplicable cómo, durante 30 años de gobierno democrático, el país dejó caer su sistema educativo al punto de generar analfabetos técnicos, universitarios con severos problemas de comprensión lectora, docentes incapaces de escribir sin faltas de ortografía, etc., ha sido justo en este momento, en el umbral entre dos administraciones del Frente Amplio, que el ministro Huidobro ha tenido la gentileza de iluminarnos, por fin, a todos.

De lo único que trata la educación es de la comunicación de un saber, pero Uruguay no se ha podido recuperar de su secreto vergonzante, la dictadura, y la complicidad de muchos para con ella (para empezar, lo bien recibida que estuvo, en un inicio, por buena parte de la población, algo que todas las lecturas sobre ese período, insisten en olvidar). Así, Julio María Sanguinetti, el gran ideólogo del Pacto del Club Naval, el que alcanzó por defecto la presidencia, con la complicidad del Frente Amplio, tras haber puesto entre rejas al nacionalista Wilson Ferreira Aldunate y haber mejicaneado a quien era, se suponía, su representado, es decir, a Jorge Batlle, resultaba la última persona en condiciones de iniciar cualquier reforma en el país. Un presidente como Sanguinetti, que solía impresionar a sus colegas extranjeros por ciertos saberes y una verba muy inflamada era, sabido por todos en Uruguay, un advenedizo que se había hecho con el cargo por la puerta de atrás. Y así, si bien su segundo ejercicio (al que llegó también en esforzada carambola, tras un empate técnico entre tres partidos) estableció el primer diagnóstico de urgente necesidad de reforma educativa, lo cierto es que Sanguinetti, y su proyectada reforma, carecieron, desde un principio, de la autoridad moral para implementarse. Algo similar, se puede decir, pasó en la primera administración frenteamplista de Tabaré Vázquez: el Estado, asumiendo que no tiene nada que transmitir, limitó lo que entonces proclamó como “revolución educativa” a una especie de shock informativo, el Plan Ceibal, dotando a los escolares de computadoras portátiles, cuyos resultados escolares han sido, según se ha evaluado, inocuos, cuando no perniciosos.

De todos modos, y no por azar, el paso de clown, en cuanto a reforma educativa concierne, estuvo a cargo a José Mujica, quien asumió su gobierno al grito de “educación, educación, educación”, y apenas pasados dos años se declaraba derrotado. ¿Alguien puede extrañarse? El sistema de la interjección, que es el de la información y el fantasma, no tiene nada que enseñar. Y así, durante los últimos años, se lo ha visto a Mujica desmorrugarse en pedidos de que los estudiantes “hagan cosas con las manos”, que estudien cosas “prácticas”,  es decir, cualquier cosa que los aleje de la conciencia crítica, del juicio, de toda disciplina que los pueda liberar del fantasma, de esa instancia antipolítica, de ese ectoplasma maratónico, maquínico, a través del cual Mujica y Huidobro siguen hablando con la autoridad moral de la víctima vieja.

Tampoco es curioso que haya enronquecido Mujica pidiendo “educación en valores”, una disciplina con lo suyo de fascista que supimos padecer los que tuvimos que cursar secundaria en dictadura (por entonces se lo llamaba “Educación moral y cívica”). No se trata los valores de un recetario sino de la posibilidad de trazar axiologías, prácticas de sujeto soberano que establece, para sí, cuáles son sus valores más altos, cuales los segundos más altos, cuáles los terceros más altos, y así. Es decir, el único que puede valorar es un sujeto crítico, no depósito de moralinas sino ético, pero lo que se ha tratado en estas décadas es de que  los niños y adolescentes no lean, y razones no faltan para ello: mientras no estudien, mientras no sepan de Humanidades, comenzando por una historia mínimamente honesta del Uruguay, una en que, por ejemplo, los Tupamaros no hayan combatido la dictadura, como se les hizo creer a muchos, sino a gobiernos electos por sufragio universal, el fantasma seguirá manifestándose en su cháchara abrumadora. Esto es decir que, mientras no campee la  ilustración (precisamente aquello que pedía José Artigas, orientales igual de ilustrados que valientes) en lugar del presente y torturante sistema de la interjección como bit informativo, el país seguirá en jaque.

Coda

El Frente Amplio ganó su tercera elección consecutiva el pasado 30 de noviembre. El festejo de esa noche, del que participó toda su plana mayor, tuvo lo suyo de barrabrava.  Se cantó hasta la extenuación, revoleando prendas, el “ooooooooooo” del jingle publicitario. ¿Habrá alguna idea escondida detrás de tanta interjección? Los próximos dos años lo dirán. Lo que sería importante se recordara, entre tanto, es que la soberanía del país no pasa, como nos ha mostrado recién Fernández Huidobro, por su Defensa, sino por su Educación, que es la encargada de formar ciudadanos (y un ciudadano es algo ilustrado que debe saber hacer con las manos pero, más que nada, está obligado a hacer cosas con el testuz que no se agoten en remachar un clavo con la frente). De la formación de ciudadanía depende, estrictamente, la supervivencia de un país pequeño y despoblado en días cada vez más urgidos, cada día menos clementes. Es en este exacto momento, en el umbral entre dos administraciones, que Uruguay debe decidir si va a estar a su altura, que es la de transmitirse a sí mismo, de establecer ciudadanía, de decirse país, o si se va a dilapidar en el anegado paisaje de interjecciones, vacas y forrajes que últimamente ha venido celebrando.  

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