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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA INTERSECCIÓN ENTRE SIERRA LEONA Y SCHOPENHAUER

El lujo de la pobreza, o cómo seguimos regalando mitología a manos llenas

Aldo Mazzucchelli

Los países suelen metaforizarse como gente. Pero, aunque están compuestos entre otras cosas también por gente, la metáfora es excesiva. Porque son los países que piensan, mientras que la gente es pensada. Las mitologías nacionales o locales tienen vida propia, mientras que los hombres que las conversan y las construyen vienen y se van como bits de información que vive un milisegundo y se cambia en otra cosa.

Afirmar esto no es agradable para el ego romántico y decimonónico que aun heredamos, aunque afortunadamente ya lo vamos perdiendo por descuajeringue, a fuerza de pedirle que se exhiba entero y sin pudores en todas las redes sociales. Sea como sea, la personalidad, en lo que tiene de privado, tiende a condolerse de no ser entendida. La incomprensión es cosa que se sufre necesariamente, habida cuenta de que la comprensión por parte del otro es por definición imposible (cada uno se entiende a sí mismo a través de los otros, y eso con suerte). Las palabras del otro, si llegan a mí, son ya de nadie o de todos, pero no del corazón íntimo del otro, que es un ninguno. Borges entendió esto y sus personajes, en la época en que oponerse a los rescoldos darianos y tardísimo-románticos era su ocupación principal, tienen emociones de registro colectivo, resumidas en el código de honor del malevito orillero. Honor decimos, y de alguna manera hay que llamarlo, pues esa noción de honor era sobre todo un recetario de cuándo pelear y cuándo eludir. Es decir cuándo dar la vida como testimonio de que iba en un sentido que, sin palabra posible, solo se verá al ver el cadáver y lo que trasunta el nombre, que es lo que más o menos queda de todo muerto.

Borges se dio cuenta de todo esto hace 90 años, cuando el asunto del agotamiento del proyecto del sujeto moderno apenas alboreaba, y lo elaboró en conversación con algunos autores muertos caprichosamente seleccionados, y algunas posibilidades imaginarias de crearse condiciones para que su destino literario se cumpliese. A la vista está que lo hizo bien. El criollo es en Borges por eso oportunidad para el valor mudo, nunca jamás para el lamento individualista o romanticón. Josefina Ludmer observa que del “criollismo” de Evaristo Carriego, mixto, el “romántico entrerriano” y el “resentido de los suburbios”, Borges va a tomar solo el segundo. “La parte que Borges aniquila de la literatura de Carriego es la que contiene sentimientos y lágrimas o la que trabaja con el tono del lamento. Borges escribe contra el escritor venerado por el humanitarismo, la decencia y el melodrama”.

Agrego que su “Nadería de la personalidad” provee el programa clarito de esta disyunción, y que los personajes de Borges dejan de tener personalidad desde el principio. Rosendo Juárez, o Francisco Real, no son personajes con “interioridad”, salvo la que pueda quedar reflejada en la exterioridad que navegan y signan. Nada sabemos de sus sentimientos o de sus perspectivas en “Hombre de la esquina rosada”. Y si algún personaje se va de boca y dice una emoción (como el narrador sin nombre de ese mismo relato) el sentimiento que confiesa es indeciblemente sintético, arrugado manojo de creencias y sentimientos empacados en frase corta (“linda al ñudo la noche”), y es además un mandato colectivo: la vergüenza ajena que provoca que el líder de su grupo pase por cobarde (que lo sea o no es cuestión metafísica de la que nadie siente prudente ocuparse). También en el Borges primero hay como un respeto de no mirar adentro de la gente, de no intentar meterse en el alma del criollo. Aplaude la “alegría” del tango viejo, y ese aplaudir lo alegre aunque sea violento (“la valentía chocarrera del arrabal”), y negar lo triste se le antoja a uno de repente un pudor, como si no estuviera bien manosear el alma de los que han sufrido cosas que uno no conoce. Acompañar, en el disimulo que habría sido tal feroz alegría, el pudor sabio de no mentar dolores que de todos modos lo social o colectivo, el lenguaje, no saben curar. Una forma de la reticencia, del respeto. Eso está sugerido en “Carriego y el sentido del arrabal”. El arrabal tiene un sentido. ¿Cuál? Es un sentido cerrado en parte, en parte comunicable. Lo comunicable se comunica, el resto se respeta, se entrevé, se sugiere, se asume sin muchas palabras. ¿Porque son cosas últimas, como el sentido, o el enfrentar la muerte? Este asunto recorrerá el resto de la escritura de Borges, donde hay numerosas escenas de coraje mudo ante la muerte; donde la muerte entra a dar sentido al yo cuando a este último no le quedan palabras. Lo cual trae la cuestión de un profundo anti-intelectualismo en Borges, que alguno que otro protestará por estar influido por una idea muy falsa y muy libresca de lo que es la práctica intelectual real, pero que yo reafirmo cada vez más —y habiendo conocido tanto intelectual capaz de jugarse y perder mucha cosa por una idea, declaro incluso con alegría y orgullo en esta época deleznable que el país va arrastrando. Lo que nos trae a la pobreza espiritual del país actual, lo que a su vez nos trae a mentar el modo en que los uruguayos, por nuestra pobreza mitológica, renunciamos por ejemplo a nuestra parte del tango a favor de los porteños primero, y ante el mundo enseguida. Borges permite ver cómo fue que pasó, puesto que él fue parte deliberada del asunto.

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Lo que más interesa en esto es, para mí, recordar la sabiduría de un argumento borgiano que aun nos pesa a nosotros, los rioplatenses de la banda izquierda del río. Se trata de la comprensión, por parte de él bien temprana, de que un argumento —por ejemplo, a quién corresponde sentirse en pertenencia legítima y natural del tango— no está necesariamente hecho de datos, aunque alguna vez los precise, sino de una cantidad de hilos de verosimilitud, y que éstos son como las raíces de una planta que, si existen en una sociedad, arraigan y legitiman ese argumento a un suelo. Porque argumentos hay que serán muy buenos de arboladura, pero si son sin quilla se caen a pedazos. Dicho de otro modo: estar en posesión de los datos es cosa trabajosa y prolija, solo apta para especialistas, pero un buen cuento lo recuerda y lo siente y lo defiende cualquiera. Borges se dio cuenta de que al tango había que pelearlo en las raíces, que son de verosimilitud, y no en los datos, que son cosa tributaria de la anterior. Lo sintetizó en una frase que alude al error de quienes quisieran reducirse a fechas y lugares para ganar la propiedad de una cosa culturalmente tan hidra como el tango. Escribe Borges refiriéndose a quienes querían defender un origen porteño del tango en base a datos secos que a menudo ni siquiera tenían a disposición e inventaban (como sigue haciendo ahora mucha porteñería oficial en relación, por ejemplo, con la nacionalidad y varias cosas más de Carlos Gardel): “Lástima que no se hayan atrevido a ser francos y prefieran la falsificación a la mitología, el chisme conventillero a la fe. Yo seré más sincero que ellos y afirmaré con resolución: el tango es porteño. El pueblo porteño se reconoce en él, plenamente; no así el montevideano, siempre nostalgioso de gauchos”.



El oriental de a pie (y el de a caballo más) probablemente se habría quedado perplejo de haber leído esta frase allá por los años 1920, cuando fue pronunciada en tinta y divulgada primero en un artículo de revista —para pocos—, y después en un libro —para menos. ¿El oriental, más nostalgioso de gauchos que el porteño? La frase suena disparatada ahora que —mientras el nuevo uruguayo ni menta su campaña, que le parecerá una cosa melancólica, sin famosos y sin shopping center ni estacionamiento a mano—, tenemos una suerte de gauchismo fashion en los fastos porteños por el mundo del jet set, con promotoras en bombacha de campo y bota de caña alta, y mozos en los asados con cuero protocolares que son como Adonis, o al menos como italianos del norte (los porteños oficiales nunca concibieron un gaucho ni un futbolista que no pareciese un inglesito escapado a campaña, salvo que la fuerza de los hechos del talento los desconvenciera de su constitutiva visión, verbigracia Maradona), de golilla y camisa a cuadritos y cinto ancho y bota que imita a la de potro. Ellos, que se aseguraron el tango, se van apropiando también del gaucho nuestro, que antes Borges nos regalara. Falta poco para que Personal auspicie la Rural del Prado, y la muden a Martín García.

En fin, cuando lo que estaba en juego era el tango, Borges había desarrollado la idea de que, aun sin haber nacido a la derecha del río, el tango igual era de allá. Y con mucha gracia. Después de reseñar la sucesiva génesis que Vicente Rossi en su memorable libro (Cosas de negros, 1926) le asignó al tango —hijo de la milonga y nieto de la habanera, nacido entre compadres y negros en los bailes públicos en Montevideo, emigró a Buenos Aires, que lo lanzó a un sector más amplio a través del teatro, y a la vez al mundo. Borges “refuta” así esta serie de informaciones:

“… los morenos argentinos (y hasta los no morenos) son tan criollos como los de enfrente y no hay razón para suponer que todo lo inventaron en la otra banda. Me responderán que hay la razón efectiva de que así fue, pero esa chicana no satisface a nuestro patrioterismo, más bien lo embravece y lo desespera. Tal vez convenga recordar aquí el caso análogo de la procedencia de Colón. Los italianos, para considerarlo suyo, sólo pueden arrimarse al mero dato de registro civil, o conventilleo, de que el Almirante nació en Génova y era italiano por los cuatro costados; los españoles pueden argumentarla mejor. Podrían argumentar que siendo el descubrimiento de América y la conquista empresas manifiestamente españolas, no hay ninguna razón histórica para introducir genoveses en el asunto.”

Montevideo, Uruguay, ha ido rumbeando en una búsqueda de símbolos propios que son, lamentablemente, los que la apropiación porteña ha desdeñado. Esto nos ha conducido del tango al candombe, de la Troupe Ateniense a la murga ideológica, de Torres García a Páez Vilaró, y de Herrera y Reissig a Benedetti. Ya sé que los porteños ahora se nos quieren apropiar también de varias de estas cosas, pero que ellos están equivocados no demuestra necesariamente que yo también lo esté. En lugar de investigar sus datos y crear mitologías de interés que se sostengan, las mitologías que Uruguay viene logrando crear son de pata corta, un poco patéticas, como oficiales sin siquiera llegar a serlo, y mucho menos interesantes que las que supo darse sin tanta alharaca en tiempos pasados y, claramente para el caso, mejores. Montevideo parece una ciudad creada hace mucho por una invasión de extraterrestres de fino (si algo ávido y sin prejuicio para la mezcolanza) gusto transatlántico, hoy habitada por una población terrícola más nueva, que ni habla la lengua de los constructores, ni entiende sus signos, ni se cuida de ello. Así, también el tango ha sido entregado a una mitología porteña que Borges más que nadie con tempranera lucidez armó, y las ricas incrustaciones montevideanas en sus cimientos y en su armazón general las ha amasijado, no el tiempo, sino en la pobreza de espíritu de un Montevideo que, de ser ridiculizado como aldea cuando tenía entidad mental de ciudad (en el 900), pasó a convertirse de hecho en aldea mental, aunque con más gente que antes. Hay quienes saben todo esto y lo pelean; hay academias de tango en Montevideo; hay gente que compra lo que escribieron los grandes (esta ciudad los tuvo y los tiene) y que está noticiado de la diferencia entre Sáez y Páez, que no es solo una sinuosa letra. Pero basta recorrer el mundo o quedarse a vivir un rato en él para informarse de que los conceptos “Uruguay” y “tango” tienen, en la cabeza del 99% de la humanidad la misma conexión que los conceptos “Sierra Leona” y “Schopenhauer”. Pues de mitologías andamos en harapos, y por más que desarrollemos hasta el paroxismo nuestra historia factual y aun nuestros relatos históricos (como se ha venido haciendo duro y parejo, con fervor de académico uruguayo, desde hace décadas), lo que hace falta crear es relato, no dato, y pelear de nuevo todo, incluyendo el tango a los porteños y a Borges mismo si hace falta. Eso, y lograr el renacimiento del fútbol más hermoso de la tierra que supimos tener y exportar a manos llenas entre 1912 y 1940 y pico (jugar al fútbol era como bailar el tango por entonces de ambos lados del río), son tareas a escala local y a la vez global, sobre las que cualquier oriental que se precie tendría, se me ocurre, que pensar de nuevo.

 

 

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