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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LA ALCANCÍA DEL HORIZONTE

Rastacuerismo de Estado

Gustavo Espinosa

Cuando la burguesía terminó de imponer su hegemonía, de modo incontestable y radical, después de la Revolución francesa, instituyó entre tantas cosas la inutilidad de los artistas. Esto es: destituyó a los poetas y otros oficiantes del arte de todo mecenazgo por parte de la clase dominante. Esta exclusión es una de las causas del romanticismo, de su spleen, de la inadaptación que los creadores buscaron resolver mediante la evasión hacia una Edad Media fabulosa, o hacia un futuro utópico, o a través del láudano, o definitivamente mediante el suicidio. El poeta maldito, estereotipo extremo de la marginalidad romántica, es alguien que no puede o no quiere modificar su obra según las exigencias del mercado. La denuncia plañidera de esta situación se ha convertido en uno de los tantos tópicos exitosos que nos ha legado el romanticismo: el poeta, especie de cristo escarnecido, es un ser cuya superioridad resulta inaprovechable por la ramplonería mercantilista que lo ignora o lo degrada. Baudelaire (a quien las biografías y epistolarios muestran permanentemente abrumado por asuntos de dinero) escribió un soneto sobre el tema:

La Musa venal

Oh, musa de mi corazón, amante de los palacios,
¿Tendrás tú, cuando Enero suelte sus Bóreas,
Durante los negros tedios de las nevadas veladas,
Un tizón para calentar tus dos pies violáceos?

¿Reanimarás, pues, tus hombros marmóreos
En los nocturnos rayos que atraviesan los postigos?
Sintiendo tu bolsa tan seca como tu paladar,
¿Recogerás tú el oro de las bóvedas azúreas?

Necesitas, para ganar tu pan de cada día,
Como un monaguillo, manejar el incensario,
Entonar Te Deum en el que nada crees,

O, saltimbanqui en ayunas, desplegar tus encantos
Y tu risa humedecida de lágrimas invisibles,
Para dilatar las carcajadas de la vulgaridad.


Sin embargo, su venerado maestro Poe (tan opiómano y atribulado por problemas pecuniarios como el autor de Las flores del mal) no solo se dedicó a perfeccionar el formato cuento para hacerlo funcional a los periódicos, sino que inventó el género policial, emblema de la narrativa determinada por las imposiciones de la industria cultural. Además, leyendo la “Filosofía de la composición”, donde Poe explica con minucia protoconductista el proceso de elaboración del poema “El cuervo”,  se percibe su obsesión por la reacción del receptor, la ansiedad por el éxito: el gran poema romántico aparece como un artefacto diseñado según tácticas de mercadotecnia.

Sin salir del siglo XIX, no es una exageración desmesurada sostener que unas cuantas de las grandes novelas escritas entonces son una emergencia de la relación entre escritura y mercado. En noviembre de 1866, atormentado por deudas propias y familiares, Dostoievski debió interrumpir la redacción de Crimen y castigo, que  aparecería en la revista El mensajero ruso, porque su editor le urgía la entrega de otra narración por la que había pagado un adelanto. Así, el novelista debió contratar una taquígrafa para dictarle El jugador. Antes, Stendhal había formulado una clasificación de las novelas usando como criterio la clientela a la que iban dirigidas. Allí se deslinda la “novela para criadas” (de recibo en provincias) de la “novela de salón” (más requerida en París), no solo por sus contenidos por ejemplo, las fórmulas estandarizadas usadas para describir al héroe, sino también por las empresas editoriales que las publicaban, el tamaño de los libros y hasta el color y material de las cubiertas.

En Hispanoamérica los periódicos empezaron a pagar las colaboraciones literarias a principios de la década de 1890, acontecimiento que dejó su marca en la obra de alguno de los integrantes del canon uruguayo. La crítica ha señalado la evidente influencia de la industria editorial (específicamente, las revistas populares) en Javier de Viana. El narrador, que provenía del patriciado estancieril, fue perdiendo su patrimonio en una sucesión de derrotas políticas, por lo que tuvo que dejar de ser un novelista vocacional y moroso o un cronista militante, para resignarse a cuentista profesional cuya producción se dirigió mayormente a publicaciones masivas de Buenos Aires. Arturo Sergio Visca ha establecido y otros han repetido dos lapsos contrastantes en la narrativa de Viana: un ciclo inicial de cinco libros (1896-1904), entre ellos Gaucha, su única novela larga, y una serie final de 15 colecciones de cuentos cortos, publicados originalmente en periódicos (1904-1925), que no llegan a agotar la vertiginosa producción del autor. Visca tiene la sensatez de no formular  valoraciones maniqueas o excluyentes sobre una y otra etapa de la escritura de Viana; solo señala los rasgos diferenciales mediante una analogía: “Analítico y pausado en el primer período; sintético y de ritmo rápido en el segundo. Ahora el autor no pinta; solo dibuja en blanco y negro”.

Por la misma época Horacio Quiroga fue más allá. En algún momento se definió provocativamente como alguien que “desde los 29 o 30 años no escribe sino incitado por la economía”. Tal vez por eso, se esforzó por dignificar la profesión de escritor, enfrentándose a veces con quienes (como el magnate Carlos Reyles) no cobraban por sus colaboraciones en la prensa, provocando una especie de dumping. Se sabe que Quiroga solía escribir acerca de la escritura. Además del conocido “Decálogo del perfecto cuentista”, y otros textos como “Los trucs (sic) del perfecto cuentista” o “Ante el tribunal”, formuló algunos apuntes sobre las implicaciones entre literatura y mercado.

En ellos, con una actitud no sé si estoica o protestante, presentó como una oportunidad y un desafío las limitaciones impuestas por los editores de revistas: “1256 palabras (...) tal disciplina, impuesta aún a los artículos, inflexible y brutal, fue sin embargo utilísima para los escritores más jóvenes siempre propensos a diluir la frase por inexperiencia y por cobardía (...) no todos pudieron resistir.

No mucho después, Raymond Chandler hizo un comentario de índole parecida: él mismo y otros pocos escritores de cuentos policiales que trabajaban para los pulps de los tiempos de la depresión debieron ingeniárselas para desbordar las fórmulas impuestas (de tamaño, de vocabulario, de tema), sin llegar a destruirlas, o sin que el editor percibiese la destrucción o el
sabotaje, la inmiscusión casi subrepticia de la literatura en el
mero entretenimiento.

De algún modo, cada uno de estos escritores ( Poe, Dostoievski, Stendhal, Javier de Viana, Quiroga, Chandler) han ejercido de modo explícito y programático, o mediante la tácita contundencia de la obra la función de tricksters en los intersticios de la cultura de masas; han contrabandeado su escritura enérgica y original en modelos serializados por el marketing. También es verdad que la lista podría ampliarse en cualquier dirección: podría incluir a Shakespeare o a Ray Bradbury. El novelista estadounidense Nelson Algren lo sintetizó eficientemente: “El editor quiere vender mierda; el lector quiere comprar mierda. Hay que arreglárselas para darles trozos de oro en envase de mierda”.

Existe, sin embargo, cierto tipo de operaciones que también involucra  los vínculos entre arte y mercado, y que funciona en un sentido precisamente opuesto: ciertos conceptos, o  procedimientos, o temas que aparecieron alguna vez como hallazgos originales del arte o la literatura, se acuñan, se simplifican, se multiplican y se venden como si en esos productos hubiese algo de sublime. Pongo dos ejemplos entre tantos posibles:

a) Las películas o las fotografías en blanco y negro, donde la ausencia de color cuando es deliberada suele recibirse, curiosamente, como un rasgo de seriedad, como una señal de profundidad o un plusvalor estético. 

b) Cierta literatura escrita por mujeres en América Latina (Roberto Bolaño dijo no saber si era femenina, pero estar seguro de que no era literatura), apta para traficar feminismo simplificado y fabular ciertos aspectos domésticos de la existencia y de la historia, en los que supuestamente hay más verdad que en la épica o en los monumentos.

Para que estas mistificaciones ocurran es imprescindible un público poco o mal educado, cierto snobismo de masas que el mercado se encarga de cultivar.

Todo se vuelve más melancólico cuando son los aparatos del Estado quienes auspician y amplifican estas actitudes de rastacuerismo. Recientemente falleció en Uruguay el pintor Carlos Paez Vilaró, cuya obra (que decora etiquetas de dulce de leche y de agua gasificada) ha sido juzgada como mediocre cuando mucho por los críticos más serios. Ningún plástico había recibido jamás exequias tan pomposas como las que el gobierno dispensó al pintor. Parte de esta exageración necrológica que muestra ante todo un grave error crítico es un aviso u homenaje aparecido en la prensa con la esponsorización de una empresa estatal. Allí, además de reproducir, a toda página y color, una imagen creada por Paez, se transcribe la siguiente frase: “...me siento millonario en soles que guardo en la alcancía del horizonte”.

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