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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          JUGAR Y PORTARSE MAL

Obsolescencia de la libertad

Aldo Mazzucchelli

La libertad está muy sobrevalorada
en nuestra cultura. No porque no valga, sino porque, siendo gente, ya tenemos, y siempre tuvimos, toda la que podemos tener. Viene como componente esencial y por defecto en el equipamiento de cada sujeto. García Márquez, penúltimo de una larga lista que incluye desde Andrés Bello a Paulo Freire, despotricó contra la gramática, argumentando por una imaginada libertad irrestricta del sujeto hablante. Claro que lo que guió a Bello y a García Márquez era encontrar vías de responder a la lengua propia y escapar a normas metropolitanas, y no, como se puede creer hoy, a deshacerse de las gramáticas, ya que esto, me parece, es confundir el adentro con el afuera. Es difícil saber exactamente qué sería lo que limita al sujeto interior, el reflexivo, ese al que apela tanto García Márquez como todos los demás, salvo su propia creencia de estarlo. La gramática no sirve para nada desde el punto de vista “lógico” del lenguaje, de acuerdo, pero es valiosa del mismo modo que una forma cerrada es valiosa al poeta: peleando para dominar una estructura fija, como la del soneto, es que a menudo se alcanzan libertades que ningún verso libre otorgaría.

Todo discurso que argumenta por la libertad suena, sin embargo, automáticamente simpático. Creo que es la forma de demagogia más clásicamente eficaz. Se dedica a repetir un lugar común siempre exitoso, que pide lo que ya tenemos haciendo como que no lo tenemos. Peor aún: en lugar de poner al sujeto frente a su responsabilidad, diciéndole “ahora decida, y deje de lamentarse o echarle la culpa a otros”, lo que hace es pasarle la mano por la espalda confirmándole “¡ah... si todos esos perversos gramáticos o esos maestros que te castigaban porque tenías faltas de ortografía, o esas leyes y reglamentos amañados por la perversa comunidad no estuvieran en vigencia, qué maravilla de vida que tendrías; ¡cómo se expresarían tus indudables talentos, por ahora secretos!”. Claro que no hubo tales talentos ni tal nada. En general, donde no se encuentran señales de vida inteligente es porque lo que hay está muerto, y la culpa no es de nadie. Quizá valga más considerar otros vericuetos, para el caso ontológicos, del asunto.

***

El yo como sujeto agente gramatical pone un énfasis estructural en pensar el mundo como relaciones sujeto (agente, activo, realizador, dotado de propiedades)-objeto. Estas propiedades permanecen, no obstante, de algún modo independientes del sujeto —en el “predicado”—, dejando al sujeto (gramatical y ontológico) pensable solo como un vacío capaz de adherirse todos los misterios, infinitamente abierto, completamente posible. Es así que la gramática indetermina al Yo y lo hace pasible de ser aun lo que en concreto no podría ser. En la gramática todos los futuros son posibles, así como todas las mentiras son verdades gramaticales, y todas las inexistencias, realidades gramaticales. Así es que lo que te limita (la gramática), es justamente lo que te da posibilidades irrestrictas.

Es fama que Nietzsche observó: “Me temo que no nos hemos librado de Dios, puesto que aun tenemos fe en la gramática”. ¿Qué quería decir? Acaso (interpretación mística), que algo en la estructura de todos los lenguajes humanos presupone un Dios. O acaso (interpretación atea), que lo fingen. En el primero de los casos, una conciencia interior divina y prelingüística, que igual se expresa en palabras, habría garantido que veamos el mundo como poder de un agente inmarcesible (el “sujeto”) que se enfrenta, como en interminable videogame, a la sucesión de las cosas para ponerles un nombre, operar con ellas, pero nunca ser alcanzable por ellas, pues está hecho de otra sustancia completamente ajena al mundo: Dios está en el mundo encarnado, pero en realidad está a salvo. El yo es Dios operando en su creación a distancia, de modo mediado por la ilusión del ser con cuerpo y de los lenguajes terrícolas. Pero al hacerlo, ese lenguaje no puede evitar reponer una estructura que revela su origen. El misterioso “en el principio era el Verbo”, o luego el redoblante misterio teológico del “Verbo encarnado”, parecen aludir a semejante relación genética del mundo, en base a Dios, y a través de cierta estructura del ser, que el lenguaje repite.

En el segundo caso, el lenguaje es asunto evolutivo: nada más que un hallazgo humano, quizá azaroso en su origen, pero que al operar desde el comienzo en la representación del mundo lo hizo y nos hizo a imagen y semejanza. El orden que el lenguaje revela, que para mucho ciudadano con inclinaciones teológicas es señal de que un orden misterioso controla todas las cosas, no sería más que una trampa en forma de espejo: si yo estoy dotado de un cuerpo que se distingue a si mismo de cuanto lo rodea (como lo estoy), la estructura básica de representación del mundo tendrá que ser una que espejee ese adentro-afuera, reductible —en la mirada atea— a “biología” como sustancia, y a nada o azar como causa.




Es claro que para una visión monista ambas cosas pueden ser ciertas a la vez, dependiendo meramente de cómo uno quiera construirlas. Es decir, un “dios” puede existir, y haber dado a estos seres que somos el ser, y a su vez nuestro ser puede haberse conformado de acuerdo a una evolución lanzada también por aquel “dios”, dándonos el lenguaje articulado igual que dio a los pájaros el canto y a ciertos reptiles la capacidad de mimetizarse con el entorno.
En ese estabilizarse del problema, no hay cuestión alguna con la libertad, que deja de existir como problema, pues se conoce que “el problema de la libertad”, en sí mismo, no es más que un caso particular dentro de los muchos problemas espejo: como me doy cuenta que puedo hacer algunas cosas pero no otras, ser algunas cosas pero no otras, elijo no ver que tengo la capacidad de elegir, sino que me reconcentro en lo que no puedo hacer. Las consecuencias emocionales de eso surgen simplemente de mi elección —es decir, de mi libertad, que queda demostrada implícitamente en mi frustración o mi tristeza.

En lugar de eso, uno simplemente puede elegir ser capaz de estarse y hacer las paces con su situación, al tiempo que la observa cambiar y aprovecha esos cambios para ir haciendo todo lo que está a su alcance. Ejercitando la libertad que, como se decía al principio, siempre está ahí como capacidad indiscutible de elección —aun en la dictadura, el campo de exterminio, o la vida sin horizontes de 9 a 5 de la tarde.

Pero los líos interesantes comienzan cuando, como se hace habitualmente, se cree que ambas opciones son contradictorias. Que si dios existe está opuesto al mundo y no forma parte de él, o sino, no existe. Ahí empieza el predicamento de la libertad. Porque, si uno cree que hay dos cosas en lugar de una, la libertad, como agencia de ese yo, resulta en cada uno de los dos casos algo bastante diferente. Si hay dios pero está irrevocablemente ausente y desconectado de lo que (nos) ha hecho, aparece el abandono criatural, y con él la melancolía, condición natural del sujeto consciente, existencialmente hablando, que está convencido de que la tierra es su condición final. El mal de vivir que se aparece meramente como conciencia de lo incomprensible del mundo en su derrota, del que escribió —entre tantos— Eugenio Montale, se muestra como un peso específico del mundo material y sus cambios:

A menudo, el mal de vivir he encontrado
era el arroyo encerrado que barbota
era el enroscarse de la hoja reseca
era el caballo desplomado.

Bienes no conocí, salvo el prodigio
que nos descubre la divina Indiferencia:
era la estatua en la somnolencia
del mediodía, y la nube, y el alto halcón alzado.
(*)

Del otro lado, se puede elegir casi entre la utopía de una redención tecnológica por la vía de la liberación cibernética del mal y de la muerte, de un lado (haber matado a dios y haberse candidateado seriamente a diosecillos), o el desesperado aturdimiento. Una cosmovisión instrumental y atea no podría, en último caso, dirigirse a ningún otro sitio, y en nuestra época va hacia allá como una locomotora a toda mecha. Entretenerse hasta morir.

 

(*) "Spesso il male di vivere ho incontrato / era il rivo strozzato che gorgoglia / era l'incartocciarsi della foglia / riarsa, era il cavallo stramazzato. // Bene non seppi, fuori del prodigio / che schiude la divina Indifferenza: / era la statua nella sonnolenza / del meriggio, e la nuvola, e il falco alto levato”. Eugenio Montale. De Ossi di seppia. Piero Gobetti, Torino, 1925.

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