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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



COMUNICACIÓN - LENGUAJE -


Anotaciones oscuras contra la comunicación*

Sandino Núñez
 

¿Cómo hacer un lenguaje cuyo sujeto sea, digamos, un hermafrodita indochino impúber estibador zafral analfabeto, y que sea a su vez capaz de dejar de ser rápidamente ese lenguaje para pasar a ser el de un viejo gay conservador coleccionista de piezas de arte en Manhattan, o el de un narcoguerrillero, o el de una lapona renga con tres hijos y un perro?

1. el furcio, la tragedia y la farsa


Todos estaríamos de acuerdo en que el penúltimo furcio del Presidente Mujica (el de la vieja y el tuerto) no da para nada. Al principio uno piensa: nada político hay ahí, nada serio hay ahí. Entramos una vez más, como cada cinco minutos, a ese régimen de politicidad desplazada, cómica, torcida y bizca, nos fascinamos otra vez con esa farsa hecha de accidentes o de anécdotas privadas, de bloopers, de secreteos, de rumores y trapitos al sol, de pequeñas tragedias o miserias insignificantes e inconceptualizables, amplificadas ritualmente por los media y las redes para el regocijo de la masa.

Pero ¿y si ésa es la única verdad en la que la política misma parece encajonada?, ¿y si el furcio y el blooper son, por distintas razones, la única forma institucional de hacer política hoy?, ¿y si ese furcio, lejos de ser un desliz o un accidente —como el eructo que se le escapa al orador en el momento más solemne de su discurso—, es la única verdad, y no sólo la del presidente Mujica sino la del gobierno, la del Estado, la de la izquierda y la de todo lo que alguna vez fue la estructura público-política? O mejor quizás: ¿y si el discurso, la oratoria y la solemnidad están ahí como mero sostén del eructo, la única verdad profunda? Así, el personaje más auténtico del espíritu político contemporáneo (ya que de “autenticidad” se trata hoy), el punto extremo y más brillante del recurso metonímico, el que todo lo resume y lo concentra, es, contrapunto exacto del presidente Mujica, Washington Abdala. Negativo fotográfico o gestáltico de la propia política, Abdala es una víctima pasiva y solitaria —y, por eso, casi conmovedora— de este cambio de escenografía: el mundo se corrió y él quedó exactamente como estaba, haciendo morisquetas, ya no en actos de gobierno (que cada vez lo reclamaban y lo aclamaban más y más como comediante, obligándolo a impostar el falsete del joven piola con giros expresivos que le pertenecían ya en exclusividad al muñeco), sino únicamente para entretener al pueblo. Libre ya de la pesada carga de la política, se despliega generosamente en videos por internet, en programas vespertinos de televisión o en la escena del stand-up, como una extraña y melancólica caricatura de sí mismo.

Mujica es su hermano del otro lado del espejo; algunos tramos de su recorrido invierten la dirección y el sentido. Mujica —hijo no deseado de la escena política, pero también hijo de la ensoñación de esa escena con un ángel que la absuelva y la salve— es la redención de la política que ocurre la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. En cambio Abdala recorre ya —solo y sin política, residuo o hijo abandónico de la política— el camino exponencial y póstumo de la farsa como tragedia y como destino. Pero ambos son idénticos en tanto coinciden exactamente con su imagen: ya no son sino lo que se espera de ellos, y esa es una muerte más bien fea. Es un lugar común decir que Mujica es en realidad alguien que imita a los imitadores de Mujica. Pero es verdad (y para probarlo basta enfrentar el desconcertante efecto de desmentida de leer la entrevista que le hicieron para la revista Lento; uno piensa: ese no es Mujica, aunque sea). Para decirlo como Platón, Mujica siempre está situado a una distancia doble de la Idea. Y totalmente entrampado en ese juego de espejos que funciona como un loop o un cortocircuito: desde el “no sea nabo” o el “dejate ‘e literatura” hasta “esta vieja es peor que el tuerto”, Mujica parece estar ahí no para gobernar al pueblo sino para el goce y el entretenimiento de la masa. Pero si el problema para Platón es evitar no sólo que el pueblo se enamore del bueno porque ese enamoramiento lo aleja de la Idea del Bien sino también (y sobre todo) evitar que la masa idolatre la figura o la estampita del bueno ya que eso la aleja dos veces de la Idea, el problema ahora es cuando el bueno, fascinado por el amor de la masa, renuncia él mismo a la Idea y se convierte en su estampita. Ahí pisamos el terreno de cierta forma de locura social. Si Descartes decía “está loco el mendigo que se cree rey”, el Dr. Lacan anota: “también está loco el rey que se cree rey”, o, agrego yo, el mendigo que se cree mendigo. Hay locura cuando hay una certeza, una coincidencia plena y sin fallas entre el personaje y el Sujeto.

Perdonado siempre en y por su propio exceso de singularidad, Mujica divierte a quienes tiene alrededor (un intendente blanco, para el caso de su último blooper), se gana su confianza con conversaciones folclóricas y chistes en chancletas, y es sorprendido por los micrófonos abiertos y las cámaras encendidas, ese dios ciego e implacable que hace todo visible, y se convierte instantáneamente en el glorioso gran comediante del pueblo. El exceso de singularidad que lo constituye es también lo que lo envenena y lo mata. Y entonces todos se comportan como si esto fuera una peligrosa irrupción accidental de la privacidad en lo público: aparecen inevitablemente todas las discusiones estúpidas acerca de la investidura presidencial, del estatuto de formalidad que debe cumplirse escrupulosamente, o, por el contrario, de la honestidad y la espontaneidad como valores superiores, etc.. Pero todo lo público ha sido desplazado al escenario de la farsa mediática, y ese escenario extrae plusvalía de Mujica como personaje cómico aunque él se pretenda trágico. Así como también deja a Abdala a la deriva del solitario destino trágico de hacerse cómico. El verdadero problema entonces es que la política misma (y no solo Mujica, que en todo caso es su agente) parece no ser ya sino una forma, entre tantas otras, de entretener a la masa, de divertirla, de mimarla y abastecer sus demandas, de hacerla reír o llorar, de confirmarla en el suelo imaginario de su existencia.

Es significativo que el “furcio del tuerto”, del cual se quiere extraer la consecuencia soñada de una crisis diplomática, de un colapso de las relaciones bilaterales, de un privado definitivo que termine por rasgar irremediablemente lo público y hasta lo real, haya sido tomado menos por el periodismo político que por programas de televisión de cuarta que se especializan en chismes de la farándula o en montar la escenografía de la democracia parlamentaria. Ahí está precisamente el punto mínimo de la vitalidad política llevado al punto máximo del rendimiento espectacular: lo privado absoluto es relativizado de pronto con la mentira o el simulacro evidente de un espacio público que ha sido invadido o adulterado impensadamente por lo privado. Y todos discutimos y opinamos, verificando paradójicamente que ya no hay espacio público ni política excepto en el carácter ilusorio de nuestra discusión, cuya existencia está siendo desmentida en simultáneo por su propio contenido: el eructo de un mandatario, lo real absoluto.

De hecho, podemos interpretar el “furcio del tuerto” como lo contrario exacto de lo que se ha sostenido hasta ahora. Lejos de ser un agravio o un insulto a Kirchner, a su viuda y al actual gobierno argentino, se trata de un piropo crudo y brutal: “esta vieja es peor que el tuerto: es más terca”. Nos olvidamos que la terquedad de Cristina es el centro del enunciado y no las voces vieja y tuerto, que es eso que Mujica no puede apagar (el eructo) y que se transforma inevitablemente en el centro mismo del show y en la carcajada psicótica de la masa. Esa es la condena de la política hoy, y, en suma, veremos, la de todo el lenguaje: la incapacidad radical de apagar las voces.
 

2. el apocalipsis comunicativo

 
¿Por qué seguir jugando al espacio público agredido si todo ha sido privatizado y destruido dulcemente en el vaivén del océano comunicacional? La pauta de lo privado-común no solamente la da el territorio absoluto e ingobernado de internet, extranet, externet y alternet, que siempre desemboca en la megamáquina endogámica de la intranet, circuito cerrado y privado de comunicación de un pequeño grupo imaginario (aunque ese pequeño grupo imaginario pueda, llegado el caso, ser tan extenso como el mundo mismo: no es una cuestión de número, de medida o de tamaño). También están los programas de radio o televisión o páginas de noticias web, amablemente abiertos al clamor de la masa a través de conexiones telefónicas, mensajes de texto de telefonía celular, correo electrónico, cámaras web. Una electricidad ansiosa sin objeto ni destino hormigueando incesantemente sobre el cuerpo sin órganos de lo post-social. Y el ejemplo más doloroso es el del lenguaje. El ambiente común y global de la comunicación no es, obviamente, una síntesis del antagonismo clásico entre el ambiente privado de las voces y las palabras y el ambiente público del lenguaje (la síntesis del antagonismo en cuestión, me apuro a anotar, es lo público mismo).

La comunicación global es, en realidad, un desfondamiento y una abolición del antagonismo, es la instalación de un territorio ilimitado y continuo que solamente puede ser una recaída masiva en lo privado. Solamente hay voces singulares o parciales, dialectos, estribillos, pedazos de frases, discusiones, opiniones, expresiones locales, órdenes o gritos despóticos, o lamentos y quejidos victimales. Y todo se inscribe, por la magia instantánea de la comunicación y de los medios, en ese griterío o ese murmullo generalizado y común que algunos se empecinan en seguir llamando “lo público”. Lo público, en tiempos de comunicación liberal, no sería entonces sino una superficie de inscripción total de lo privado, la sumatoria de todos los fragmentos de lo privado en el plano democrático extremo de lo común en tanto lo accesible a todos y a cada uno. Una pizarra gigantesca donde cada uno escribe lo que le viene en gana. El complejo procedimiento de la representación clásica, y toda su vieja metafísica del descentramiento y de la alienación, con la imposibilidad misma de representación plena o de metáfora plena, cae en la mera inscripción o en el mero registro de lo parcial en esa superficie obscena que amplifica la lógica diferencial microscópica y narcisista de la heteroglosia, la multitud de las voces sociales.

En este escenario hay luchas prescriptivas, luchas infantiles por el reconocimiento a través del recurso imponderable del derecho abstracto-formal, como la de inscribir cada singularidad (en tanto minoritaria) en diferentes lugares o nichos del lenguaje. Sabemos que cuando habla el lenguaje en realidad habla un varón, lo que hace que el lenguaje sea machista y sexista, y por lo tanto debería haber formas desinenciales explícitas obligatorias para las diferencias de género (hombre / mujer, presidente / presidenta, todos/as o tod@s o todxs, etc.). Estas formas, en su momento, seguramente serán (o fueron) impugnadas como insuficientes por las demás formas del extra o del intergénero que se sienten desplazadas y olvidadas: ¿por qué aceptar esa tiranía binaria de hombre / mujer?, ¿dónde está mi lugar en el lenguaje si no soy hombre y no soy mujer?, ¿y si estoy en el medio de esas dos categorías absolutas?, ¿y si estoy situado en un campo fabuloso, más allá de hombre o más allá de mujer? Y también estas últimas podrían ser a su vez impugnadas por otras diferencias culturales no necesariamente genéricas (etnias, profesiones, edades o aún clases) que terminaran por reclamar su forma desinencial, ya que el derecho las asiste.

Si sabemos que cuando habla el lenguaje, en realidad siempre habla no sólo un varón sino un varón adulto, blanco y culto, lo que empuja al lenguaje a ser no sólo sexista, sino también conservador, racista y clasista-aristocrático, entonces ¿cómo hacer un lenguaje —que no sea el de John Wilkins— cuyo sujeto sea, digamos, un hermafrodita indochino impúber estibador zafral analfabeto, y que sea a su vez capaz de dejar de ser rápidamente ese lenguaje para pasar a ser el de un viejo gay conservador coleccionista de piezas de arte en Manhattan, o el de un narcoguerrillero, o el de una lapona renga con tres hijos y un perro? Todo y todos deben estar inscriptos.

Pero el escenario también muestra luchas proscriptivas, negativas y obsesas, como la militancia por la prohibición de ciertos picos agresivos o modalidades expresivas portadoras del virus de una singularidad que discrimina, acosa, desprecia y denigra al otro (a otra singularidad). Hay que recortar o modular esos picos para que el buen juego ritual-formal de la tolerancia democrática y de la paz social pueda seguirse jugando. El lenguaje, así, parece ser ya irremediablemente entendido como la forma suprema o el escenario último de lo privado-común (es decir, el opuesto exacto a la universalidad del lenguaje): o bien un simple mapa exhaustivo de la diversidad y la vitalidad gozosa de lo social, o bien una autoridad que ordena y asegura la buena circulación y la buena conducta de las voces, a golpes de poder, autoridad y prohibiciones. De más está decir que estos dos extremos de concebir lo público, tolerancia descriptiva que tiende a una especie de exhaustividad afásica, y mandato excluyente que tiende a la limpieza moral de todo lo que grita, hiere o daña, son en realidad hermanos gemelos: se miran directamente a los ojos y cada uno clama incesantemente por el otro. El lenguaje (que ha sido el soporte mismo de lo público) pierde toda potencia analítica y de superación y se convierte en un entreverado campo de batalla, donde cada uno lucha, por un lado, por estar presente, y por otro, por no ser acosado o discriminado. Se ha invertido el sueño de Walter Benjamin de que “el lenguaje es el único espacio libre de violencia” (de poder, de injusticia, de esclavitud, etc.) al permitirnos pensar las cosas o las circunstancias en tanto que violentas (injustas, explotadoras, etc.). Lo público deja de ser una especie de cero o de significante vacío, para pasar a ser el amontonamiento de todo o de todos, y los dispositivos de seguridad para corregir, evitar o prevenir los excesos de ese todo y los problemas inherentes del amontonamiento.

Quizás no está de más decir que esta tragedia es la tragedia post-social de lo social: lugar inhabitable donde se levanta lo público como el escenario en el que se emplaza la farsa que habilita a disfrutar perversamente de esa tragedia, sin remordimientos y sin culpas. Y ése es, en definitiva, el signo funcional que hay que adjudicarle al “furcio del tuerto”: nos permite atribuirle a lo público un estatuto negativo de existencia al revelarlo en el síntoma privado de Mujica. Uno conjetura: ah, debo pensar que todavía hay algo como lo público: entonces me voy a reír de la metida de pata del presidente. Y sólo se ríe.

 



* Publicado originalmente en Tiempo de Crítica. Año II, N° 56, 19 de abril de 2013, publicación semanal de la revista Caras y Caretas.

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