| Los libros hermosos están 
			escritos en una especie de lengua extranjera. M Proust, Contre Sainte–Beueve
   
			Prólogo
 
 Este conjunto de textos, entre los cuales unos son inéditos y otros 
			ya han sido publicados, se organiza alrededor de unos problemas 
			determinados. El problema de escribir: el escritor, como dice 
			Proust, inventa dentro de la lengua una lengua nueva, una lengua 
			extranjera en cierta medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales 
			o sintácticas. Saca a la lengua de los caminos trillados, la hace 
			delirar. Pero asimismo el problema de escribir tampoco es 
			separable de un problema
			de ver y de oír: 
			en efecto, cuando dentro de la lengua se crea otra lengua, el 
			lenguaje en su totalidad tiende hacia un límite «asintáctico», 
			«agramatical», o que comunica con su propio exterior.
 
 El límite no está fuera del 
			lenguaje, sino que es su afuera: se 
			compone de visiones y de audiciones no lingüísticas, pero que sólo 
			el lenguaje hace posibles. También existen una pintura y una música 
			propias de la escritura, como existen efectos de colores y de 
			sonoridades que se elevan por encima de las palabras. Vemos y oímos 
			a través de las palabras, entre las palabras. Beckett hablaba de 
			«horadar agujeros» en el lenguaje para ver u oír «lo que se oculta 
			detrás». De todos los escritores hay que decir: es un vidente, es un 
			oyente, «mal visto mal dicho», es un colorista, un músico. 
			Estas visiones, estas audiciones no son un asunto privado, sino que 
			forman los personajes de una Historia y de una geografía que se va 
			reinventando sin cesar. El delirio las inventa, como procesos 
			que arrastran las palabras de un extremo a otro del universo. Se 
			trata de acontecimientos en los lindes del 
			lenguaje. Pero cuando el 
			delirio se torna estado clínico, las palabras ya no 
			desembocan en nada, ya no se oye ni se ve nada a través de ellas, 
			salvo una noche que ha perdido su historia, sus colores y sus 
			cantos. La literatura es una salud.
 
 Estos problemas trazan un conjunto de caminos. Los textos 
			presentados aquí, y los autores considerados, son caminos de esas 
			características. Unos son cortos, otros más largos, pero se cruzan, 
			vuelven a pasar por los mismos sitios, se aproximan o se separan, 
			cada cual ofrece una panorámica sobre otros. Algunos son callejones 
			sin salida cerrados por la enfermedad. Toda obra es un viaje, un 
			trayecto, pero que sólo recorre tal o cual camino exterior en virtud 
			de los caminos y de las trayectorias interiores que la componen, que 
			constituyen su paisaje o su concierto.
 
 
			1. La literatura y la 
			vida
 
 Escribir indudablemente no es imponer 
			una forma (de expresión) a una materia vivida. La 
			literatura se 
			decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, 
			siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. 
			Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y 
			lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se 
			deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula 
			hasta devenir–imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con 
			otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de 
			Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas 
			puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como 
			en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro 
			sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta 
			como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a 
			cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen 
			siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia 
			formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna 
			razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que 
			deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada tiene que 
			ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es 
			alcanzar una forma (identificación, imitación, mimesis), sino 
			encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de 
			indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una 
			mujer, de un animal o de una molécula: no imprecisos 
			ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos 
			determinados en una forma cuanto que se singularizan en una 
			población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a 
			condición de crear los medios literarios para ello, como con el 
			áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, 
			algo pasa.1
 
			El devenir siempre está «entre»: mujer entre las 
			mujeres, o animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido 
			sólo surge si el término que hace devenir resulta en sí mismo 
			privado de los caracteres formales que hacen decir el, la 
			(«el animal aquí presente»...). Cuando Le Clézio deviene–indio, es 
			siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar 
			una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en 
			una zona de vecindad.2
			De igual modo, según Kafka, el 
			campeón de natación que no sabía nadar.  
			Toda 
			escritura comporta un 
			atletismo. Pero, en vez de reconciliar la
			literatura con el deporte, 
			o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se 
			ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la 
			cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el 
			animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el 
			animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento 
			correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco 
			espín, según Lawrence,  o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras 
			pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión». Se 
			escribe para los terneros que mueren, decía Moritz.3 La 
			lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, 
			animales, moleculares, y todo 
			camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas 
			rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el 
			conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de 
			manifiesto la vida en las cosas. 
 Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los 
			lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se 
			peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el 
			eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se 
			introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al 
			final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil 
			de la literatura. Se escribe para el propio padre–madre. Marthe 
			Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta 
			infantilización, esta psicoanalización de la 
			literatura, al no dejar 
			al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura 
			abandonada.4 Ni 
			el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica, del 
			tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y 
			los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos 
			y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son 
			diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal que yo 
			soy».5 Por 
			regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo 
			indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de 
			un posesivo: «están pegando a un niño» se transforma 
			enseguida en «mi padre me ha pegado». Pero la 
			literatura sigue el 
			camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las 
			personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno 
			es una  generalidad, sino una singularidad en su expresión más 
			elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las 
			dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación 
			literaria; la 
			literatura sólo empieza cuando nace en nuestro 
			interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo 
			(lo «neutro» de Blanchot).6
 
			Indudablemente, los 
			personajes literarios están perfectamente individualizados, y no son 
			imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los 
			elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que 
			devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby 
			Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la 
			inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen 
			acceder a una visión, ve el oro, de tal forma que empieza a 
			huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo 
			indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No 
			hay literatura sin fabulación, pero, como acertó a descubrir 
			Bergson, la fabulación, la función fabuladora, no consiste en 
			imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas 
			visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias. 
			 
			No se escribe con las 
			propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de 
			vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está 
			interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino 
			detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, 
			el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, 
			médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas 
			con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La 
			literatura 
			se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente 
			el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este 
			caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una 
			irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de 
			las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, 
			irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante 
			unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles.7
			De lo que ha visto y oído, el 
			escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. 
			¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada 
			por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la 
			salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el 
			final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar. 
			 
			La salud como 
			literatura, 
			como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio 
			de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los 
			recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o 
			el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo 
			sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese 
			poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus 
			propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto 
			por los emigrantes de todos los países.  
			Thomas Wolfe «plasma por 
			escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la 
			experiencia de un único hombre».8 Precisamente, 
			no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, 
			eternamente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo 
			exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, 
			dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el 
			que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la 
			deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde 
			siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, 
			Melville para América del Norte presentan la 
			literatura como la 
			enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos 
			menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del 
			escritor.9 Pese 
			a que siempre remite a agentes singulares, la 
			literatura es 
			disposición colectiva de enunciación. La 
			literatura es delirio, pero 
			el delirio no es asunto del padre–madre: no hay delirio que no pase 
			por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la 
			Historia Universal. Todo delirio es histórico–mundial, 
			«desplazamiento de razas y de continentes». La 
			literatura es 
			delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del 
			delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por 
			antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y 
			dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza 
			bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que 
			resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la 
			literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre 
			el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos 
			con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, 
			el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con 
			el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la 
			literatura hacia un 
			fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a 
			costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí 
			misma. Objetivo último de la 
			literatura: poner de manifiesto en el 
			delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, 
			es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta 
			(«por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»).
 
			Lo que hace la 
			literatura 
			en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella 
			precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra 
			lengua, ni un habla regional recuperada, sino un devenir–otro de la 
			lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se 
			impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka 
			pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua que 
			usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está 
			usted diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de 
			la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que 
			valgan al margen de los efectos de sintaxis dentro de los cuales se 
			desarrollan. Así, la literatura presenta ya dos aspectos, en la 
			medida en que lleva a cabo una descomposición o una destrucción de 
			la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua 
			dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. 
			 
			«La única manera de 
			defender la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a 
			hacerse su propia lengua...»10 Diríase 
			que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a 
			salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva de 
			que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin 
			que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al 
			límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y 
			Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no 
			son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los 
			intersticios del 
			lenguaje, en las desviaciones de 
			lenguaje. No son 
			interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como 
			vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al 
			lenguaje es lo que constituye las Ideas.  
			Estos son los tres 
			aspectos que perpetuamente están en movimiento en Artaud: la omisión 
			de letras en la descomposición del 
			lenguaje materno (R, T...); su 
			recuperación en una sintaxis nueva o unos nombres nuevos con 
			proyección sintáctica, creadores de una lengua («eTReTé»); las 
			palabras–soplos por último, límite asintáctico hacia el que tiende 
			todo el lenguaje. Y Céline, no podemos evitar decirlo, por muy 
			sumario que nos parezca: el Viaje o la descomposición de la 
			lengua materna; Muerte a crédito y la nueva sintaxis como 
			lengua dentro de la lengua; Guignol’s Bandy las exclamaciones 
			suspendidas como límite del 
			lenguaje, visiones y sonoridades 
			explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna 
			sea odiosa, pero de tal modo que una creación sintáctica trace en 
			ella una especie de lengua extranjera, y que el 
			lenguaje en su 
			totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Sucede 
			a veces que se felicita a un escritor, pero él sabe perfectamente 
			que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se había 
			propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido 
			su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que escritor. A 
			aquellos que le preguntan en qué consiste la
			escritura, Virginia 
			Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no, lo que le 
			preocupa a él es otra cosa.  
			Si consideramos estos 
			criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con 
			pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden 
			llamarse escritores. 
  Notas:
 
			
			1 
			Vid. André Dhôtel, Terres, 
			de mémoire, Éd. Universitaires (sobre un devenir–áster en La 
			Chronique fabuleuse, pag. 225). 
 2 Le 
			Clézio, Haï, Flammarion, pág. 5. En su primera novela, Le proces–verbal, 
			Ed. Folio–Gallimard, Le Clézio presentaba de forma casi ejemplar un 
			personaje en un devenir–mujer, luego en un devenir–rata, y luego en 
			un devenir–imperceptible en el que acaba desvaneciéndose.
 
 3
			Vid. J.–C. Bailly, La légende dispersée, anthologie du 
			romantisme allemand, 10–18, pag. 38.
 
			
			4 Marthe 
			Robert, Roman des origines et origines du roman, Grasset (Novela de 
			los orígenes y  orígenes de la novela, Taurus). 
 5 Lawrence, 
			Lettres choisies. Pión, II, pág. 237.
 
			
			
			6 Blanchot, 
			La part du feu, Gallimard, págs. 29–30, y L’entretien infini, págs. 
			563–564: «Algo ocurre (a los personajes) que no pueden recuperarse 
			más que privándose de su poder de decir Yo.» La literatura, en este 
			caso, parece desmentir la concepción lingüística, que asienta en las 
			partículas conectivas, y particularmente en las dos primeras 
			personas, la condición misma de la enunciación. 
			 
			
			7 Sobre 
			la literatura como problema de salud, pero para aquellos que carecen 
			de ella o que sólo cuentan con una salud muy frágil, vid. Michaux, 
			posfacio a «Mis propiedades», en La nuit remue, Gallimard. Y Le 
			Clézio, Haï, pág. 7: «Algún día, tal vez se sepa que no había arte, 
			sino sólo medicina.»  
			
			8 André Bay, 
			prefacio a Thomas Wolfe, De la mort au matin. Stock. 
			 9
			Vid. las reflexiones de Kafka sobre las literaturas 
			llamadas menores, Journal, Livre de poche,  págs. 179–182 
			(Diarios. Lumen, 1991); y las de Melville sobre la literatura 
			norteamericana, D’oü viens–tu, Hawthorne?, Gallimard, págs. 237–240.
 
			
			
			10 
			Vid. Andró Dhôtel, Terres 
			de mémoire, Éd. Universitaires (sobre un devenir–áster en La 
			Chronique fabuleuse, pág. 225). 
 
			
	
			
           |  |