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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



RODÓ, JOSÉ ENRIQUE - CULTURA - EDUCACIÓN - POLÍTICA - ANALFABETISMO - DEMOCRACIA - LENGUAJE -  REPRESENTACIÓN - VERDAD - ARIEL - ESTADO - COMUNICACIÓN -
 

Apuntes sobre Rodó. La reconciliación (III)*

Sandino Núñez
 

El “fin de la civilización” no es solamente la caída objetiva de las viejas instituciones centralizadoras del lenguaje y la política a manos de la oralidad de los medios, del analfabetismo funcional de la masa y de los intercambios generalizados en el mercado y la comunicación. Es, también, cierta forma de la recaída, expresada como retirada subjetiva del intelectual de su lugar en la Ciudad Letrada.

suturar
 

En algún momento comienza a ocurrir algo como una era posconciliar, una era de reconciliación y “rescate” (de Rodó, para el caso) que parece ser menos el relevo que cierta inevitable continuación de la utopía culturalista de la nueva izquierda (uno de los destinos de la utopía culturalista es el de lograr la plenitud en la comunidad liberal-pragmática). Se trata de una escena post, que se quiere sin fracturas ni heridas, sin derechas ni izquierdas. Dos libros, que tratan precisamente de Rodó, me parecen claves para entender este clima de la cultura uruguaya a comienzos del siglo XXI. Uno es Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista, de Pablo da Silveira y Cristina Monreal.[1] El otro es José Enrique Rodó: una retórica para la democracia, de Diego Alonso.[2] Acá Rodó ya no parece funcionar como padre sino más bien como un hijo prepóstero —ese precursor distante que inventamos après-coup, como jugando.

Da Silveira y Monreal trazan y defienden a un Rodó capaz de encarnar o prefigurar la utopía liberal de una razón polémico-argumentativa. Una buena ciudad debe ser capaz de combatir o de mantener a raya a la tentación jacobina del partido único que expresa la verdadera voluntad del pueblo, por estar hecha de una robusta circulación horizontal e igualitaria de opiniones e ideas en debates y justas. Una circulación amparada siempre por la tibieza tutelar de la filosofía, esa madre que funciona no como un organizador ideológico o doctrinario sino como una guía técnico- práctica, y que nos ayuda en cuestiones menos de ideas que de gestión o desempeño: la toma de las decisiones correctas, el desenmascaramiento de las inconsistencias y las astucias del adversario, la exposición del pensamiento en forma coherente y razonable. El carácter inmanente de esa razón pragmática de la filosofía debe entonces conservarse a cualquier precio, si es que pretendemos no caer en la hipóstasis jacobina de la voluntad general o de las mayorías hegemónicas aplastantes.

Aunque más sutil, la propuesta de Diego Alonso termina por plantear un Rodó que no difiere mucho del anterior: el utópico escritor oral suturando el campo dividido del discurso moderno con el maná de la retórica práctica, y cosiendo y hermanando especialmente a dos grandes antagonistas: el discurso político y el discurso literario. Todo es retórica, aún la argumentación o la lógica (y quizás sobre todo la lógica y la argumentación, ya que ellas necesitan ese plus de retórica para fingirse una no-retórica, una superación de la retórica o un corte con la retórica). Todo el funcionamiento social del discurso parece agotarse en un incesante universo imaginario pragmático de ansiedad o urgencias, de comunicación y enganches, de performances y gestos persuasivos. La compleja habilidad de crear y ficcionalizar los conceptos, el arte de manejar la estructura de la argumentación, la forma narrativa o el estilo, lo meramente ornamental o enfático: todo le pertenece al orden de la retórica (que es el orden del discurso, en términos posestructuralistas). Desde la elaborada paciencia para sugerir la lenta maduración de la idea, hasta la súbita herida a la sensibilidad con la estocada de una ocurrencia o una provocación. Todo es parte del genio retórico. Y la retórica, en tanto disciplina que se ocupa del campo unificado de estos juegos inmanentes del discurso, absorbe los impactos de la crítica tradicional al pensamiento, la ontología, la ideología o la doctrina —típicas criaturas de la escritura. Termina así por absorber todo intento de trascendentalizar lo social, y termina, en suma, por absorber y neutralizar a la política misma (una ilusión creada por la misma retórica), para asegurar la circulación democrática de lo que verdaderamente interesa: textos y discursos, figuras y tropos.

Ambos libros son, a su modo, utopías de redención. El primero busca salvar al propio Rodó, quiere absolverlo de la condena de su propio discurso exagerado, de la elocutio exuberante y enfática, de su vaga ensoñación de superioridad intelectual y estética. Descubre entonces a un Rodó al margen de ese Rodó, un Rodó por fuera de lo que oficialmente han sido sus marcas y sus características. Hay algo como un núcleo sano en su enfermedad poética y esteticista, por fuera de sus tics modernistas. Hay un Rodó sensato, un argumentador despierto, práctico y agudo y profundamente comprometido con las cuestiones públicas. Ese otro Rodó está allí, en la justa polémica, en Liberalismo y jacobinismo.[3] Alonso, más ambicioso, busca redimir menos a Rodó que al esteticismo mismo. Quiere encontrar lo necesario de su retórica (y de toda retórica, en suma), engancharla a profundas necesidades cognitivas, comunicativas, didácticas y políticas.[4] La retórica no es la borrachera del modernista a la que hay que encontrar una contrafigura sobria para construir política: es ya, y antes que nada, política. No quiere ser ya la hermana menor de la lógica, no quiere ser tratada como el desperdicio de la idea, o como el precio prostitutivo que la idea paga para comunicarse o socializarse. Y el propio Rodó resulta ser una especie de héroe paradojal: titular de una retórica crecida y mórbida pero que se adivina como mucho más que un mero embellecimiento de la idea. Y si la retórica no es simplemente el emperifollamiento de la idea, tampoco la lógica es su estructura, su musculatura y su esqueleto. Ningún dios tiene derecho a separar lógica y retórica, política y literatura.

Para ambos trabajos, en definitiva, la escritura de Rodó encarna algo como una razón inmanente de los intercambios sociales: la filosofía y la literatura (en  uno y otro caso), no vistas como grandes aparatos histórico-institucionales sino entendidas desde la trama molecular de su discursividad: la lógica argumentativa y el genio retórico. En el paraíso liberal de Da Silveira y Monreal, la argumentación no está ahí para combatir al fundamentalismo político sino para disuadir la tentación fundamentalista, para mantener a raya a los fantasmas totalitarios y conjurar cualquier intento futuro de manifestación. La Verdad, así, no puede ser una categoría filosófica, metafísica o trascendental (tarde o temprano, por esa brecha dualista va a entrar el monstruo jacobino), sino que tiene que ver con la eficacia práctica con la que se resuelve un problema, y con la sistematización o la metodización en procedimientos instrumentales claros y simples y reproducibles. Reglas, procedimientos, rutinas, algoritmos, y no Ley. El campo social así resulta unificado por la estructura racional inmanente de las reglas de la argumentación: los enemigos de la sociedad liberal no son antagonistas: son algo del orden de las anomalías, las disfunciones, los obstáculos, las enfermedades o las taras locales de lo social. El modelo retórico de Alonso es casi igual, pero va un poco más lejos. El campo social está unificado en la razón retórica y esa trama cose y sutura la gran herida dualista de la modernidad, la brecha que separa la política de la literatura, la filosofía del arte. Hay retórica en la filosofía y hay conocimiento en el arte. Hay literatura en la política y hay política en la literatura. La retórica, la verdad retórica, es lo que permite tejer nuevamente la totalidad del campo, en cualquiera de sus dos hemisferios, sin contradicciones y sin sobresaltos. Al igual que la verdad argumentativa, la verdad retórica, evidentemente, tampoco es metafísica: es un brillo, un instante, una posibilidad local, singular o parcial, inmanente, nacida de la habilidad y del genio del propio sistema y de la dinámica relacional-dialógica entre los enunciados. Pero acá, finalmente, la verdad misma termina por diluirse: no hay enunciado que, en algún punto o en algún sentido, no constituya algo como una verdad. Una verdad doctrinaria, eventualmente, o una verdad argumentativa, pero también la verdad expresiva de un gesto, una discusión, una denuncia, una declaración, una euforia, una decepción, un enojo. La verdad tiene que ver con la inexorable transparencia pragmática del juego enunciativo, e incluye privilegiadamente a algo del orden de lo auténtico.

Si la democracia liberal Da Silveira-Monreal es obsesiva y ritualista, la democracia retórica de Alonso es más bien psicótica. Mientras que la segunda, al cancelar el sentido-verdad deja el campo de inmanencia de los intercambios socio-discursivos en la hiperproducción libre y azarosa, la multiplicidad ilimitada de las pequeñas verdades parciales, la primera (temerosa, al fin, del sinsentido liso y llano) reglamenta el juego de la producción discursiva con una serie de reglas o normas argumentativas “externas” que ayudan a distinguir y a producir el enunciado correcto. Es posible que deba corregir mi afirmación de más arriba: el modelo Da Silveira-Montreal va un poco más lejos que el de Alonso. Ambos, de todos modos, insisto, son utopías posconciliares: intentan suturar las grandes heridas modernas, luego de que el pensamiento político crítico (el de la izquierda tradicional), como hicimos notar más arriba, se constituyera y se pensara a sí mismo como la conciencia de lo social.
 

mostrarse, mostrar
 

Si el desgarramiento entre la vida y el lenguaje, entre la existencia y la conciencia, entre el ser social y la conciencia social, marcaba las contradicciones y la dinámica de los modelos críticos de la izquierda tradicional ¿a qué clima político-cultural contemporáneo remiten las utopías de conciliación como las que acabamos de ver? Quiero remitir a dos claros síntomas uruguayos.

El Edificio Auditorio del SODRE [5] es la metáfora de una catástrofe de la cultura, un movimiento implosivo, una especie de espasmo terminal. Con él entendemos que la Ciudad Letrada ha caído dentro de su propio centro de masa. El edificio mismo parece resultar de la inversión del principio centralizador, fecundante y expansivo que había caracterizado al circuito cultural urbano durante el período de la civilización uruguaya. Es un paseo vidriado, transparente, ligeramente obsceno. Si antes el sueño de la cultura era la épica del centro letrado proyectándose sobre la periferia, ahora la cultura se hace lírica y pasiva, se invagina, se concentra en un punto, se encierra en una burbuja y hace lo único que parece estar a su alcance: exhibir como espectáculo su interior creativo. Como esos artefactos de vidrio o acrílico que muestran su propio mecanismo, la cultura culta del centro no nos interesaría o seduciría por lo que fuera capaz de hacer (siempre tememos a la decepción: lo que la máquina es capaz de hacer —en caso de que sea capaz de hacer algo— podría no resultarnos interesante en absoluto), sino que nos fascinaría en y por su propio funcionamiento, su misma mecánica.

Donde antes había un movimiento hacia afuera, una conquista, entonces, ahora aparecía un retorno al centro que no es sólo metafórico. Un edificio vidriado, una especie de Aleph, juego de transparencia arquitectónica en el centro del centro de la ciudad, donde la cultura estatal exhibiría, para el pasmo y el éxtasis del iletrado dominguero, la delicadeza de su interioridad atareada. El Auditorio, es verdad, es la utopía de lo bello, de lo discreto, de lo íntimo: un adentro envuelto en una epidermis transparente, mostrándose con generosidad. Pero esa utopía parecía destinada a cerrar en una operación mágica masiva. Cuestiones anecdóticas y casi accidentales dispusieron que la inauguración del Auditorio llegara fuera de su propio tiempo.[6] El edificio aparece, es evidente, mucho después del último suspiro civilizatorio que aún pretendía, después de la dictadura, restaurar cierto clima perdido (1985-1990). Pero también mucho después del último estupor del viejo intelectual aturdido por el confuso ambiente posletrado, absorto ante la estampida fragmentaria de lo social en la nada barullenta de la lógica técnica del mercado, del consumo, del beneficio, de la necesidad o de la sobrevivencia (1990-1995). El edificio llega, digamos, en los tiempos de la consagración y la celebración del Otro por el Mismo. Llega en tiempos en los que finalmente el centro (algo-como-el-centro, digamos: la forma administrativa convencional del centro) está convencido de que la mejor respuesta al ambiente posletrado es emplazar, en su propio centro imposible, el monumento pleno a la periferia. Y esto se solapa con el segundo ejemplo.

Veamos. Las dos figuras se ensimisman al ritmo de una cumbia villera o de un reguetón. Los bailarines se tocan apenas. Él apoya una mano en el hombro de ella y la otra en su cadera. Ella hace lo mismo. No sonríen ni miran al público como en un espectáculo. No se miran a la cara como en una ceremonia de apareamiento. La mirada, concentrada en los pasos y en los movimientos de los pies, cierra la máquina sobre sí misma. Es un trance autista del propio baile, el baile como trance autista: todo se suspende en la burbuja de una vaga concentración de Narciso. La vestimenta es deliberadamente pobre: tanto la de él como la de ella recuerdan el atavío del compadrito: sombrero de ala corta volcado sobre los ojos, sacos cortones a rayas, pantalones caídos a la cadera. En Made in Cante [7] todo es un simulacro, y la pareja que baila cumbia villera o cumbia plancha es parte de un experimento arqueológico. Forma trasplantada de la cultura marginal, objeto polisémico e interesante colgado en el salón Plataforma del MEC en la calle San José. ¿No es acaso esa pareja, antes que nada, un objeto de lo que algunos llaman, enigmáticamente, arte conceptual —i.e. algo destinado a no mostrar nada que no sea el propio gesto que lo produce: para el caso, la actual vocación tolerante, amplia y democrática del  centro y el Estado —y también su vocación de juventud, por así decirlo, encarnada en su nuevo aire de vaga y discreta contracultura? Los ministros pueden lavar así sus culpas: si la nación se hizo a golpes de una cultura céntrica expansionista tomando las periferias con la coartada de la civilización, es hora de pedir disculpas y recibir a las figuras periféricas en el vientre generoso y transparente del salón del centro.

Este monumento al Otro se erige en el gesto puntual de consagrar al Otro en monumento y como monumento —sin tocarlo, sin decirlo, sin pensarlo siquiera. Es un espejo perverso que refleja, al mismo tiempo, el milagro imaginario del Otro y el ingenuo poder consagratorio del Mismo. De todas formas, la tardanza no parece estropear la figura conceptual original del Edificio Auditorio de una retirada narcisista de la cultura (desde el proyecto educativo-civilizatorio a la discreta oferta de sí misma como espectáculo): la continúa y la prolonga, por así decirlo. El centro ya no solamente muestra la transparencia psicótico-narcisista de su propio organismo y de su propio funcionamiento: lo muestra, ya consagrado, en el Otro. Muestra su ilimitado poder de mostrar, su inútil poder legitimante. Quiere, desde el punto minúsculo de su existencia, cubrir todo con la magia contagiosa de su gesto democrático liberal absoluto e indialéctico. La cultura céntrica ya no civiliza ni conquista. Ya no agrede a nadie: sólo a sí misma. No se exhibe a sí misma para el éxtasis del periférico: hace algo mucho más siniestro: exhibe —para su propio éxtasis o su propio escándalo— la imagen sagrada de la periferia, la intocada estampita del otro, su souvenir.

Made in Cante quizá también quiere mostrar que la cumbia villera es como era el tango orillero y el milongón a principios del siglo XX: músicas, ritmos y bailes que nacían de las zonas oscuras de lo social, de la promiscuidad más honda del conventillo y la miseria, y que terminaron por inscribirse en los salones céntricos, en Broadway y el cine, y por instalarse finalmente como uno de los bienes culturales de occidente. Podrían resultarnos agresivos y desafiantes al principio, podrían comenzar como voces balbuceantes de lo premoderno, marcas de una brutal y grotesca cultura territorial y de gueto —pero si se los acompañaba, si se les tenía paciencia, si no se los condenaba a una orfandad sin Dios y sin Estado, serían bienes universales, bienes de toda la sociedad. Este es un argumento justificatorio bastante pérfido si se quiere, ya que la intervención estatal de Made in Cante, si no la malentiendo, no tiene que ver con estimular o empujar el salto de la música marginal al gran mundo de la mercancía, el capital y los negocios (para eso no es necesario el Centro, la Ciudad Letrada, el MEC o el Estado —y más bien al revés: se diría que son perjudiciales). Pero tampoco tiene que ver con alguna voluntad de civilizar al otro y a su música, Dios nos guarde: en este Centro de hoy ya nadie parece querer someter a la expresión marginal o periférica a una arquitectura de simbolización e interpretación (que sería, por fuerza, la del Centro), ya nadie muestra voluntad de traducir al otro —pues eso sería casi inmoral. Made in Cante, paradójicamente, muestra en este punto lo contrario de lo que argumenta: su gesto se sitúa en las antípodas frías de los procesos integrativos de hace cien años, cuando el milongón orillero, padre del tango, podía considerarse après coup como una pervivencia infantil o premoderna en la sociedad que se instalaba. Hoy, aunque diga lo contrario, el propio MEC indica que ya no parece que fuéramos a asistir a la gloria futura de un género subprestigiado como antes ocurrió con el tango, no parece que fuéramos a ver el triunfo en la ciudad del mañana de una contraestética o de una intervención marginal: pues la música plancha o villera no es un residuo premoderno salvaje en un mundo que se va organizando. Es, por el contrario, el grito de lo que vendrá: un portentoso relámpago ultramoderno o post-civilizatorio de desterritorialización y fuga.

¿A qué entonces el gesto del MEC de exponer la cumbia en el centro? O mejor: ¿qué está haciendo hoy el Centro con su Otro? Pues al final, residualmente, después de todo este juego de modernidad y posmodernidad, de mesianismo y arrepentimiento, de desmentidas y reafirmaciones del propio centro letrado, lo que sobrevive de la pareja y de su baile orillero es ligeramente monstruoso: el brillo opaco de una simple y absoluta estetización antropológica de la cultura periférica, y de toda cultura, en suma. Todo es cultura ya no remite solamente al viejo llamado ingenuo a abolir la distinción aristocrática entre cultura alta y baja. Todo es cultura (todo es arte) quiere decir que todo está tocado, encantado y hasta milagroseado por la cultura. Una monumentalización radical del Otro. En el salón del MEC, sorprendida por la mirada del curioso o por la cámara del noticiero, esa pareja plancha suspendida en la pista nunca fue sino un skéma, una polaroid, una instantánea: estampita triste —y también bella, por qué no— del folclore de la pobreza uruguaya de principios de siglo XXI. Pero no más. Es un monumento. Un objeto extravagante clavado en la pared del salón céntrico del Estado. Una muestra, no un concepto. Un registro o un reflejo, no una interpretación. Un objeto incorporado (clavado en el cuerpo), no simbolizado.

Entonces, podemos caracterizar al clima político cultural que invocábamos al comienzo de este parágrafo. Hoy asistimos a la flotación indiferente y narcisista de las culturas locales o parciales, acompañada del éxtasis del nuevo intelectual que ve pasar las partículas como una fiesta de la nueva democracia. Algo como una deriva centrífuga es el movimiento que marca hoy la dinámica de lo social. Y lo terrible es que no se trata del cuerpo social huyendo de la democracia: es la democracia misma lo que parece estar fugándose (fugándose de la política, digamos). La democracia ya no se entiende en la línea de los procesos integrativos clásicos, sino en la diseminación de las energías sociales y de la fuga. Tanto más democrática parece hoy una sociedad cuanto menos se relaciona con el centro, cuanto más libres corren sus partículas por el territorio, sin representación ni deseo de representación: voces y no lenguaje, expresiones y no juicios o interpretaciones. En rigor, ya no hay centro ni periferia. Ya no convocatorias o interpelaciones desde el centro republicano de la ciudad, sino la disuasión fría de la masa, el desparramo de la energía de un socius que es democrático por ser territorial y ya no por ser político.

En este clima se inscriben los rescates de Rodó en las post-utopías de la buena circulación de argumentos (Da Silveira-Monreal) y de los juegos de la retórica (Alonso). Las dos varían, como veíamos, sobre el tema de la inmanencia de las dinámicas socio-discursivas, y en esa inmanencia hacen reposar la garantía misma de la democracia. Una es lógica y tiene que ver con la gestión y la competitividad de los argumentos. La otra es retórica y tiene que ver con la seducción y la persuasión de los discursos. La retórica y la lógica parecen resolver todo en el plano imaginario: el discurso social no es sino la mera circulación inmanente de argumentos consistentes o aberrantes, o de técnicas de dispositio-elocutio felices o infelices. Ambas post-utopías suturan así la herida misma del discurso político: la que separa al yo del otro (al sujeto del individuo, al alma del cuerpo, al adulto del niño, al centro de la periferia). Ya no hay Otro, ya no hay deseo del Otro. Y por lo tanto tampoco hay Yo.
 

releer
 

Aristóteles observa que lo público (la República) no es un montón de gente sino la ley en la que la gente se organiza. Lo privado sería precisamente el “montón de gente” sin organización y sin Ley, la suma de las voces y el hormigueo de los cuerpos, la zona de los intercambios y los choques de los intereses parciales, las conexiones y las redes. Lo privado es una dinámica imaginaria al margen de la organización centralizada en el logos o la razón. Para un sistema republicano, la universalidad de la representación pública no es la suma o la composición de todos los que representan distintos intereses privados o singulares en la negociación pública, sino más bien  la aparición, necesariamente mesiánica, de alguien que habla en nombre de todos, aunque ese “hablar en nombre de todos” sea por fuerza imposible y suponga siempre algo como una falla, una usurpación del universal del lenguaje (es porque y no aunque: es por esa falla, por ese desequilibrio, que el lenguaje mismo funciona).

Lo público no es simplemente aquello de lo privado que puede mostrarse: lo público es la Ley en la que se organiza lo privado —lo público es el propio lenguaje, en suma. Este es el concepto en el que decidimos reconocer la legitimidad del ejercicio del gobierno: un contrato y no un pacto o un lazo. Es la Ley fundante: organiza y da sentido. Los griegos la llamaban logos, y más tarde los latinos la llamaron ratio. Es una forma de organizar los intercambios privados espontáneos, que siempre tienden a seguir el clivaje del poder, del abuso, de la explotación. Es, precisamente, como veíamos, el lenguaje que nos permite hablar de “abuso”, “explotación”, e incluso de “poder”. El corte que arranca lo público de lo privado es, entonces, fundante de política como espacio universal desde el cual organizar la economía, los intercambios privados espontáneos y horizontales de personas, cosas, afectos, signos.

Cuando Jesús expulsa a los mercaderes del templo, el autoritarismo de ese acto es, tal vez, necesario: está separando lo público-sagrado de lo privado-profano. Hay un espacio que no estará tocado por los negocios o por los intereses, ni por la lógica del beneficio ni por la de la sobrevivencia. (El templo, además, como el Estado, no debe reflejar el clivaje de grupos, castas o clases.) En ese ademán, Jesús está separando la economía de una instancia superior, sagrada —lo religioso muestra ahí, por primera vez, una gran vocación política.[8]  Este espacio sagrado es fundado en la invocación del Padre —“No hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercado”—, y eso refuerza la sospecha de un Amo despótico detrás de la operación. Hay un momento autoritario en la fundación de la Ley: para que haya algo como el Nombre del Padre o como la Ley de Dios, primero debe haber un padre o un Dios (por fuerza despótico) que será sacrificado en su propio nombre, en su propia ley. El tajo que separa lo sagrado de lo profano no tiene necesariamente un sentido religioso; o mejor, lo religioso comienza, en determinado momento de la historia de occidente, a  ser una figura de lo político, de lo público, de la ley en la que se organiza el cuerpo social. Es el “giro griego” del cristianismo. Sagrada es la institución de la ekklesía griega; profanos son los intercambios comerciales en el ágora.

Ahora bien. En este espacio, precisamente, viene a pararse la oratoria sagrada de Rodó en Ariel: fundar la política. El lenguaje fundacional de la política parece condenado a asumir la forma de una oratoria sagrada, en el sentido en que una oratoria es una especie de “filosofía no filosófica” o de “momento no filosófico de la filosofía” (para usar el giro de Althusser), y lo sagrado aquello que se opone, se levanta por encima y finalmente, si tiene éxito, organiza los juegos profanos de lo social: los intercambios y la economía.

Uno de los gestos fundamentales de esta oratoria, para mi gusto,[9] consiste en tratar al nivel pragmático de la economía (entendida como los intercambios más las reglas inmanentes que los ordenan) como “utilitarismo”. Necesaria ingenuidad de la filosofía no filosófica: parecería que es hasta cierto punto necesario tratar a los intercambios —algo que hoy entendemos como parte de la vida más elemental y espontánea de la comunidad— como un ismo, como un cuerpo de doctrina. Es necesario que sean colocados como algo del orden de la idea o del carácter (en el sentido novelesco de la palabra: el personaje Calibán), que sean ficcionalizados, que tengan un estatuto narrativo. Hay que exponerlos como algo a combatir, o como un enemigo a derrotar: plantear una agonística más que un antagonismo.

Quizás Rodó es el primero en caer en su propio truco ficcional —y quizás, además, el truco no funciona si su ejecutor no es el primero en caer en él. Y es, una vez más, esa creencia lo que comienza a fallar en las generaciones posteriores: carecemos de la necesaria ingenuidad que tenía Rodó y su época para pensar a la economía como utilitarismo, como algo del orden de la idea, del concepto o de la doctrina, opuesto a la doctrina “espiritualista” que profesa la gente educada, civilizada y buena. Pero al romper con la ingenuidad de Rodó, comenzamos a respirar el aire de nuestra propia ingenuidad: pensamos que la creencia es un residuo de los tiempos oscuros y puede abolirse con la llegada del conocimiento y la filosofía verdadera. Ocurren así dos fenómenos paradójicos (quizás son el mismo, pensado en dos formas distintas). El primero es, obviamente, que la desarticulación de la creencia de Rodó supone automáticamente el emplazamiento de nuestra propia nueva creencia, todavía más enquistada y más ciega. El segundo es algo como un efecto secundario de la propia racionalización. La creencia en la objetividad del orden económico parece hacernos vulnerables a que nos enceguezca una especie de “emanación objetiva” de la propia economía. Ya no creemos que haya algo como un “manifiesto utilitarista” o un “sujeto utilitarista” contra el cual combatimos, ya no ficcionalizamos la economía en la forma de una doctrina o una ideología, y ahora la razonamos como una instancia “objetiva” de la vida social. Y ahí, precisamente, es que nace y puede prosperar la tendencia a naturalizarla, a identificar lo privado con la vida misma del cuerpo social y terminamos por celebrar así la espontaneidad libre de los intercambios de cosas (mercado) y de signos (comunicación). Cualquier intento de conceptualizar los intercambios y la economía se condena entonces a ser un agente de desvitalización y muerte.[10] Algo como la más redonda expresión de una ideología pragmática de mercado (“utilitarismo”) termina, por un extraño giro de la historia, por ser la consecuencia y la consagración de cierta “razón objetiva”. Pero, extrañamente, esta redonda expresión de ideología pragmática es, a su vez y en cierto modo, lo opuesto a una ideología: es fetichismo, una fascinación con la “emanación objetiva” y no una elaboración simbólica. Hay una profunda solidaridad entre el “utilitarismo” y ciertas formas de “razón objetiva”. Y ahí está la importancia de la “creencia ingenua” de Rodó: proponer una elaboración simbólica allí donde la cosa misma (la vida misma) puede encandilar y matar. Al no dialectizar la creencia y al forzar su disolución en el horizonte de las cosas, aparece lo que Hegel llama una recaída. Hemos ido de la ideología al fetichismo.

Pero hoy parece incluso más apropiado que en tiempos de Rodó hablar de la ocurrencia de doctrinalismos parciales, antisocráticos o antiaristotélicos, que aunque no podríamos llamar utilitarismos funcionan en forma similar, como disuasores de cualquier política entendida como paideia. Veamos. Parte de las reivindicaciones de la neoizquierda, análogamente a cierta tradición “comunitaria“, comienza a manejar un concepto no republicano de representación, y, en suma, de lo público mismo. Así como la representación pública se entiende como la suma o la composición de los intereses privados, lo público es entendido no como la Ley o la razón que permite organizar lo privado-múltiple-parcial, sino como una mera superficie de inscripción de la multiplicidad de las diferencias parciales. Es similar a ciertas operaciones de las luchas de las minorías en el escenario del lenguaje. Se quiere inscribir en la superficie de la gramática la diferencia de género o/a (ignorando que la dialéctica inclusiva especie/género es básicamente un organizador y no un simple “diferenciador”). Inmediatamente entonces otros reclaman también que hay zonas de transgénero, intergénero, infragénero o ultragénero que siempre están quedando por fuera del mapa desinencial, y que entonces deberíamos ampliar la alternativa o/a a o/a/e/i/…/x, es decir, tantas desinencias como variantes genéricas. Y ya que hacemos ingresar en el paradigma las diferencias de género también podríamos incorporar las etnias, las profesiones, las clases, las generaciones —porque sabido es que cuando habla impersonalmente la gramática siempre habla un adulto educado blanco europeo (la Palabra en tanto voz del Amo). Terminamos así por obtener algo como lo opuesto a un lenguaje, algo opuesto a lo público: una coincidencia psicótica entre lo público y lo privado, entre el lenguaje y las voces.[11] No solamente no hay un corte que separe al concepto-sagrado (política) de lo privado-profano (economía, intercambios), sino que nadie parece ya desear ese corte. Se diría incluso que se milita y se lucha (desde la neoizquierda, digamos) por una prolongación de lo privado en lo público, por una representación (en el sentido pobre o infantil de una proporción o una cuota) de lo privado en lo público.

Lenguaje no es ya el espacio conceptual donde se prepara una crítica, un salto emancipatorio, una revolución. Ahora el lenguaje democrático es la sumatoria de todas las voces, el registro de una incesante demanda no de liberación sino de reconocimiento. El lenguaje de la democracia ya no es político: no habrá críticas, ni emancipación, ni revoluciones. La democracia actual se despliega también en un caso de recaída: el fetichismo como fascinación con la emanación objetiva de lo privado sustituye a la ideología como elaboración ficcional-conceptual de lo privado.[12]
 

finalizar

 
La última gran ingenuidad de Rodó le devuelve la forma a toda la figura argumentativa que he tratado de exponer. Es la más evidente de todas, por otra parte: Rodó es nuestro primer intelectual autoproclamado.
[13] Él se siente parte de (y también se ofrece en sacrificio a) esa casta letrada de virtuosos solitarios, de literatos, escribientes y educadores (que Alfonso Reyes aproxima en una nómina despareja que incluye nombres como Andrés Bello, Sarmiento, Justo Sierra, Martí o Juan Montalvo) con cierta conciencia de su lugar y de su destino modernizador, con ganas de incidir en los destinos políticos de sus sociedades o de “mediar entre la sociedad y el poder”, como dice Belén Castro que dice Gutiérrez Girardot.[14]

La gran ingenuidad es la gran soberbia: ser o sentirse o declararse intelectual. La innegociable voluntad de ocupar ese grado cero, esa zona media de lo social —proclamarse intelectual es, precisamente, asumir y desear asumir tal voluntad, la de tomar ese lugar vacío y portarlo como un estandarte. Doble ingenuidad y doble soberbia, además: no solamente tengo la voluntad de ocupar el lugar vacío, sino que soy, insisto, el primero (por así decirlo): la voz de quien no sólo está ocupando el lugar vacío sino la de quien lo está inventando o creando. Rodó era una rareza en el Uruguay en el tránsito del siglo XIX al XX, un mutante solitario. Hablar en nombre de algo como la sociedad ante algo como el poder (representación como suplencia, Vertreten), o, mejor, hacer-dejar que la sociedad hable ante el poder (representación como transferencia, Übertragung), a riesgo de ser tomado como una de las tantas voces del poder, como un mero avatar de la territorialidad, de la corrupción o de la burocracia. Hablar en nombre del otro y de todo otro, empujar al otro a hablar, asumir el imposible papel de ser, por un momento, no el Amo, no el Superyó, sino el Yo del otro, su conciencia, a riesgo de ser criticado, expulsado por impostor o usurpador, acusado de autoritario o aculturizante, reducido al error, al anacronismo, al ridículo, o a cierta forma de insensatez y hasta de locura. Pero toda esa ingenua soberbia era una derrota en la que dormía la victoria más sorda e ingrata. Para que la operación tuviera éxito el fracaso del ejecutor era necesario. Y ése es el verdadero sacrificio de Rodó. La desaparición del personaje para que algo de orden superior puede aparecer. La muerte del que habla para que se consagre el lenguaje: la funcionalidad y la transparencia del propio signo. Es un sacrificio netamente político, civil —y ya no trágico, militar-patriótico (juego mi vida y mis bienes, abandono mi comodidad y mis anclajes afectivos: me esperan la muerte, la gloria, el honor).[15] 

Alguna vez, haciendo un ejercicio tonto, me dije que si bien no podía imaginar a la sociedad uruguaya sin la intervención de Varela, podía, sin embargo, pensarla sin Rodó. Ahora entiendo que hay una muda necesariedad de Rodó que parece exigir a la fuerza su desaparición de nuestra actual “memoria intelectual” —de modo que su oficialización, su destino de aparato de Estado, tal vez también ha sido una forma paradojal de borrarlo, o de borronearlo por lo menos. Desde la generación del 45, digamos, no podemos ya pensar a Rodó, eso es verdad: pero no podemos imaginar al 45 sin Rodó.

Pero todo eso se terminó: la muerte sacrificial dialéctica de Rodó parece hoy dejar paso a una muerte literal, definitiva, no simbólica. El mundo en el que el intelectual, entonces, daba su pelea, era extraño, analfabeto y hostil —pero era, antes que nada, un mundo que comenzaba a encenderse al calor de la nueva praxis civilizatoria. Y hoy no. Hoy nadie quiere ser, ya, intelectual —no, por lo menos, en el sentido en el que el 900 entendía esa palabra. Hoy la democracia misma parece ser el registro de un fetichismo generalizado. Nadie parece dispuesto a asumir el lugar incómodo del intelectual, en tanto hoy más que nunca ese lugar parece exigir algo como un mesianismo y una oratoria sagrada. Y sabido es que esos atributos no son democráticos.

Que quede claro que el “fin de la civilización” no es solamente la caída objetiva de las viejas instituciones centralizadoras del lenguaje y la política (partidos, Estado, sindicatos, escuelas, escritura, libros, leyes) a manos de la oralidad de los medios, del analfabetismo funcional de la masa y de los intercambios generalizados en el mercado y la comunicación. Es, también, cierta forma de la recaída, expresada como retirada subjetiva del intelectual de su lugar en la Ciudad Letrada —la aproblemática renuncia voluntaria a su papel. Y este es el aspecto que me ha interesado acá: un aspecto que la desmesura de Rodó (y no su argumentación liberal) metaforiza en forma extraña y paradojal: el fin de la civilización como fin de la voluntad civilizadora.

Lo terrible del actual ambiente post-utópico puede resumirse en la agonía y muerte del otro. Ya nadie es intelectual, en tanto nadie se detiene en la pregunta por el otro como la gran pregunta de la política. Nadie parece pensar que la creación de una zona próxima con el otro, la creación de un otro-semejante, sea importante para poner a la política como el gran procedimiento de socialización —y como el vínculo social por excelencia. Nadie parece ya insistir en la política como educación y en la educación como paideia o humanitas.

Los viejos textos interpelativos de Rodó, su sermón y su arenga, sus ficciones y su novelización, la vocatio intelectual y todo el aire viejo y oldfashioned de su discurso, adquieren, así, una rara e incómoda luz nueva.

“Piensa, pues, el maestro, que una alta preocupación por los intereses ideales de la especie es opuesta del todo al espíritu de la democracia. Piensa que la concepción de la vida, en una sociedad donde ese espíritu domine, se ajustará progresivamente a la exclusiva persecución del bienestar material como beneficio propagable al mayor número de personas. Según él, siendo la democracia la entronización de Calibán, Ariel no puede menos que ser el vencido de ese triunfo.” (Ariel)

Mientras tanto, a veces, Ariel, la Ciudad Letrada, el genio alado de la civilización uruguaya, empecina discretamente, en el centro, su penoso itinerario póstumo. El arte de la política, de la educación, de la planificación o del gobierno, revierte en una especie de ecología urbana, en una estética pura. Y afuera el aire se va cargando de algo territorial que aterra. Un ambiente medieval, bárbaro y hostil. Sin Ley, pero lleno de disciplina ritual. Sin razón, pero lleno de reglas, de rutinas, de ciclos. Como un obsesivo. Como un enorme organismo biológico. Un mundo lleno de mutantes, de populistas, de microfascismos, de poderes lúmpenes y advenedizos. Un territorio gobernado por el azar, un territorio que, como todo territorio, no entiende la organización y empieza, por tanto, a clamar por orden. Dios nos guarde.
 

Montevideo, 2010
 

Notas:
 

[1] Da Silveira, P y Monreal, C. Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista. La polémica entre José E. Rodó y Pedro Díaz. Taurus, Montevideo, 2003.

[2] Alonso, D. José Enrique Rodó: una retórica para la democracia. Trilce, Montevideo, 2009.

[3] “El Rodó de Liberalismo y jacobinismo se parece poco al que nos enseñaron en la escuela. Lejos del autor esteticista y aislado del mundo que nos sugiere la lectura de sus parábolas, el que aparece aquí es un hombre inserto en el debate político nacional y, sobre todo, fuertemente involucrado en la discusión interna de la fuerza política a la que pertenecía: el Partido Colorado. Es además un hombre con vuelo teórico y bien informado sobre las discusiones doctrinarias de su época. Justamente por eso, es capaz de avanzar una tesis a propósito de nuestra cultura política que sigue resultando sugerente a casi un siglo exacto de haber sido escrita” Da Silveira, op.cit. p. 71.

[4] “Este trabajo se inserta, entonces, dentro de de un debate sobre la efectividad de un proyecto estético que, articulado en el marco del ensayo (único género practicado por Rodó) y haciendo gala de un estilo modernista que le sería distintivo, abordan una serie de temas que traspasan los límites de la esfera privada para abarcar el amplio dominio de lo público y lo político.

(…) A partir de consideraciones de orden estilístico [Real de Azúa] le cuestiona [a Rodó] una fe excesiva en el poder cognitivo de la belleza —su “voluntad de ‘vestir’ las ideas y alcanzar “fortísimos” expresivos mediante símbolos y comparaciones” (…) Rodó es asociado de este modo a una escritura modernista a la que se condena no sólo por su carácter anacrónico, sino también por “chocar, en más de un punto, con normas que, en literatura de ideas, resultan universales”. Haciendo hincapié en la disfuncionalidad de su estilo, Real de Azúa explicita las razones de una crítica que da por supuesta una clara distinción entre prosa artística y prosa de pensamiento.

(…) Tomando un camino divergente, parto de la premisa que el lenguaje tropológica y eufónicamente rico que caracteriza a la escritura de Rodó —la “gesta de la forma”, según su propia expresión—, tiene una vocación pública que establece los fundamentos y las técnicas de una acción comunicativa” Alonso, op.cit. pp. 11-13.

[5] Gran centro cultural del Estado uruguayo, de accidentada historia. Nace como proyecto en la primera administración política posdictadura. Además de salas e instalaciones, se propone como un paseo de interés para los civiles curiosos: incluso desde la calle sería posible observar un ensayo de la sinfónica, digamos, en la sala de paredes de vidrio.

[6] Pensado en la segunda mitad de los 80 del siglo 20, el edificio recién se inaugura (y no en su totalidad: sólo parte de las instalaciones) casi a comienzos de la segunda década del siglo siguiente.

[7] Made in Cante es una iniciativa del Ministerio de Educación y Cultura de impartir clases abiertas de cumbia villera en un salón de exposiciones artísticas plásticas en el centro de la ciudad de Montevideo.

[8] La economía es privada, por definición: remite a oikos, al ambiente de lo privado-doméstico (en la Política Aristóteles define al oikos como una comunidad constituida para la satisfacción de las necesidades cotidianas), y a los nomoi, las reglas administrativas inmanentes a los intercambios, las normas parciales, los ejercicios de regulación u ordenamiento. La Grecia clásica es, en buena medida, la gran operación de poner a los oikoi bajo la orientación de la polis.

[9] El otro —lo mencionamos antes— es la interpelación socrática: se convoca al joven en su fuerza y su verdad interior.

[10] Esto se ve con claridad en ciertas elaboraciones de izquierdistas “post-clásicos”, como la de “máquinas deseantes” o “Cuerpo sin Órganos”, de Deleuze y Guattari, o en la “multitud” de Hardt y Negri.

[11] En nuestra ecuación teórica es clara cierta coextensividad entre el lenguaje y lo público, así como entre las voces y lo privado. El “todo es retórica” supone, precisamente, una abolición de la distinción lenguaje-voces o público-privado, en un clima antiautoritario generalizado para el cual el primer polo (lenguaje, público) funciona como un simple represor mecánico del segundo (voces, privado).

[12] Esto modifica, es claro, el tratamiento tradicional de la noción de ideología, pensada como “falsa conciencia” y siempre oponiéndose virtualmente a algo como la verdad, la episteme o la ciencia. Ideología sería algo como la necesaria ficcionalidad del lenguaje o la teoría, produciendo conflictos, tensiones y crisis. Y la ciencia, cierta ontología de la ciencia, en cambio, funciona precisamente anulando esa dialéctica de crisis, al congelar en el “mundo objetivo” el complejo problema de la Verdad, sustituyéndolo por la simple evidencia de la cosa.

[13] Vaz Ferreira utiliza la expresión “intelectual” en 1908, en Moral para Intelectuales, mientras Rodó la venía utilizando ya desde su trabajo sobre Darío de 1889.

[14] Castro, B. “Introducción”, en Rodó, J.E., Ariel, Cátedra, Madrid, 2000, p. 27.

[15] El modo epocal moderno de Rodó, su compromiso con una época o con una idea y no con la tierra o el paisaje, su proclama de ciudadanía intelectual y su “internacionalismo intelectual”, tienen una implícita vocación antiterritorial pero todavía están claramente ligados y son inevitablemente tributarios de la convocatoria épico-militar y del estilo territorial patriótico. “Las fronteras del mapa no son las de la geografía del espíritu. (…) La patria intelectual no es el terruño”, dice en “La novela Nueva” (Obras Completas, p. 156). Lo que muere como práctica sobrevive como metáfora.


 




* Estos textos forman parte del libro La vieja hembra engañadora, publicado por editorial Hum en noviembre de 2012.

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