Creer 
 
Vamos por partes. Más 
atrás planteé una pregunta que considero clave para cualquier lector 
contemporáneo de Rodó: ¿cómo leer a Rodó hoy si ya no conservamos casi nada de 
aquella fe naïf para ser persuadidos por lo que lo entusiasmaba a él? 
¿cómo leer sin fastidio su monumentalización retórica de las instituciones 
clásicas si no tenemos ya una relación ingenua con las instituciones clásicas? 
¿cómo leer hoy a Rodó, en suma, si ya no nos asiste la gracia de creer (en la 
política, en la educación, en las ideas, 
en la estética)? ¿Cómo creer, finalmente, en la política, si estoy ya en 
el nivel de quien entiende la política? El discurso de Rodó parece 
mostrar que el problema resulta ser un pliegue paradójico de sí mismo, pues 
¿Cómo entender la política si antes no creo en ella? ¿Cómo 
criticar a ciertas prácticas sociales si antes no estoy socializado, 
interpelado, atento al llamado de la sociedad y de la política? 
Creer y asentir, dice 
Marco Tulio Cicerón, es anterior a entender. Es la bejalung freudiana, el
Sí primordial: cualquier operación conceptual de juicio o
crítica se instala 
forzosamente sobre ese Sí y sobre esa creencia original, aunque la 
operación en cuestión suponga o se oriente precisamente hacia la negación (verneinung) 
de esa creencia (y porque se orienta a la 
negación). Acá hay dos creencias que operan a niveles diferentes. Pensemos en la 
diferencia lacaniana entre “creerle a” y “creer en”. “Creer en” supone ya la 
posición de trascendencia del sujeto de la creencia con relación a lo que cree.
Creer en Dios, digamos, es, 
llegado el momento, “creer en la necesidad de la idea de”
Dios, pero también es creer en la 
necesidad de creer (en Dios, para el 
caso). “Creerle a”, en cambio, se sitúa a nivel de una conexión ingenua e 
inmediata con aquello en lo que se cree: sustancializar aquello en lo que se 
cree, creer en la mera existencia de Dios. 
Se parece más a una certeza, en tanto el objeto de creencia todavía no ha sido 
negado. Es la obediencia de Abraham a la demanda de Yahvé.
Digámoslo así: si “le 
creemos”, o si discutimos con aquellos que “le creen”, la exaltación de la 
política y de los valores que hace Rodó puede ser desarticulada sin problemas 
como mera retórica (¿quién se atrevería a discutir hoy, con cierta seriedad, 
nociones o giros como “la parte noble y alada del espíritu”, “el ideal” o “el 
alma joven” con las que Rodó exhortaba casi militarmente a los jóvenes a 
creer?). Pero si “creemos en ella”, entonces es que hemos logrado 
descentrarnos de su prédica (la fascinación de su voz) para entender su 
operación (la racionalidad de su
lenguaje): creemos, 
en realidad, en la necesidad de un espacio discursivo de ese orden, y también 
creemos en la necesidad de creer. La política (la civilización) puede ser 
criticada una y mil veces, pero no puede ser abolida, ya que la
crítica solamente es posible con y desde su
lenguaje. No hay 
nada como valores o bienes excepto como ficciones malintencionadas 
o como ilusiones en el espíritu del que me domina. Es verdad. Sin embargo, 
necesito algo-como-valores para que la
crítica de los valores 
(de tales o cuales valores) sea deseable y posible. Algo como cierta 
naturalización de la política parece necesaria para su funcionamiento como 
juicio, concepto o crítica. Parece 
necesario entender que hay algo catastrófico en esa negación de la política que 
la evapora en bloque como un error, como mera forma histórico-ideológica, como 
manifestación jurídica de la dominación burguesa, como proyección del espíritu 
de la clase explotadora y dominante. La política es siempre algo-más: es 
constitutiva de lo social mismo, y se arma a partir de algo como un nudo 
resistente a la historización que es, paradójicamente, la posibilidad misma de 
historizar, de tener o de asignar sentido, organización diegética de la 
experiencia: de tener 
lenguaje, en 
suma. En otras palabras: la política es, ciertamente, una forma histórica 
tributaria de la historia de los modos de producción; pero, antes que nada, es 
el único lugar en el cual pensar el modo de producción, tener un
lenguaje sobre el modo de 
producción. El enunciado mismo “la política es una forma tributaria del modo de 
producción” no sería posible sin el lenguaje 
de la política. La política sería menos lo que nos aliena, o lo que legitima la 
explotación, el poder o el abuso, que la ley o el
lenguaje que nos permite pensar 
en términos de explotación, abuso o poder. O mejor: es lo que nos aliena y lo 
que nos da conciencia de alienación; nos sujeta y nos subjetiva. Es lo que me 
aliena o me domina, pero es también lo que me permite pensar la alienación o la 
dominación, desde un punto paradojal, hecho de alienación, pero necesariamente 
ya liberado o no alienado. La política es precisamente ese punto aberrante en el 
que lo singular concreto de un contenido toca lo universal de una tecnología (organización,
lenguaje,
logos, ratio), o mejor, en el que lo universal solamente puede ser 
enunciado, dicho o sostenido por un singular concreto. Y creer-en ella quiere 
decir que entendemos que estamos condenados a usar su
lenguaje 
para liberarnos de su opresión. Es el tema de la Ley o del Nombre del Padre.
Entonces, contra los esquematismos de 
la paleoizquierda en su vulgata marxista o anarquista, que haría de la política 
una ideología en el sentido de una mistificación reaccionaria y 
alienante, Rodó habita ese lugar y ese tiempo, antiguos y extraños, en los que 
la política debe ser fundada, aceptada y creída. Su solemne entusiasmo romántico 
tardío para tratar a los valores griegos de la política podría funcionar, para 
nosotros, como un impensado rescate argumentativo. Su discurso estaría ahí menos 
para exaltar, arengar y soplar entusiasmo sobre los corazones jóvenes, que para
hacer creer en la política, para hacernos creer en la necesidad de la 
razón política, la necesidad de un
lenguaje capaz de 
resistir al furioso antihumanismo de los intercambios. Ése es, precisamente, el 
asunto de Ariel, por otra parte, 
un asunto extrañamente vigente hoy. Su sermón es educativo.
Aunque para este propósito educativo (hacer-creer-en) 
deba, hasta cierto punto, arengar. 
“(...) voz magistral,
que tenía para fijar la idea e insinuarse en las profundidades del espíritu, 
bien la esclarecedora penetración del rayo de luz, bien el golpe incisivo del 
cincel en el mármol, bien el toque impregnante del pincel en el lienzo o de la 
onda en la arena (...)”.
“Quisiera para mi
palabra la más suave y persuasiva unción 
que ella haya tenido jamás. Pienso que hablar a la juventud sobre nobles y 
elevados motivos, cualesquiera que sean, es un género de oratoria sagrada. 
Pienso también que el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la 
simiente de una palabra oportuna suele 
rendir, en corto tiempo, los frutos de una inmortal vegetación (...)” 
 
Es evidente que los límites entre la 
exaltación y la persuasión no son claros. También está claro que son 
convencionales. Los efectos, las figuras, la música, los giros enfáticos, son 
quizás parte de la delicada tarea de convencer al otro. Y esta obviedad permite 
postular siempre la absorción de cualquier práctica discursiva por la matriz 
retórica, como hacen Gorgias o Protágoras, digamos.
Para mí, en cambio, es 
necesario mantener no sólo una distinción entre entusiasmar y persuadir, sino, 
más bien, una distinción ontológica entre convencer-persuadir y 
educar, entre convencer-de y hacer-creer-en. Educar, es claro, no es 
persuadir o convencer a alguien de algo: educar supone precisamente algo como un 
punto de duda o de creencia por donde fugan o caen, justamente, la convicción y 
la persuasión (la certeza, el creerle-a). 
Esta característica 
alcanza su gran momento dramático en la exhortación de Rodó: 
“Sed, pues, conscientes 
poseedores de la fuerza bendita que lleváis dentro de vosotros mismos”. (Ariel)
 
El sermón laico toca así, sin darse 
cuenta tal vez, el pliegue mismo del acto educativo, al interpelar a su otro 
(los jóvenes, para el caso) en un punto paradojal. La clave socrática del acto 
educativo (subjetivante) consiste en lograr ese punto en el que el maestro 
funciona, para el otro, no como quien transfiere saber o contenidos, sino como 
coadyuvante de un proceso de parto: 
la verdad es menos 
lo que trae el maestro que aquello que siempre estuvo adormecido en el interior 
del discípulo y que ahora salta en el milagro paradojal del reconocimiento 
(¡ah, claro, sí: era eso!).
La clave cartesiana del acto educativo está en la inevitable separación entre 
esa “fuerza que llevo dentro de mí” y que el 
maestro me enseña a descubrir, y mi propia conciencia de esa fuerza, ya que, 
inevitablemente, si yo descubro esa fuerza es porque soy algo distinto a 
esa fuerza —soy también una negación de esa fuerza, una reflexión sobre esa 
fuerza, una conciencia de esa fuerza. La tensión misma entre la conciencia y la 
fuerza es lo que no debe morir, y a robustecer esa relación lúcida entre un 
yo-fuerza y un yo-conciencia está orientada la advertencia que le sigue: 
“No creáis, sin 
embargo, que ella [la fuerza] esté exenta de malograrse y desvanecerse, como un 
impulso sin objeto”. 
 
Ambas claves (la 
socrática y la cartesiana) se anudan en un solo acto —por así decirlo— 
freudiano: la verdad (la fuerza) que debía yo descubrir en mi interior era, 
finalmente, mi propia conciencia de esa verdad (o de esa fuerza). Por tanto, ya 
no importa que esa verdad o esa fuerza existan, en el sentido ingenuo de 
la palabra. Existe la creencia, como conciencia de la creencia (ya no soy 
solamente mi creencia). Así, la máquina educativa funciona ya en una especie de 
metanivel. (La expresión “impulso sin objeto”, por otra parte, como esa torpe 
forma calórica en lo que se desvanece o se “quema” la fuerza, es bastante 
sorprendente: caída en la pulsión, apetito o hambre allí donde debería haber 
aparecido el deseo).
Es claro que la operación de 
hacer-creer-en la política, operación educativa que he decidido separar de 
la simple retórica como aparato persuasivo, es, antes que nada, bastante 
ingrata. Es muy difícil que el discurso de esa operación pueda ser algo 
distinto, curiosamente, de una simple exacerbación retórica de la política que 
adopta un aire virtuoso y aristocrático: es un discurso casi condenado, se 
diría, a postular de un modo inocente la noble pureza de sus valores, su 
trascendencia, su forma irritante de estar por fuera de la materialidad vulgar 
de los utilitarismos, incontaminada, bella, altísima. En otras palabras, este 
discurso inaugural se condena a aparecer siempre como un discurso conservador y 
reaccionario en un formato naïf y con una retórica exaltada, para quienes 
pertenecemos a generaciones posteriores ya políticas, ya educadas en el 
horizonte de la política, que ya han aceptado y negado a la política. Ya llegará 
el momento de “superar” las prácticas y los rituales intelectuales y políticos 
de Rodó. Podremos sentirnos por fuera de su fe en la encendida oratoria 
republicana de Simon, Renan, Guyau y los “predicadores laicos”. Seremos 
ligeramente ajenos al concepto romántico aristocrático del 
intelectual-escritor-poeta como la gran reserva de autoridad espiritual, moral y 
estética que guía y orienta a la sociedad. Pero primero debemos creer-en 
eso. Debemos creer en el papel mesiánico del intelectual, pongamos por caso, y 
discutirlo desde ese lugar, y no como quien le ha creído-a e 
intenta enmendar la ingenuidad de haberle creído con otra todavía más grande: 
dejar de creerle. 
Es la gran diferencia entre la crítica, 
su lucidez interpretativa, y todo un continente de registros que van desde la 
mera expresión de la decepción hasta la refutación argumentativa.
Traducir
La máquina educativa 
subjetivante, la necesidad de esta máquina, dibuja, precisamente, el problema de 
la universalidad organizativa del
lenguaje contra el
color local de las 
voces parciales. La sensibilidad territorial de la nueva izquierda culturalista 
suele negar empecinadamente la universalidad porque lesiona cierto principio de 
equidad democrática, esa forma de diálogo entre iguales que debería 
observar cualquier intercambio social. La neoizquierda tiende automáticamente a 
disolver toda la riqueza conceptual del punto de universalidad confundiéndolo 
con algo como la voz del Amo, el gesto hispostático del poder de hablar en 
nombre del otro y de hacer aparecer su propia voz como Verdad sin historia. Una 
voz que traduce a las demás o que habla en nombre de las demás. Así, para esta 
nueva sensibilidad de la izquierda, Rodó ya no encarna a aquel que amoneda, 
legitima o justifica con
literatura un 
modelo reaccionario de sociedad, sino a aquel que compone la retórica doctoral 
del Amo, el punto infame del poder —un punto que suele ser ingenuo, excesivo, 
ridículo (lo ubuesco que menciona Foucault), como la propia retórica de
Ariel. 
Esta nueva evaluación 
va a resultar devastadora no para Rodó, sino para lo que él quiere encarnar: la 
política y el concepto educativo republicano de política (civilización). 
Mientras la izquierda tradicional mantenía con las voces dominantes de la 
política una actitud crítica, deconstruyendo su enfoque, su visión o sus 
metáforas en la consagración de su 
lenguaje o de su Ley (el creer-en que mencionamos), la neoizquierda 
estropea precisamente la posibilidad misma de 
lenguaje, al confundirlo 
simple y plenamente con la 
Palabra en tanto 
voz del Amo. Destituye cualquier filosofía de la universalidad y arruina al 
mismo tiempo cualquier operación educativa —se entiende que política, 
sujeto, conciencia, universalidad, etc., están directamente 
vinculadas al formato educativo-transferencial, y que la modernidad ha bautizado 
esta operación educativa a gran escala con el nombre de civilización. 
Ahora cualquier operación educativa es sospechosa: es una forma subrepticia de 
poder, encubre un ademán totalitario. No hay un Dios político que separe las 
voces de la calle o la doxa del pueblo, del saber y la verdad del hombre 
céntrico ilustrado (ambos tienen alma), sino como una mera variante soft 
del Dios despótico-militar que separa los gruñidos de la naturaleza (lo que no 
tiene alma) del lenguaje articulado de 
los ángeles (almas puras).
Supongamos un equipo de intelectuales 
universitarios del centro (se mueven con relativa comodidad en la sociología, la 
antropología, la política, el psicoanálisis) que hace un trabajo de 
investigación sobre alguna subcultura. Digamos, la ceremonia de ofrendas a la 
diosa Iemanja la noche del 2 de febrero en las playas de
Montevideo. El informe habla de las 
culturas ritualizadas, del potlach o del gift, de lo femenino, del 
mar y el amnios, de la música y el trance, del erotismo y el cuerpo, del 
sincretismo, el kitsch y las raíces afrobrasileñas, en fin. Es claro que 
el discurso del investigador funciona aproblemáticamente como un traductor del 
del otro; es decir, opera como una matriz neutra (sin sujeto, sin sociedad, sin 
historia) que permite resimbolizar el discurso del otro, a condición de que su 
propia enunciación sea una especie de zona ciega. El discurso del investigador 
no ve su propio lugar, no ve el juego de su propio imaginario, por así decirlo, 
no ve su “mundo de la vida”, las condiciones de posibilidad de su enunciación. 
Hablamos de sectores sociales provistos de estabilidad, con ciertas comodidades, 
capaces de educación curricular y formación terciaria, que participan de las 
líneas estatales de organización de los saberes, que creen y comparten el juego 
de metáforas básicas que traman su propio discurso (como la idea de verdad, o la 
madurez de su discurso con relación al del otro, cierta neutralidad, o más 
específicamente, la universalidad de temas como lo femenino, el familiarismo, la 
sexualidad), en fin. En ese sentido es perfectamente lícito plantearse el tema 
de lo abusivo de la interpretación, el autoritarismo del discurso céntrico que 
hace prevalecer su propio imaginario como traductor del del otro. ¿Por qué? 
¿Quién dijo que el discurso céntrico universitario es mejor, más apto o más 
apropiado que el periférico umbandista, religioso, animista, etc.? Pero la 
verdad de la operación de interpretación-traducción no está en el imaginario 
autoritario del que traduce sino en su teoricidad, en el hecho de que es 
capaz de una teoría o una ficción teórico-explicativa sobre sí mismo y de una 
teoría proyectiva sobre su otro (ambas son la misma, por otra parte). Es la 
voluntad de teoría, la teoricidad y no tal o cual teoría, lo que pone a 
un discurso en condiciones de lenguaje. 
 
Y la educación es 
ese formato en el cual el otro me interesa como un avatar proyectivo de mi 
propio lenguaje. Si el grupo de 
umbandistas decidiera hacer un trabajo acerca de la subcultura universitaria 
humanística de 
Montevideo, ellos serían, por definición, el Centro o la Ciudad Letrada o el 
Yo o el criterio de universalidad, ya que el Centro está definido no por su 
posición ni por su imaginario sino por la estructura inclusiva (educativa) de su
lenguaje. Pero el pliegue está 
precisamente en que sólo ciertas condiciones singulares de vida social le dan al 
discurso la posibilidad de tener una estructura inclusiva y autorreflexiva; sólo 
ciertos sectores o ciertas clases sociales han estado históricamente ligados a 
la voluntad-posibilidad de política, a la voluntad-posibilidad de 
interpretar-educar, al deseo del otro. El acto educativo nunca transcurre entre 
iguales; no presupone la igualdad de los intervinientes sino su semejanza: 
la asimetría es vital para que la máquina pueda funcionar, para que se pueda 
crear eso que Vigotsky llamaba zona de desarrollo próximo, y que el 
psicoanálisis llama transferencia. La asimetría presupone el punto 
de universalidad: uno de los intervinientes debe-funcionar-como docente o 
maestro, debe ocupar el lugar de la episteme, debe ser 
sujeto-supuesto-saber. Ese polo entonces será o encarnará al Tercero Excluido de 
la ecuación: el punto impropio de lo universal. 
Digamos entonces que
universalidad 
es ese punto conjetural, imposible-necesario (la expresión es de Ernesto Laclau), 
en el que una voz singular parcial (la voz de tal o cual sector, grupo o clase) 
toca algo del lenguaje (la Ley, la 
racionalidad misma del habla, su autoconciencia). O mejor quizás, es ese momento 
en el que el lenguaje (logos) 
aparece, pero sólo a condición de estar emplazado, encarnado en tal o cual voz 
singular histórica concreta. O todavía mejor: es precisamente esa voz singular 
que por alguna razón ha tenido la necesidad de separar voz y
lenguaje, de escindirse de sí misma, 
de pensarse como el emplazamiento (o caída en materia) de algo trascendental o 
universal. La universalidad no se opone a la historia, pero no es solamente 
“histórica” (es posible pensar el punto preciso en el que aparecen en el 
occidente moderno la tecnología de la educación asociada a la conciencia y a la 
subjetividad), sino que es, sobre todo, lo que me permite pensar o decir la 
historia —la historicidad misma. La dinámica de las voces o de las 
energías sociales no es, o no debería ser, algo meramente territorial: no 
debería sacrificarse a un modelo foucaultiano simple de estrategia, conquista, 
lucha, contrapoderes —o a uno bajtiniano de réplicas, parodias, inversiones, 
performances. Con estos modelos es que opera, a grandes rasgos, la 
neoizquierda.
He observado en otro lado 
 
que sería útil un itinerario crítico que procediera al revés de la genealogía de 
Foucault y nos llevara desde las estructuras sociales e históricas del poder a 
las cuestiones formales de las posibilidades del conocimiento y la verdad. O 
mejor: que nos deje entramar el problema de la historia del poder y la 
metafísica de la verdad de modo de advertir que el poder no se liga a la verdad 
en la historia a no ser en algo que he denominado línea 
de no contingencia. 
No solamente ocurre que la verdad es dicha desde un lugar de poder sino que hay 
un poder nuevo que solamente puede ejercerse desde la verdad. Es 
totalmente insuficiente relativizar o anular la cuestión de la verdad (la 
teoría, el juicio, la interpretación), desdibujando la Verdad en la 
multiplicidad de todas las pequeñas verdades locales. El asunto, más 
complejamente, no es saber quién inventa tal o cual verdad, sino quién (qué 
sujeto social, qué clase) inventa el procedimiento-verdad, la tecnología-verdad, 
quién tiene capacidad de teoría y de concepto, quién produce verdad y cómo 
establece el problema del sentido o de la legitimidad de la verdad, quién cumple 
o respeta las condiciones de posibilidad del juicio interpretativo, en fin. El 
problema no es diluir el contenido de la Verdad en la democracia de los 
discursos y las voces, sino ubicar a la verdad como forma dominante (y no 
solamente como la ideología del sujeto dominante en el sentido de titular 
de tal o cual poder), es decir determinar por qué, cómo y hasta qué punto algo 
como “verdad”, “juzgar” o “tener una teoría” comienza a tener sentido y a 
regular la producción social de discursos. 
En suma, esta 
antigenealogía vendría a invertir la máxima de la reina en Alicia: “el asunto no 
es saber quién tiene razón sino saber quién es el jefe” —el asunto, acá, es más 
bien saber quién es el jefe porque tiene razón, porque se liga a la 
producción de lo razonable, lo verdadero, etc.. Y quizás desde esta 
antigenealogía es que se puede recuperar cierto perfil olvidado de Rodó: su 
deseo del otro, su voluntad de hablar en nombre del otro.
 
(sigue)
Notas:
 
	
		
		 
		Rodó sigue, inevitablemente, una línea de pensamiento no pragmática, 
		confiando quizás en ese corte que la rara variante de pragmatismo de 
		José Pedro Varela había instalado como eje de la construcción de una 
		nación civil: la educación del pueblo. El otro de Rodó será ya 
		menos el pueblo que las juventudes llamadas a ser clases políticas en 
		América.