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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



FÚTBOL - LA OLA - MUNDIAL DE FÚTBOL SUDÁFRICA 2010 - VUVUZELAS - RUIDO - TELEVISIÓN - ESCOMBROS DEL SENTIDO - CRÍTICA -

Estupor de vuvuzelas*

Gustavo Espinosa

Cada quien gasta puntual y enfáticamente su libido, infla sus carrillos y llaga su propia boca. Sin embargo, el mundial es esencialmente televisión, por lo que cada resuello de júbilo que el espectador insufla en su vuvuzela personal, se subsume en una masa sólida de barullo monocorde


La melancolía ante la liquidación del sentido nos atropella cada vez que pretendemos ver cualquier partido del mundial, y se enciende como una especie de estupefacción sonora, el graznido unánime de las vuvuzelas.
 

Síndrome de Macbeth

Tal vez todo haya empezado en 1882, cuando Nietzsche (La Gaya Ciencia) anunció la muerte de Dios. Ese fue el inicio de una encarnizada serie de necrológicas que recrudeció en la segunda mitad del siglo pasado, cuando tuvimos que enterarnos de las defunciones sucesivas o simultáneas del sujeto, del hombre, de la representación, de la modernidad, de los grandes relatos, en fin, de la realidad (¡Cómo estará esa pobre gente!, se lamentaba mi tía Maruja cuando en el barrio se conocía una tragedia familiar). Ante semejante masacre, escribas de toda especie (los académicos desde sus disciplinas, los intelectuales independientes, los periodistas, etc.) se pusieron a buscar los escombros del sentido entre aquellas prácticas, o productos que no se proponen generarlo. No se trata ya de interpretar los “Pensamientos” de San Anselmo, el “Tractatus” de Wittgenstein, o, por decir algo, las obras completas de Ricardo Palma. Se trata de disparar  las baterías de la hermenéutica sobre una piedra pulida por los chibchas  o sobre una foto de Lady Gaga afeitándose las axilas. Algunos comentadores de Shakespeare sostienen que Macbeth, un instante después de haber apuñalado al rey, se da cuenta de que su crimen es una equivocación espantosa, de que ha aniquilado definitivamente aquello que lo legitimaba, y de que va a terminar lamentándose porque la vida no significa nada. Ahora cunde algo así como un síndrome de Macbeth: buscamos restituir significado al mundo que acabamos de convertir en mero furor y ruido. Así, la escritura condenada a su propia autoconsumación masturbatoria, termina exclamando patéticamente, frente al mutismo de los objetos, o frente a la idiotez de los programas de televisión: Wake Duncan!

El show del mugido

En esa línea, afectado del mal de Macbeth en fase terminal, es natural que uno se ponga a curiosear en el mundial de fútbol. Después de todo, la FIFA es, cuando menos, una de las transnacionales más poderosas, y el mundial es su producto más importante, el show global perfecto, el que actualiza de modo más craso lo que Baudrillard llamaba “estado de pantalla total”. Por lo tanto si escudriñamos los mecanismos de su puesta en escena, si logramos interpretar sus libretos y sus tramoyas, quizás nos sea revelada alguna novedad sobre las formas de devenir del capitalismo tardío.

Pero ocurre que, ni bien digitamos la tecla roja del control, sea cual sea el partido que esté transcurriendo o por comenzar, justo cuando en el abigarramiento de colores se empieza a definir la figura de Lionel Messi o de un half izquierdo de Corea del Norte, la crítica encalla en un reverberante bloque de mugidos, en una pared continua de ruido. Ese sonido de enjambre suspendido o de estática intergaláctica es la suma del que producen decenas de miles de ciudadanos, soplando cada cual su corneta de plástico. Cada quien gasta puntual y enfáticamente su libido, infla sus carrillos y llaga su propia boca. Sin embargo, el mundial es esencialmente televisión, por lo que cada resuello de júbilo que el espectador insufla en su vuvuzela personal, se subsume en una masa sólida de barullo monocorde. Sucede que la mediación de la tele enfría y metaboliza cada corpúsculo de sonido, la interjección de cada corneta individual, dando como resultado –más que una pared- una especie de cúpula de decibeles, bajo la cual se desarrolla, algo perturbado, el espectáculo. Solo percibimos, por un instante, a éste o aquél soplador cuando aparece algún primer plano de tribuna; y es como ampliar una imagen en la pantalla para percibir los pixeles que la configuran, o como si acercáramos una lupa a un óleo para ver lo que no debe verse: las pinceladas o empastes que forman una figura, o el entramado mismo de la tela. Esas hiperaproximaciones efímeras funcionan, paradójicamente, como distanciamiento; apenas nos muestran, por un momento, cómo está construida la compacta continuidad del aullido monótono.

Por otro lado, el ruido macizo e insignificante es perfectamente autónomo respecto de las alternativas del partido que se esté jugando. La victoria, el empate o la derrota no generan ninguna discontinuidad; un gol o un "óbol" no  alteran de manera diferenciada e identificable esa banda de sonido incesante y detenida en una sola nota monstruosa. Es más: cuando no hay suficientes cornetistas en el estadio, la red de altoparlantes amplifica una grabación del bolo imperturbable de vuvuzelas. Es probable, entonces, que hayamos visto el encuentro entre Grecia y Honduras exasperado por el fantasma sonoro de un partido de Ghana o Camerún.  Está claro que el pneuma de miles de individuos se resuelve en alarido impertinente, que no ilustra ninguna algarabía, ni repudia un árbitro venal, que no conecta con nada: sólo se hace oír, está ahí.

Después de la ola

Unos cuantos comentaristas deportivos presentes en Sudáfrica, han tratado de relativizar la crispación y las interferencias que generan las vuvuzelas en su trabajo, argumentando que son parte de la fiesta, que le dan color al evento. Me parece que esa sinestesia es parte de una interpretación equivocada, que refiere a prácticas, como la ola (inaugurada, creo, en México 86), de las cuales el bochinche liso de hoy es una perversión o una mutación radical. Es cierto que desde que los campeonatos mundiales de fútbol terminaron de convertirse en un show planetario, también la tribuna pasó a tener su parte en el guión. El espacio donde la muchedumbre se entregaba a lo dionisíaco o a lo bárbaro fue reciclado por la televisión en escenario desde el cual se proyecta la policromía soft de la diversidad, la kermesse tolerante del multiculturalismo. Pero el aturdimiento de ahora, o su reproducción grabada, no parece ser funcional a esa estética, ya que erige una masa de reverberación indiferenciada donde todo color local, todo entusiasmo o expresividad son abolidos en una especie de distopía del sonido, en un éxtasis de horda congelada.

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