H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


/ / / / / /

          PAÍS ANALFA

Inclusión digital (duelo charrúa)

Amir Hamed

Sobre noviembre del año pasado, la
web repitió por todos lados que el zar de Microsoft, Bill Gates, impide que sus hijos, hasta que alcancen determinada edad, toquen una computadora, y que, cuando lo hacen, les limita su uso. Esto, acaso, pudiera considerarse un berretín de megarricacho abrazado a la New Age (aunque Gates, por ejemplo, nunca dio el perfil de Steve Jobs), si no se considerase, además, que el suyo no es un caso aislado y que los magnates de la informática de Silicon Valley, ya no un individuo más o menos desencaminado sino (para hablar como se gustaba hablar antes en círculos libertarios de Sudamérica) una muy tenebrosa rosca tecnofinanciera, envían a sus hijos a colegios que les garantizan una educación libre de informática. En definitiva, lo que quieren es que, como en los tiempos en que existía la civilización, sus hijos lean en papel y sepan escribir a mano.

¿Tienen razón? Arguyen que el niño no debe precipitarse a la máquina, que los padres pierden control, y cosas por estilo. Esto va a contrapelo de lo que sucede en aquellos países que han adoptado el proyecto OLPC (One Laptop per Child, Una Computadora por Niño por su sigla en inglés), instigado por Nicholas Negroponte en 2005 en el Foro Económico Mundial de Davos, y, en particular, en Uruguay, país que a partir de 2007, y bajo el nombre de Plan Ceibal, implantó lo que su entonces presidente, Tabaré Vázquez, denominó “una revolución en paz”, asignándole a cada escolar una computadora portátil.

Esta clamoreada revolución, cabe especificar, fue pretendida como salto cuántico educativo, y así presentada por Vázquez y Negroponte en el lanzamiento del plan. Pasados cinco años, sin embargo, los maestros encargados de aplicarlo denuncian  resultados magros, cuando no negativos. Vaya a saberse qué creyó gobernar Vázquez, pensando que el plan de inclusión digital habría de integrarse a un marco distinto de ese negro prodigio que, desde hace ya varios lustros, viene siendo un país cuyo sistema educativo, hoy a la cabeza del mundo en índices de repetición, ha sido capaz de convertir una población perfectamente alfabetizada en una progresivamente analfabeta, cuyos estudiantes secundarios no logran leer el pizarrón en tanto los universitarios son incapaces de reconocer los textos que se les asignan en cada prueba (ver aquí y, por un dato más reciente, también aquí).

Los detractores del OLPC denuncian que, como resume pulcramente Gustavo Espinosa, “ha pulverizado todo resto de capacidad de concentración y atención de los escolares, y ha contribuido a colocarlos definitivamente fuera del control remoto de la didáctica”, que el aula —aquel viejo espacio de autoridad— ha huido despavorida ante el embate de la red, y que lo revolucionario, más que nada, consistiría en la entronización de “una máquina autotélica cuyo funcionamiento solo produce expertos en operar las computadoras del Plan Ceibal”.

De más está decir que el Ceibal comporta desde ya un fracaso, porque, en vez de revolucionar, retarda la discusión que es imperativo dar sobre la educación en el país. El Estado, en cada una de esas computadoras personales, lo que está haciendo es desentenderse de su obligación de suministrar contenidos, que es la base de la situación de aula: más allá de pedagogía y didáctica, lo que nunca debe faltar es un maestro que sepa qué conocimiento impartir. Y en algún punto, la queja de los docentes de primaria, por lo general no muy iluminados sacerdotes de un culto que nunca terminan de entender, es no solo entendible sino además redundante: basta ver a los escolares en un autobús, o por la calle, abrazados a su chirimbolo informático como si allí se atesorase el mundo (y no en su cabeza), para vislumbrar los niveles cenitales que irá alcanzando la ya desbordante agrafia de los uruguayos.

Por otra parte, estos contenidos deben impartirse en base a una finalidad. Entonces ¿cuáles contenidos y con qué finalidad? Lo más coherente sería no olvidar, como se ha hecho, lo básico. Explica Alma Bolón que, en un proceso que ya lleva lustros y décadas, la educación en Uruguay ha abandonado su cometido de enseñar a leer y a escribir, dedicándose a socializar, contener, apoyar la construcción propia del saber, formar en valores, colmar la brecha digital, y el resultado es este semianalfabetismo funcional de los universitarios, que son los escasos sobrevivientes de un sistema que deja por el camino, por ejemplo, al 75% de los estudiantes de secundaria, muchos de ellos, ya no funcionales sino crasamente analfabetos (ver, por ejemplo, aquí).

Resumiendo hasta acá: los que imponen al mundo las últimas novedades informáticas las quieren lejos de sus niños, hasta que estén listos para lidiar con ellas. Los que ignoran todo de la tecnología, por el contrario, se desesperan por su opacidad, por el fetiche, como el indígena que parpadea frente al reflejo de un vidrio y lo cambia por metal. Se trata de una desesperación filotecnológica que ha perseverado en los uruguayos, por ejemplo en el actual presidente, José Mujica, antihumanista declarado y cada día más desentendido de los rigores del idioma castellano, cuya obsesión es crear una universidad tecnológica en el interior del país, la UTEC, para refeudalizar y forzar a los que hayan querido olvidarse para siempre de la horrible fajina del chircal o la caña, a reafrontarla, pero ahora en clave tecno.

Por supuesto, si uno no es cientólogo, amish o talibán, se resigna alegremente a los aparatos, pero no en tanto objetos deseantes, es decir, en tanto objetos que lo desean a uno. Y es curioso que los mismos capitostes que se babean por la tecnología lo hagan, como hacen Mujica y muchos miembros del gobierno, en nombre de la necesidad de olvidarse de las humanidades y letras y de abrazar la ciencia, como si alguna vez las humanidades hubieran estado reñidas con la ciencia, o con la tecnología. Lo que es más curioso todavía es que uno solo puede olvidarse de lo que alguna vez conoció, y esto jamás es el caso con los actuales gobernantes: Mujica, para decir poesía, dice murga, y al vicepresidente Danilo Astori, si le preguntan por un escritor, dice Galeano.



Claro, cuando se alcanza el
portento de olvidar lo que nunca se tuvo, entonces resulta natural que los chirimbolos no nos dejen ver el resto. Por ejemplo, los actuales gobernantes uruguayos se llenan la boca hablando de Finlandia, a la que toman como modelo pensando en los logros de Nokia, pero dejan de lado que en ese país es más difícil, y deseable, estudiar para maestro que para abogado, y que el finlandés promedio, por año, retira unos 17 libros de la biblioteca.

La máquina y el duelo

Otra forma de leer esta discrepancia entre lo que hacen los tecnológicamente desarrollados y lo que indiscriminadamente impulsan hoy nuestros gobernantes es la siguiente: mientras los de acá se desesperan por arrojar a sus hijos a la máquina, desoyendo, claro está, la vieja lírica de Pink Floyd, los magnates de la tecnología parecen interesados en que su prole haga máquina.

Gilles Deleuze y Felix Guattari en Mille plateaux afirmaban que un hombre y un instrumento (una pala era su ejemplo, obviamente convocado para responder al materialismo y al heideggereanismo con el que por entonces dialogaban) hacen máquina. Y así, sigue siendo imprescindible recordar que un hombre y un lápiz, o si se prefiere, una japonesa con un pincel, lista para estampar hiragana en un trozo de seda, o incluso un cromagnon iluminando con sus pinturas la cueva de Chauvet, en el sur de la actual Francia, ya hará unos 30.000 años, son nada más variantes de la Gran Máquina, del humano que escribe.

Cierto, tras el dieciochesco elogio de la naturaleza de Jean Jacques Rousseu, tributario de los buenos salvajes de Montaigne, se ha insistido en proyectar en la escritura, en tanto materialización del Contrato Social, una fuga respecto a lo Bueno Primitivo (y materno --lo Real, diría el sicoanálisis lacaniano). Pero lo cierto es que los inspiradores de Montaigne y de Rousseau, es decir, los habitantes originarios de América, erigieron civilizaciones monumentales, astronómicas y altamente quirúrgicas (como la paracas, en los Andes, que realizaba trepanaciones cerebrales) sin molestarse en conocer la rueda, aunque ninguna se desentendió de la Gran Máquina, ni siquiera aquellas mujeres charrúas que, erase una vez, en el territorio de la actual República Oriental del Uruguay, según la Historia del Paraguay y del Río de la Plata del naturalista Félix de Azara, se cortaban una falange del meñique o de otros dedos en señal de duelo. Si los entusiastas de la oralidad, o de cualquier neoralidad, retiemblan de delicia cuando ensueñan culturas ajenas al signo escrito, creyéndolas de alguna forma más próximas al ser, a la naturaleza, a la inocencia, incluso al folk, a ellos hay que recordarles que el dedo que se mutila, que exhibe falanges de menos, es el lápiz, pincel, seda, gruta de cueva con el que el humano está haciendo máquina. Allí donde hay lo mocho había algo que no está, de lo que doy cuenta, que incluyo en el tajo. Tendrá lo suyo de cruento, pero no deja de ser escritura.

Ya lo ha recordado esta columna pero es obligación repetirlo: es a la Gran Máquina, a la escritura precisamente, a lo que más horas académicas, desde primaria hasta la universidad de grado, dedican los países tecnológicamente desarrollados, desde Japón a Estados Unidos, desde Alemania y Francia, o desde el Reino, Unido a la Finlandia cuyo brillo fascina por acá. Como contrapartida, y desentendidos de lo evidente, por aquí los burócratas nos siguen sirviendo indicadores de conectividad, o de inclusión, intentando justificar el injustificable y ya endémico desvarío educativo, que de alguna forma es inseparable del desvarío de un país que, en rigor, no sabe qué transmitir a sus estudiantes (por más, ver esta esclarecedora entrega de interruptor)

Para finalizar, convendría recordar el tributo a la Gran Máquina de los charrúas. Segar falanges era llevar un registro en dígitos negativos. Contrario a lo que suelen hacer las agencias de gobierno, que en Uruguay dan cuenta de un lector si es capaz de decodificar una prescripción médica, o que miden el éxito del Ceibal por sus amigos de facebook, el sistema charrúa cuenta lo que estuvo alguna vez pero que en realidad falta, y en la misma contabilidad hace duelo. Así, por ejemplo, si se mantuviera en este país alguna vez alfabetizado la costumbre de ese pueblo extinto, ¿cuántas falanges le quedaría a cada uruguayo si nos quitáramos una, para tirar una cifra, por cada 100.000 compatriotas condenados desde ya (hipnotizados como estamos por tecnologías que no sabemos si seguirán vigentes dentro de dos días) a no saber leer ni escribir decentemente? Bastaría, nada más, con retirar lo que nos quede de manos del teclado, y mostrarlas. Ya vendrá alguien a sacar la cuenta. 

© 2013 H enciclopedia - www.henciclopedia.org.uy

Google


web

H enciclopedia