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			Cuando en los años cincuenta un reputado profesor 
			canadiense observó que los medios masivos 
			de comunicación no eran simples 
			“artilugios mecánicos  destinados a crear mundos ilusorios, sino 
			flamantes lenguajes con nuevos y singulares poderes de expresión”, 
			el mundo académico sufrió un estrepitoso sacudón. Que un 
			especialista en literatura inglesa, brillante personalidad de la 
			Universidad de Toronto, colocara a los
			medios masivos en el centro 
			de sus preocupaciones académicas, provocaba un gran desconcierto. 
			Más aún lo provocaban sus presagios sobre el fin de la llamada 
			Galaxia Gutenberg, cuna del Homo Typographicus, imperio 
			indiscutible del libro. 
			Y mientras algunos lo acusaron de “distorsionador 
			de mentes inmaturas y de la sensibilidad juvenil”, otros lo 
			elevaron como “el pensador más importante desde Newton, Darwin, 
			Freud, Einstein y Pavlov”. Entretanto, él seguía hablando con su 
			tono imperturbable y casi místico, luciendo su invariable atuendo, 
			rehuyendo las especializaciones que aprisionaran su 
			pensamiento, y 
			dejando en la posteridad uno de los aforismos más intrigantes de la 
			historia: “el medio es el mensaje”.  
			Entre los profético y lo irresistible, entre el genio 
			y la temeridad, las teorías de 
			Herbert Marshall McLuhan
			pusieron en 
			boca de todos el vocablo 
			comunicación y lo entendieron como 
			una clave para comprender los procesos sociales. Sus 
			exploraciones revolucionaron el pensamiento del siglo XX y, 
			desde entonces, el hombre occidental pudo comprender un poco más su 
			naturaleza. 
			Aldea global  
			 En marzo 
			de 1969 el periodista Eric Norden tenía que cumplir un encargo para 
			la revista Playboy: entrevistar a Marshall McLuhan en su 
			nueva casa ubicada en un coqueto barrio de Toronto, Wychwood Park. La tarea 
			para Norden no sería fácil. El entrecano profesor tenía fama de 
			tímido y hasta evasivo a la hora de volver sobre sus pasos. Su 
			estilo aforístico y a veces lindante al misticismo tampoco 
			facilitaba las cosas. Pero por entonces, sus teorías sobre el 
			impacto de los medios de comunicación en la vida del hombre, lo 
			habían transformado en uno de los pensadores más originales, 
			polémicos y “mediáticos” de su tiempo. En pleno Power Flower, 
			todos hablaban de McLuhan. Mientras la plana erudita mayor, desde 
			Raymond Williams hasta Jean Baudrillard
			debatía sobre sus teorías en 
			una contienda intelectual como pocas, personalidades como John 
			Lennon y Andy Warhol hacían un espacio en sus agendas para conocerlo 
			personalmente. Hasta un neologismo, el mcluhanisme ingresó 
			por esos días al diccionario francés como sinónimo de cultura pop. 
			Pero a pesar del ruido, nadie podía intuir entonces cuán afinados 
			eran los pronósticos de McLuhan; en especial uno que, valga la 
			ironía, muchos creyeron pura excentricidad: la “aldea global”. 
			Kilómetros de tinta gastaron sus defensores y también 
			sus detractores intentando acercarse a sus ideas. Entre los 
			primeros, se alistaron autores como Walter Ong, Étienne Wilson, 
			Wyndham Lewis o Tom Wolfe. Mientras tanto, McLuhan daba  origen a 
			una escuela, la llaamda “Media Ecology”, a la cual adhirieron Susan 
			Sontag y Neil Postman, y mantenía nutrida correspondencia con 
			Ezra 
			Pound y Woody Allen. La complicidad con éste último lo llevó al cine 
			en 1977 con Annie Hall, donde en una breve escena en la cola 
			de un cine, McLuhan hace de McLuhan apareciendo por detrás de un 
			afiche, objetando a uno de los presentes sobre la interpretación de 
			sus teorías. “He oído... he oído lo que estaba usted diciendo. 
			Usted, usted no sabe nada acerca de mi obra. Hasta mis falacias las 
			explica al revés...” decía McLuhan, y se miraba así en el 
			espejo de su propio fenómeno: el de un autor más comentado que 
			leído, una figura familiar en las pantallas del Norte, y un 
			intelectual excéntrico, capaz de mantener las más conspicuas 
			discusiones académicas con el mismo interés con el que aceptaba 
			asesorar a los jerarcas de la General Electric.  
			McLuhan nació el 21 de julio de 1911 
			en Edmonton, Alberta, Canadá. Su padre fue un vendedor de seguros y 
			su madre, una actriz y declamadora profesional de quien heredaría 
			una singular capacidad de memoria e improvisación. Siendo muy joven 
			estudia ingeniería, pero pronto sucumbe a su verdadera vocación, 
			ingresando a la Universidad de Manitoba para estudiar 
			literatura. 
			Luego de graduarse se instala en Cambridge, donde toma clases con 
			maestros tan prestigiosos como I. A. Richards, fundador del llamado 
			“Nuevo criticismo”. Allí consolidará sus intereses literarios en la 
			tríada Ezra Pound,
			T. S. Eliot,
			James Joyce,  y en los poetas 
			simbolistas, además de Yeats y 
			G. K. Chesterton. A este último le 
			debe su conversión al catolicismo en 1930, al parecer luego de leer
			What`s Wrong with the World, texto que le habría propiciado 
			un necesario “equilibrio emocional”. Coincidiendo o no con su 
			fervor religioso, la mayor parte de la vida docente de McLuhan 
			transcurre en universidades católicas. En una de ellas, St. Louis, 
			conoce a Corinne Keller Lewis, una estudiante de arte dramático 
			oriunda de Texas, con quien contrajo matrimonio en 1939. Los 
			estudios en Cambridge derivarán en 1943 en una premonitoria tesis 
			doctoral: “El lugar de Thomas Nashe en el aprendizaje de su 
			tiempo”, un trabajo concentrado en la obra de este novelista, 
			poeta y dramaturgo inglés del siglo XVI, contemporáneo de 
			Shakespeare y de Marlowe, cuyo estilo innovador, repleto de juegos 
			de palabras, había fascinado al joven McLuhan.  
			Junto a Corinne, su única esposa, con quien tendrá 
			seis hijos, McLuhan vuelve a Canadá para enseñar 
			literatura. El 
			regreso será definitivo porque a partir de 1946 se instala en la 
			Universidad de Toronto, donde fundará en 1963 el Centro de Cultura y 
			Tecnología que dirigirá durante toda su vida académica. Una 
			ocupación que pudo haber sido como tantas, de no comenzar a insistir 
			desde mediados de los años 1950, en la influencia de los 
			medios de 
			comunicación en el pensamiento y el comportamiento social humano.
			 
			Maniquíes parlantes  
			En 
			1936, enfrentado a una clase de adolescentes en la
			Universidad de Wisconsin, McLuhan siente de repente “una urgente necesidad de 
			estudiar su cultura popular para poder así entenderlos”. 
			Trabajó solamente un año en esa institución, el tiempo suficiente 
			para intuir que la publicidad, el cine y el comic habían marcado su 
			impronta en esa generación. La inquietud maduró hasta tomar forma en 
			su primer libro, La novia mecánica: folklore del hombre 
			industrial (1951), en sus palabras: “una nueva forma 
			de narrativa de ciencia-ficción, con anuncios publicitarios y 
			tebeos". Con un antecedente directo en “Publicidad americana” de 
			1947, McLuhan vuelve a ensayar en este libro una mirada crítica que 
			intenta desentrañar el sistema de valores de la sociedad occidental 
			a través del desmenuzamiento de piezas publicitarias. Cuando todavía 
			faltaban seis años para que Roland Barthes señalara en su libro Mitologías, los llamados “mitos contemporáneos” presentes 
			en las comunicaciones de masas, McLuhan ya advertía esos mitos que 
			impregnan la vida del hombre industrial, imágenes y símbolos 
			cotidianos que conforman su “folklore” –aunque él no lo perciba – y 
			que nacen en las agencias de publicidad.  
			Pese a la postura moralista frente a los 
			medios 
			de comunicación latente en La novia..., ya se perfila el 
			método McLuhan: explorar antes que rechazar, tratar de comprender 
			los fenómenos para poder dominarlos. Años más tarde confesaría su 
			inicial aversión por la tecnología y la vuelta de tuerca que supo 
			resolverla: “En pocas palabras, rechacé 
			casi todos los elementos de la vida moderna a favor de un utopismo rousseauniano. Pero gradualmente percibí qué estéril e inútil fue 
			esa actitud, y comencé a darme cuenta de que los más grandes 
			artistas del siglo XX –Yeats, Pound, Joyce, Eliot- habían 
			descubierto un enfoque totalmente diferente, basados en la identidad 
			de los procesos de cognición y creación. Me percaté de que la 
			creación artística es el playback de la experiencia ordinaria –desde 
			la basura hasta los 
			tesoros-. Dejé de ser moralista y me convertí en estudiante”. 
			La multiplicidad de puntos de vista, los 
			juegos de palabras y el tono irónico que los transita, volvieron a
			La novia... un ensayo tan serio como entretenido. Las 
			repercusiones no tardaron en llegar. Harold Innis, un historiador en 
			economía pionero en los estudios sobre comunicación, utiliza La 
			novia... en sus cursos, noticia recibida con entusiasmo por 
			McLuhan. Más tarde tomaría de Innis ideas como la del mito de Cadmos, 
			a través del cual explica cómo la adopción del alfabeto habría 
			predispuesto a griegos y romanos hacia la conquista: “La
			
			escritura da control sobre el espacio. La
			escritura  
			produce de una vez la ciudad. El poder de dar forma al espacio en la
			escritura da el 
			poder de organizarlo arquitectónicamente. Y cuando los mensajes 
			pueden ser transportados, entonces viene el camino, las armas y los 
			imperios. Esencialmente, las rutas de papel construyeron los 
			imperios de Alejandro y César”. La novia... no contó con 
			muchos lectores, aunque sí los suficientes para que la Fundación Ford
			le posibilitara a McLuhan un seminario sobre cultura y 
			comunicación (que dictaría entre 1953 y 1955), y una beca de 40 
			mil 
			dólares a partir de la cual comienza a publicar la revista 
			Exploraciones.                
			Ideas perturbadoras  
			 En 
			1953, junto a Edmund Carpenter, McLuhan comienza a publicar la 
			revista “Exploraciones: Estudios sobre cultura y comunicaciones”, 
			que sólo editó ocho números hasta 1957, año de su clausura. 
			Concebido cada número por Harley Parker como una pieza artística, “Exploraciones”
			desafió la “linealidad gutenbergiana” y se 
			impregnó de un cuidadoso desorden 
			dadaísta. Algunos de sus 
			ejemplares constituyen en la actualidad piezas de coleccionista. En uno de sus polémicos 
			artículos, “Aula sin 
			muros”, McLuhan observa cómo antes de la imprenta, la instrucción 
			era básicamente oral. Los manuscritos eran dictados, y el joven 
			aprendía “escuchando, observando y haciendo”. El libro 
			impreso (“el primer producto en masa”) modificó esa situación 
			aislando al individuo en su lectura silenciosa y confinándolo al 
			aula. Pero hoy, los medios masivos parecen hacer el movimiento 
			opuesto: “Actualmente, en nuestras ciudades, casi todos los 
			conocimientos se adquieren fuera del aula. La exacta cantidad de 
			información transmitida vía prensa-magazine-filme-TV-radio, con 
			mucho excede el total de información transmitida a través de la 
			instrucción escolar y los textos. Este desafío ha destruido el 
			monopolio del libro como auxiliar de la enseñanza y agrietado los 
			propios muros del aula tan súbitamente, que nos ha confundido y 
			desconcertado”.  
			    ¿Fin del libro? ¿Televisores que educan? La voz 
			de alarma se hizo oír desde la apacible ciudad de Toronto. McLuhan 
			evitó los juicios de valor. Él mismo era un hombre de letras, pero 
			también un “explorador” que observaba: “Si el hombre occidental 
			alfabetizado estuviera realmente interesado en preservar los 
			aspectos más creativos de su civilización, no permanecería en su 
			torre de marfil lamentando el cambio, sino que estaría en el vórtice 
			de la tecnología eléctrica y, entendiéndola, dictaría su nuevo 
			ambiente –cambiaría la torre de marfil por una torre de control”. 
			El cine, los comics, la televisión están allí, implacables, 
			ejerciendo sus efectos. Habrá que descubrir sus potencialidades, 
			porque entretenimiento y educación no parecen categorías antagónicas 
			para McLuhan: “Nombradme un clásico que no 
			fuera, al principio, considerado un ligero pasatiempo. Casi todas 
			las obras vernáculas fueron juzgadas de esa manera hasta el siglo 
			XIX”. Y, si prescindir de la palabra escrita podría 
			sonar a liso y llano disparate, McLuhan recuerda que también la 
			escritura, como toda tecnología, tuvo sus detractores: “En el Fedro, Platón arguyó que la nueva llegada de 
			la escritura revolucionaría la 
			escritura 
			hacia lo peor. Sugirió que ésta sustituiría el pensamiento por el 
			recuerdo y el dialecto verdadero de la búsqueda viva de la verdad, 
			mediante el discurso y la conversación, por el aprendizaje mecánico”. 
			 En 1953 aparece otro artículo polémico “Joyce, Mallarmé y la Prensa”. Aquí, cada 
			medio de comunicación es 
			definido como “una forma única de
			arte”, una nueva forma de 
			expresión que modifica la sensibilidad humana. “Es curioso que la 
			prensa popular, como forma artística, haya atraído a menudo la 
			entusiasta atención de poetas y estetas, despertando, por el 
			contrario, las más sombrías aprensiones en las mentes académicas” 
			observaba McLuhan, recordando el entusiasmo de Poe, Lamartine y 
			Baudelaire ante esos borgeanos “museos de minucias” que constituyen 
			los diarios, los mismos que también ejercieron una particular 
			influencia en la poesía de Rimbaud y Mallarmé: “... fue Mallarmé 
			quien formuló las lecciones de la prensa como una guía para la nueva 
			e impersonal poesía de sugestión e implicación; vio que la escala 
			del reportaje moderno y de la multiplicación mecánica de mensajes, 
			hacía imposible la retórica personal”. Joyce aparece en este contexto como 
			un ejemplo mayor. McLuhan analiza la relación singular entre prensa y 
			literatura 
			presente en Ulises: “Para Joyce la prensa era, en verdad, 
			un ‘microabismo’ del universo humano: sus columnas, 
			inmutables monumentos de las seculares pasiones e intereses de los 
			hombres, y su elaboración y distribución, un drama que abarca las 
			manos y los órganos de todo el ‘cuerpo político’”. Es que en hay toda la obra 
			de McLuhan lo que alguien ha definido como profunda “alegría joyceana”. Está en los juegos de palabras y en esa suerte de 
			significado fragmentado que requiere la participación del lector 
			para completar su sentido. No es casual entonces, que el aforismo 
			fuera la estrategia preferida de McLuhan para comunicar su 
			pensamiento. No sólo porque con él desafía lo estrictamente 
			literario (“El mito, como el aforismo y la máxima, es 
			característico de la cultura 
			oral”), sino también porque a 
			través de él, “implica” al lector alentándolo a completar sus ideas.
			 
			Galaxia McLuhan 
			 
			 
			Pasarían once años desde La novia... para que McLuhan 
			publicara en 1962 lo que para muchos es su obra maestra: La 
			Galaxia Gutenberg: la creación del hombre tipográfico, un 
			pasaporte directo a la fama y la controversia. Con una estructura en 
			mosaico que permite una lectura anárquica, La Galaxia... es 
			una obra renovadora e inquietante. Repleta de aforismos y de 
			sentencias breves y brillantes, se trata, en palabras de Raymond 
			Williams, de un “libro importante”: “Ninguna obra común – e 
			incluyo bajo esta denominación a muchas de profunda y ortodoxa 
			erudición- sería capaz de persistir y agitarse en nuestra mente de 
			tal manera”. A la luz de la evidencia antropológica que respalda 
			sus teorías, y de una profunda erudición capaz de combinar 
			apreciaciones sobre Shakespeare, Durkheim o Picasso en perfecta 
			armonía, La Galaxia... fue concebida siguiendo los pasos de 
			Milman Parry, quien rastreara la procedencia oral de los poemas 
			homéricos a través de la épica yugoslava.  
			La  tesis central de La Galaxia es 
			sencilla: el hombre crea las tecnologías y éstas a su vez 
			condicionan su pensamiento y conducta. Cualquier 
			medio de 
			comunicación es una extensión del 
			cuerpo humano que modifica su 
			ambiente y termina modificándolo a él mismo. Allí donde ocurre una 
			prolongación, el sistema nervioso central establece un bloqueo que 
			hace imperceptible el cambio en el ambiente (“narcosis de Narciso”). Sólo el 
			artista -y resulta significativo que sea él y 
			no el científico- es capaz de percibir esas modificaciones, porque 
			su “intuición” es algo inherente al proceso creativo.  
			En la cultura 
			oral el hombre se informa a 
			través del oído, motivando la vida en grupo (imposible estar 
			informado sin la cercanía con los otros), y alentando un pensamiento 
			de tipo metafórico. Con la aparición del alfabeto, el equilibrio 
			sensorial se altera, pasando la visión a ser el sentido protagónico. 
			La imprenta potenció radicalmente los efectos del alfabeto: una 
			oración dio paso a otra oración, una página fue seguida de otra 
			página, en una sucesión lógica que moldeó el pensamiento occidental. 
			Espacio y tiempo comenzaron a concebirse linealmente, y el 
			pensamiento mágico cedió paso ante el pensamiento lógico, todo se 
			redujo a causas y efectos. El medio por excelencia de La 
			Galaxia es 
			la imprenta, su protagonista central, el Homo Typographicus, 
			es ese hombre “dividido” que ha desarrollado su sentido visual gracias 
			a la lectura de un medio de comunicación 
			paradigmático: el libro.  
			Pero la irrupción de los 
			medios masivos en el siglo XX, con la televisión a la cabeza, pone en jaque la supervivencia de 
			este Homo Typographicus. Su “retribalización” es algo más que 
			una amenaza: cualquier niño occidental puede crecer hoy en un mundo 
			de historias mágicas transmitidas oralmente, no ya a través del 
			patriarca, sino mediante la radio o la televisión. Una era agoniza: 
			es el tiempo de la “oralidad secundaria” definida por Walter Ong (notablemente influido por McLuhan, alumno suyo en 
			St. Louis); es el 
			tiempo de la “aldea global”: “...los descubrimientos 
			electromagnéticos han recreado el ‘campo’ simultáneo en todos 
			los asuntos humanos, de tal forma que la familia humana vive ahora 
			en las condiciones de una ‘aldea global’”. Si en la era industrial 
			todo es secuencia, al igual que en una cadena de montaje, en la Era 
			Eléctrica reina la simultaneidad. Las distancias se suprimen y el 
			mundo deviene una inmensa aldea. Y es por eso que quien eche un 
			rápido vistazo a su entorno cotidiano, con su sobredosis de mensajes 
			de texto, blogs y realidad virtual, puede percibir cuán lejos 
			pudo ver este nuevo Julio Verne el destino del hombre. Resulta 
			sorprendente que ya en 1966 McLuhan advirtiera que “El nuevo ambiente de 
			la humanidad es poco hardware o físico, y más información y 
			configuración de datos codificados”, cuando ni siquiera existía 
			la televisión a color. 
			Su método de trabajo, la introducción inesperada 
			de algún pensamiento extraño en un párrafo (una “sonda”) sin 
			demasiadas explicaciones, ofuscó a sus adversarios. Pero McLuhan se 
			limitaba a defender su condición de “explorador”, alguien que indaga 
			tras una pista aunque no necesariamente brinde explicaciones 
			definitivas. Ante las acusaciones de inconsistencia, por convocar 
			distintos campos del conocimiento en sus estudios, McLuhan se 
			definía sin pruritos como un “generalista”. Un letrero en su 
			despacho era elocuente en tal sentido: “No se necesitan 
			especialistas”. No era un simple capricho. Para McLuhan el 
			estudio de los medios no se reduce a su contenido, sino que se 
			extiende al ambiente en el que ejercen sus efectos. Y es por eso que 
			una respuesta especializada puede no ser siempre, la respuesta 
			adecuada. 
			Medios y masajes 
			 En  1964 se publica La comprensión de los medios como las extensiones 
			del hombre, obra en la que, en palabras de Jean Baudrillard, 
			“McLuhan escribe una ‘historia’ 
			general de las civilizaciones, pero 
			no –como Marx- a partir del proceso de evolución de las técnicas de 
			producción y de las fuerzas productivas, sino a partir de la 
			evolución de las técnicas de comunicación: los medios”. Si hasta 
			ese momento su nombre era citado por una importante audiencia, 
			especialmente en círculos canadienses y estadounidenses, no es sino 
			hasta la publicación de esta obra cuando se transforma en una 
			celebridad mundial. Casi una subcultura se generó a su alrededor. “LSD 
			no es nada hasta que no lo consumes. Como McLuhan”, opinaba 
			una estudiante en Newsweek. Parte de ese entusiasmo tiene su 
			origen en sentencias como “el medio es el mensaje”, que 
			aparece por primera vez en La comprensión... y que se 
			transformó, con el tiempo, en un sello de fábrica de su pensamiento. 
			 
			 Que el medio es el mensaje “significa simplemente 
			que las consecuencias individuales y sociales de cualquier medio –es 
			decir, de cualquiera de nuestras extensiones- resultan de la nueva 
			escala que introduce  en nuestros  asuntos cualquier 
			extensión o tecnología nueva”. Esta ruptura con la 
			tradición del pensamiento occidental, que prioriza el contenido 
			sobre la forma, no tardó en tildarse de determinismo tecnológico. 
			Para McLuhan es el medio, no el contenido, el que moldea las 
			acciones humanas actuando como un “masaje”. El hombre “desconoce que el medio es 
			también el masaje; que, juegos de palabras aparte, literalmente 
			trabaja, satura, moldea y transforma todas las relaciones de los 
			sentidos. El contenido o mensaje de cualquier medio particular tiene 
			tanta importancia como un grabado en la cubierta de una bomba 
			atómica”. 
			 
			 Creer que la buena o mala programación de la 
			televisión es la responsable de sus efectos, es la postura del 
			“idiota tecnológico”, advierte. 
			“La gente no ve películas en la televisión; ve televisión”, observa. 
			Es que, invariablemente, el 
			contenido de un medio es otro medio: “El efecto de la forma de la 
			película no guarda relación alguna con el contenido. El 
			‘contenido’ de lo escrito y lo impreso es un discurso, aunque el 
			lector apenas toma conciencia ni de lo impreso ni del discurso”.  Aunque el concepto tuvo sus críticas 
			(una de las más 
			contundentes, la de Uberto Eco), los reconocimientos al conjunto de 
			su obras se han ido sumando. Nueve universidades le otorgaron el Doctorado Honoris Causa, 
			si bien justo es decir que no todas las 
			“exploraciones” mcluhanianas fueron tan exitosas: la clasificación 
			de los medios en “calientes” y “fríos”, por ejemplo, no fue muy 
			bienvenida. A pesar de todo, desde sus planteos, nadie ha 
			permanecido indiferente al gran mensaje de McLuhan.
			 
			Epílogo 
			En una 
			entrevista para Playboy, Norden invitaba a McLuhan a 
			sincerarse y dar su opinión sobre el advenimiento de la aldea 
			global. “Veo la posibilidad de una sociedad retribalizada rica y 
			creativa –libre de la fragmentación y alienación de la edad 
			mecánica- emergiendo de este período traumático de choque cultural; 
			pero no tengo mas que aversión para el proceso de cambio”, 
			sintetizaría. Disgusto sí, pero también el optimismol que surge de 
			confiar en la capacidad del hombre para comprender los cambios y 
			adaptarse.  
			En 1968 McLuhan es 
			intervenido de un tumor cerebral. Continúa su actividad hasta que en 
			1979 sufre una embolia cerebral y un año después, el 31 de diciembre 
			de 1980, fallece en la ciudad de Toronto, Ontario, a la edad de 69 
			años. De alguna manera, desde ese momento, sus teorías quedaron en 
			suspenso a la espera de un indicio que las confirmara. Internet y el 
			advenimiento de la llamada “sociedad de la información”, hicieron de 
			su  relectura, una necesidad. “Si está equivocado, ello 
			importa”, ha señalado George P. Elliott con notable puntería. Irremediablemente vigente su obra sigue seduciendo, no sólo porque 
			luego de frecuentarla resulta imposible ver a los
			medios de 
			comunicación de la misma manera, sino también por esa impronta 
			poderosa que le da su originalidad y poca ortodoxia, y por 
			la poesía que transita hasta sus pensamientos más abstractos y que 
			le valió la comparación con un “Walt Whitman que le canta a la 
			electricidad”. Poesía que estuvo presente aún en sus comentarios 
			más polémicos, como aquél que cerraba su entrevista para Playboy:
			“Haber nacido en esta era es un regalo precioso, y lo único que 
			me apena de mi muerte es que dejaré sin leer muchas páginas aún 
			lejanas del destino del hombre –usted disculpará esta imagen 
			gutenbergiana-. Pero quizá, como he tratado de demostrar en mi 
			examen de la cultura posalfabetizada, la historia comienza sólo 
			cuando el libro se cierra”. 
 
			*Publicado originalmente 
			en El País Cultural. Nro. 866. |  |