| En un primer momento esta conferencia*** fue pronunciada en inglés en 
			la Universidad de Stanford (California) en el mes de abril de 1998, 
			dentro de la serie de las Presidential Lectures.
			Se me invitó entonces a tratar, preferentemente, sobre el arte y las 
			humanidades en la universidad del mañana. El título inicial de la 
			conferencia fue por consiguiente:
			"El porvenir de la profesión" o "La universidad sin condición" (gracias 
			a las «Humanidades», lo que 
			podría tener lugar mañana). 
 
 Esto será sin duda como una profesión de fe: la profesión de fe de 
			un profesor que haría como si les pidiese a ustedes permiso para ser 
			infiel o traidor a sus costumbres.
			Antes incluso de comenzar a internarme efectivamente en un 
			itinerario tortuoso, he aquí sin rodeos y a grandes rasgos la tesis 
			que les someto a discusión. Ésta se distribuirá en una serie de 
			proposiciones. No se tratará tanto de una tesis, en verdad, ni 
			siquiera de una hipótesis, cuanto de un compromiso declarativo, de 
			una llamada en forma de profesión de fe: fe en la universidad y, 
			dentro de ella, fe en las Humanidades del mañana.
 
 El largo título propuesto significa, en primer lugar, que la 
			universidad moderna debería ser sin condición. Entendamos por 
			«universidad moderna» aquella cuyo modelo europeo, tras una rica y 
			compleja historia medieval, se ha tornado predominante, es decir 
			«clásico», desde hace dos siglos, en unos Estados de tipo 
			democrático. Dicha universidad exige y se le debería reconocer en 
			principio, además de lo que se denomina la libertad académica, una 
			libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e 
			incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo 
			que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la 
			verdad. Por enigmática que permanezca, la referencia a la verdad 
			parece ser lo bastante fundamental como para encontrarse, junto con 
			la luz (Lux), en las insignias simbólicas de más de una universidad.
 
 La universidad hace profesión de la verdad. Declara, promete un 
			compromiso sin límite para con la verdad.
 
 Sin duda, el estatus y el devenir de la verdad, al igual que el 
			valor de verdad, dan lugar a discusiones infinitas (verdad de 
			adecuación o verdad de revelación, verdad como objeto de discursos 
			teórico-constatativos o de acontecimientos poético-performativos, 
			etc.). Pero eso se discute justamente, de forma privilegiada, en la 
			Universidad y en los departamentos pertenecientes a las 
			Humanidades.
 
 Dejemos por el momento en suspenso esas inquietantes cuestiones. 
			Subrayemos únicamente por anticipación que esa inmensa cuestión de 
			la verdad y de la luz, la cuestión de las Luces Aufklärung, 
			Enlightenment, Illuminismo, Ilustración, 
			Iluminismo- siempre ha 
			estado vinculada con la del hombre. Implica un concepto de lo propio 
			del hombre, aquel que fundó a la vez el Humanismo y la idea 
			histórica de las Humanidades. Hoy en día, la declaración renovada y 
			reelaborada de los «Derechos del hombre» (1948) y la institución del 
			concepto jurídico de «Crimen contra la humanidad» (1945) forman el 
			horizonte de la mundialización y del derecho internacional que, se 
			supone, cuida de ella. (Conservo la palabra «mundialización», en 
			lugar de «globalization» o «Globalisierung», con el fin de mantener 
			la referencia a un «mundo» (world, Welt, mundus) que no es ni el 
			globo, ni el cosmos, ni el universo). Sabemos que la red conceptual 
			del hombre, de lo propio del hombre, del derecho del hombre, del 
			crimen contra la humanidad del hombre, es la que organiza semejante 
			mundialización.
 
 Esta mundialización quiere ser, por consiguiente, una humanización.
			Ahora bien, si el concepto del hombre parece a la vez indispensable 
			y siempre problemático, entonces -éste será uno de los motivos de mi 
			hipótesis o, si lo prefieren, una de mis tesis en forma de profesión 
			de fe-, no se puede discutir ni reelaborar dicho concepto, como tal 
			y sin condición, sin presuposiciones, más que en el espacio de unas 
			nuevas Humanidades.
 
 Intentaré precisar lo que entiendo por «nuevas» 
			Humanidades. Pero, 
			ya sean estas discusiones críticas o deconstructivas, lo que 
			concierne a la cuestión y a la historia de la verdad en su relación 
			con la cuestión del hombre, de lo propio del hombre, del derecho del 
			hombre, del crimen contra la humanidad, etc., todo ello debe en 
			principio hallar su lugar de discusión incondicional y sin 
			presupuesto alguno, su espacio legítimo de trabajo y de 
			reelaboración, en la universidad y, dentro de ella, con especial 
			relevancia, en las Humanidades. No para encerrarse dentro de ellas 
			sino, por el contrario, para encontrar el mejor acceso a un nuevo 
			espacio público transformado por unas nuevas técnicas de 
			comunicación, de información, de archivación y de producción de 
			saber. (Y una de las graves cuestiones que se plantean aquí -pero de 
			la que no me puedo ocupar ahora- entre la universidad y el afuera 
			político-económico de su espacio público, es la del mercado de la 
			edición y del papel que desempeña dentro de la archivación, 
			evaluación y legitimación de los trabajos universitarios.)
 
 El horizonte de la verdad o de lo propio del hombre no es, 
			ciertamente, un límite muy determinable. Pero tampoco lo es el de la 
			universidad y las 
			Humanidades.
 
 Esta universidad sin condición no existe, de hecho, como demasiado 
			bien sabemos. Pero, en principio y de acuerdo con su vocación 
			declarada, en virtud de su esencia profesada, ésta debería seguir 
			siendo un último lugar de resistencia crítica -y más que crítica- 
			frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos.
 
 Cuando digo «más que crítica», sobreentiendo «deconstructiva» (¿por 
			qué no decirlo directamente y sin perder tiempo?). Apelo al derecho 
			a la deconstrucción como derecho incondicional a plantear cuestiones 
			críticas no sólo a la historia del concepto de hombre sino a la 
			historia misma de la noción de crítica, a la forma y a la autoridad 
			de la cuestión[i], a la forma interrogativa del pensamiento. Porque 
			eso implica el derecho de hacerlo afirmativa y performativamente[ii], 
			es decir, produciendo acontecimientos, por ejemplo, escribiendo y 
			dando lugar (lo cual hasta ahora no dependía de las Humanidades 
			clásicas o modernas) a obras singulares. Se trataría, debido al 
			acontecimiento de pensamiento que constituirían semejantes obras, de 
			hacer que algo le ocurriese, sin necesariamente traicionarlo, a ese 
			concepto de verdad o de humanidad que conforma los estatutos y la 
			profesión de fe de toda universidad.
 
 Ese principio de resistencia incondicional es un derecho que la 
			universidad misma debería a la vez reflejar, inventar y 
			plantear, lo 
			haga o no a través de las facultades de Derecho o en las nuevas 
			Humanidades capaces de trabajar sobre estas cuestiones de derecho 
			-esto es, por qué no decirlo de nuevo sin rodeos, de unas 
			Humanidades capaces de hacerse cargo de las tareas de 
			deconstrucción, empezando por la de su historia y sus propios 
			axiomas.
 
 Consecuencia de esta tesis: al ser incondicional, semejante 
			resistencia podría oponer la universidad a un gran número de 
			poderes: a los poderes estatales (y, por consiguiente, a los poderes 
			políticos del Estado-Nación así como a su fantasma de soberanía 
			indivisible: por lo que la universidad sería de antemano no sólo cosmopolítica, sino universal, extendiéndose de esa forma más allá 
			de la ciudadanía mundial y del 
			Estado-Nación en general), a los 
			poderes económicos (a las concentraciones de capitales nacionales e 
			internacionales), a los poderes mediáticos, ideológicos, religiosos 
			y culturales, etc., en suma, a todos los poderes que limitan la 
			democracia por venir.
 
 La universidad debería, por lo tanto, ser también el lugar en el que 
			nada está a resguardo de ser cuestionado, ni siquiera la figura 
			actual y determinada de la democracia; ni siquiera tampoco la idea 
			tradicional de crítica, como crítica teórica, ni siquiera la 
			autoridad de la forma «cuestión», del pensamiento como 
			«cuestionamiento». Por eso, he hablado sin demora y sin tapujos de 
			deconstrucción.
 
 He aquí lo que podríamos, por apelar a ella, llamar la universidad 
			sin condición: el derecho primordial a decirlo todo, aunque sea como 
			ficción y experimentación del saber, y el derecho a decirlo 
			públicamente, a publicarlo. Esta referencia al espacio público 
			seguirá siendo el vínculo de filiación de las nuevas Humanidades con 
			la época de las Luces. Esto distingue a la institución universitaria 
			de otras instituciones fundadas en el derecho o el deber de decirlo 
			todo. Por ejemplo, la confesión religiosa. E incluso la «libre 
			asociación» en la situación psicoanalítica. Pero asimismo es lo que 
			vincula fundamentalmente a la universidad, y muy especialmente a las 
			Humanidades, con lo que se denomina la 
			literatura en el sentido 
			europeo y moderno del término, como derecho a decirlo todo 
			públicamente, incluso a guardar un secreto, aunque sea en el modo de 
			la ficción. Esta alusión a la confesión, tan cercana a la profesión 
			de fe, podría vincular lo que digo con el análisis de lo que ocurre 
			hoy en día en la escena mundial y que se parece a un proceso 
			universal de confesión, de confidencia, de arrepentimiento, de 
			expiación y de perdón solicitado. Se podrían citar miles de ejemplos 
			día tras día. Pero, tanto si se trata de crímenes muy antiguos como 
			de crímenes recientes, de la esclavitud, de la Shoah, del apartheid, 
			o incluso de las violencias de la Inquisición (de la que el Papa 
			anunció hace poco que debería dar lugar a un examen de conciencia), 
			uno se arrepiente siempre, explícita o implícitamente, de acuerdo 
			con ese concepto jurídico tan reciente de «crimen contra la 
			humanidad».
 
 Dado que nos disponemos a articular conjuntamente la Profesión, la 
			Profesión de fe y la Confesión, recordemos de pasada y entre 
			paréntesis -pues ello exigiría largos desarrollos- que la confesión 
			de los pecados podía organizarse en el siglo XIV en función de las 
			categorías sociales y profesionales. La Summa Astesana de 1317 
			prescribe que, en la confesión, se interrogue al penitente según su 
			estatus socio-profesional: «A los príncipes sobre la justicia, a los 
			caballeros sobre la rapiña, a los comerciantes, los funcionarios, 
			así como a los artesanos y a los operarios, sobre el perjurio, el 
			fraude, la mentira, el robo, etc., a los burgueses y, de forma 
			general, a los habitantes de la ciudad sobre la usura y la deuda no 
			amortizable, a los campesinos sobre la envidia y el robo, sobre todo 
			en lo que concierne a los diezmos, etcétera»[iii].
 
 Hay que insistir más en ello: si dicha incondicionalidad constituye, 
			en principio y de jure, la fuerza invencible de la universidad, 
			aquélla nunca ha sido, de hecho, efectiva. Debido a esa invencibilidad abstracta e hiperbólica, debido a su imposibilidad 
			misma, esta incondicionalidad muestra asimismo una debilidad o una 
			vulnerabilidad. Exhibe la impotencia de la universidad, la 
			fragilidad de sus defensas frente a todos los poderes que la rigen, 
			la sitian y tratan de apropiársela. Porque es ajena al poder, porque 
			es heterogénea al principio de poder, la universidad carece también 
			de poder propio.
 
 Por eso, hablamos aquí de la universidad sin condición.
 
 Digo bien «la universidad», porque distingo aquí, stricto sensu, la 
			universidad de todas las instituciones de investigación que están al 
			servicio de finalidades y de intereses económicos de todo tipo, sin 
			que se les reconozca la independencia de principio de la 
			universidad. Y digo «sin condición» tanto como «incondicional» para 
			dar a entender la connotación del «sin poder» o del «sin defensa»: 
			porque es absolutamente independiente, la universidad también es una 
			ciudadela expuesta. Se ofrece, permanece expuesta a ser tomada, con 
			frecuencia se ve abocada a capitular sin condición. Allí donde 
			acude, está dispuesta a rendirse. Porque no acepta que se le pongan 
			condiciones, está a veces obligada, exangüe, abstracta, a rendirse 
			también sin condición.
 
 Sí, se rinde, se vende a veces, se expone a ser simplemente ocupada, 
			tomada, vendida, dispuesta a convertirse en la sucursal de 
			consorcios y de firmas internacionales. Hoy en día, en Estados 
			Unidos, y en el mundo entero, juega una baza política importante: 
			¿en qué medida la organización de la investigación y de la enseñanza 
			debe ser sustentada, es decir, directa o indirectamente controlada, 
			digamos con un eufemismo «patrocinada», con vistas a intereses 
			comerciales e industriales? Dentro de esta lógica, como sabemos, las 
			Humanidades son con frecuencia los rehenes de los departamentos de 
			ciencia pura o aplicada que concentran las inversiones supuestamente 
			rentables de capitales ajenos al mundo académico.
 
 Se plantea entonces una cuestión que no es sólo económica, jurídica, 
			ética, política: ¿puede (y, si así es, ¿cómo?) la universidad 
			afirmar una independencia incondicional, reivindicar una especie de 
			soberanía, una especie muy original, una especie excepcional de 
			soberanía, sin correr nunca el riesgo de lo peor, a saber, de tener 
			-debido a la abstracción imposible de esa soberana independencia- 
			que rendirse y capitular sin condición, que permitir que se la tome 
			o se la venda a cualquier precio?
 
 En ella se precisa no sólo un principio de resistencia sino una 
			fuerza de resistencia -y de disidencia. La deconstrucción del 
			concepto de soberanía incondicional es sin duda necesaria y está en 
			marcha, pues ésta es la herencia de una teología apenas 
			secularizada. En el caso más visible de la presunta soberanía de los 
			Estados-Naciones pero también en otras partes (porque se encuentra 
			en su casa por doquier y se considera indispensable, en los 
			conceptos de sujeto, de ciudadano, de libertad, de responsabilidad, 
			de pueblo, etc.), el valor de soberanía está hoy en plena 
			descomposición. Pero hay que tener cuidado para que esta 
			deconstrucción necesaria no comprometa demasiado, no demasiado, la 
			reivindicación de independencia de la universidad, es decir, una 
			determinada forma muy particular de soberanía que trataré de 
			precisar más adelante.
 
 Esto es lo que está en juego en algunas decisiones y estrategias 
			políticas. Esta baza permanece en el horizonte de las hipótesis o de 
			las profesiones de fe que someto a la reflexión de ustedes. ¿Cómo 
			deconstruir la historia (y, en primer lugar, la historia académica) 
			del principio de soberanía indivisible, al tiempo que se reivindica 
			el derecho a decirlo todo -o a no decirlo todo- y a plantear todas 
			las cuestiones deconstructivas que se imponen respecto del hombre, 
			de la soberanía, del derecho mismo a decirlo todo, por consiguiente, 
			de la literatura y de la democracia, de la mundialización en curso, 
			de sus aspectos tecno-económicos y confesionales, etcétera?
 
 No es que yo pretenda decir que, en medio de la tormenta que amenaza 
			hoy a la universidad y, dentro de ella, a unas disciplinas más que a 
			otras, esa fuerza de resistencia, esa libertad que uno se toma de 
			decirlo todo en el espacio público tiene su lugar único y 
			privilegiado en lo que se denominan las Humanidades -concepto cuya 
			definición convendrá afinar, deconstruir y ajustar, más allá de una 
			tradición que también hay que cultivar. Pero ese principio de 
			incondicionalidad se presenta, en el origen y por excelencia, en las 
			Humanidades. Tiene un lugar de presentación, de manifestación, de 
			salvaguarda originario y privilegiado en las Humanidades. También 
			tiene allí su espacio de discusión y de reelaboración. Esto pasa 
			tanto por la literatura y las
			lenguas (es decir, las ciencias así 
			llamadas del hombre y de la cultura) como por las artes no 
			discursivas, el derecho y la filosofía, por la crítica, por el 
			cuestionamiento y, más allá de la filosofía crítica y del 
			cuestionamiento, por la deconstrucción -allí donde no se trata de 
			nada menos que de re-pensar el concepto de hombre, la figura de la 
			humanidad en general y, especialmente, la que presuponen lo que 
			llamarnos, en la universidad, desde hace siglos, las Humanidades. 
			Por lo menos desde este punto de vista, la deconstrucción (no me 
			siento en absoluto incómodo por decirlo e incluso por reivindicarlo) 
			tiene su lugar privilegiado dentro de la universidad y de las 
			Humanidades como lugar de resistencia irredenta e incluso, 
			analógicamente, como una especie de principio de desobediencia 
			civil, incluso de disidencia en nombre de una ley superior y de una 
			justicia del pensamiento.
 
 Llamemos aquí pensamiento a aquello que a veces rige -según una ley 
			por encima de las leyes- a la justicia de esa resistencia o de esa 
			disidencia. Es asimismo lo que pone en marcha o inspira a la 
			deconstrucción como justicia[iv]. A esta ley, a este derecho fundado 
			en una justicia que lo sobrepasa, les deberíamos abrir un espacio 
			sin límite autorizándonos así a deconstruir todas las figuras 
			determinadas que esa incondicionalidad soberana ha podido adoptar a 
			lo largo de la historia.
 
 Para ello, tendremos que ampliar y reelaborar el concepto de las 
			Humanidades. En mi opinión, no se trata ya sólo del concepto 
			conservador y humanista al que se suele a menudo asociar a las 
			Humanidades y sus antiguos cánones -que considero, no obstante, 
			deben ser protegidos a toda costa. Ese nuevo concepto de las 
			Humanidades, sin dejar de permanecer fiel a su tradición, debería 
			incluir el derecho, las teorías de la traducción así como lo que se 
			denomina, en la cultura anglosajona -una de cuyas formaciones 
			originales constituye-, la theory (articulación original de teoría 
			literaria, de filosofía, de lingüística, de antropología, de 
			psicoanálisis, etc.), pero también, por supuesto, en todos esos 
			lugares, las prácticas deconstructivas. Y tendremos que distinguir 
			con todo cuidado aquí entre, por una parte, el principio de 
			libertad, de autonomía, de resistencia, de desobediencia o de 
			disidencia, principio que es coextensivo a todo el campo del saber 
			académico y, por otra parte, su lugar privilegiado de presentación, 
			de reelaboración y de discusión temática que, para mí, sería más 
			propio de las Humanidades, pero de unas Humanidades transformadas. 
			¿Por qué vincular todo esto insistentemente no sólo con la cuestión 
			de la literatura, de esa institución democrática que denominamos la 
			literatura, o la ficción literaria, con cierto simulacro y cierto 
			«como si», sino también con la cuestión de la profesión y de su 
			porvenir? Porque, a lo largo de una historia del trabajo -que no es 
			simplemente el oficio-, y luego del oficio -que no es siempre la 
			profesión-, y después de la profesión -que no es siempre la de 
			profesor-, me gustaría vincular esta problemática de la universidad 
			sin condición a un testimonio, a un compromiso, a una promesa, a un 
			acto de fe, a una declaración de fe, a una profesión de fe. En la 
			universidad, esta profesión de fe articula de forma original la fe 
			con el saber y, especialmente, en ese lugar de presentación de sí 
			mismo del principio de incondicionalidad que denominaremos las 
			Humanidades.
 
 Asociar en cierto modo la fe con el saber, la fe en el saber, es 
			unir entre sí unos movimientos que denominaríamos performativos y 
			unos movimientos constatativos, descriptivos o teóricos. Una 
			profesión de fe, un compromiso, una promesa, una responsabilidad 
			asumida, todo ello exige no unos discursos de saber sino unos 
			discursos performativos que producen el acontecimiento del que 
			hablan.
 
 Habrá que preguntarse entonces lo que significa “profesar”. ¿Qué se 
			hace cuando, performativamente, se profesa, pero asimismo cuando se 
			ejerce una profesión y, especialmente, la profesión de profesor? Me 
			fiaré pues, a menudo y largo rato, de la distinción ahora clásica de 
			Austin entre speech acts performativos y speech acts constatativos. 
			Esta distinción habrá sido un gran acontecimiento de este siglo -y 
			habrá sido, en primer lugar, un acontecimiento académico-. Habrá 
			tenido lugar en la universidad. En cierto modo, son las Humanidades 
			las que lo han hecho advenir y las que han explorado sus recursos. 
			Con unas consecuencias incalculables, esto ha ocurrido a las 
			Humanidades y por las Humanidades. Sin dejar de reconocer la 
			potencia, la legitimidad y la necesidad de esta distinción entre 
			constatativo y performativo, a menudo me ha ocurrido, llegado a un 
			determinado punto, no ya ponerla en cuestión pero sí analizar sus 
			presupuestos y complicarla[v]. Todavía hoy, pero esta vez desde otro 
			punto de vista, terminaré, después de haber contado mucho con esta 
			pareja de conceptos, por indicar un lugar en donde fracasa -y ha de 
			fracasar.
 
 Ese lugar será precisamente lo que ocurre, aquello a lo que llegamos 
			y que nos ocurre, el acontecimiento, el lugar del tener-lugar -que 
			se burla del performativo, del poder performativo, tanto como del 
			constatativo-. Y eso puede ocurrir en y por las Humanidades.
 
 Ahora voy a comenzar, a la vez por el final y por el comienzo. Pues 
			he comenzado por el final como si fuese el comienzo.
 
 
 I
 
 
 Como si el fin del trabajo estuviese en el origen del mundo.
 
 Sí, «como si», digo bien «como si ...».
 
 Al mismo tiempo que una reflexión sobre la historia del trabajo, lo 
			que les propondré es sin duda una meditación sobre el «como», el 
			«como tal», el «como si».
 
 Y, tal vez, sobre una política de lo virtual.
 
 No una política virtual sino una política de lo virtual en el 
			ciberespacio o el cibermundo de la mundialización. Una de las 
			mutaciones que afectan al lugar y a la naturaleza del trabajo 
			universitario es hoy en día, como bien sabemos, cierta 
			virtualización deslocalizadora del espacio de comunicación, de 
			discusión, de publicación, de archivación. No es la virtualización 
			la que es absolutamente nueva en su estructura. Desde el momento en 
			que hay una huella, está en marcha alguna virtualización: éste es el 
			abc de la deconstrucción. Lo inédito es, cuantitativamente, la 
			aceleración del ritmo, la amplitud y los poderes de capitalización 
			de semejante virtualidad espectralizadora. De ahí, la necesidad de 
			repensar los conceptos de lo posible y de lo imposible. Esta nueva 
			«etapa» técnica de la virtualización (informatización, numerización, 
			mundialización virtualmente inmediata de la legibilidad, 
			teletrabajo, etc.) desestabiliza, todos tenemos experiencia de ello, 
			el hábitat universitario. Trastorna su topología, inquieta todo lo 
			que organiza sus lugares, a saber, tanto el territorio de sus campos 
			y de sus fronteras disciplinares como sus lugares de discusión, su 
			campo de batalla, su Kampfplatz, su battlefield teórico, así como la 
			estructura comunitaria de su «campus». ¿Dónde se encuentran hoy el 
			lugar comunitario y el vínculo social de un «campus» en la época 
			ciberespacial del ordenador, del teletrabajo y de la world wide web? 
			¿Dónde tiene su lugar, en lo que Mark Poster llama la «CyberDemocracy»[vi], 
			el ejercicio de la democracia, aunque sea de una democracia 
			universitaria? Se nota que, más radicalmente, lo que queda así 
			trastocado es la topología del acontecimiento, la experiencia del 
			tener-lugar singular.
 
 ¿Qué hacemos entonces cuando decimos «como si»?
 
 Observen que no he dicho «es como si el fin del trabajo estuviese en 
			el origen del mundo». No he dicho nada que haya sido, ni lo he dicho 
			en una proposición principal. He dejado en suspenso, he abandonado a 
			su interrupción una extraña proposición subordinada («como si el fin 
			del trabajo estuviese en el origen del mundo»), como si yo quisiese 
			dejar un ejemplo del «como si» que trabajase solo, fuera de 
			contexto, con vistas a atraer la atención de ustedes. ¿Qué hacemos 
			cuando decimos «como si»? ¿Qué hace un «si»? Hacemos como si 
			respondiésemos por lo menos a una de las varias posibilidades que a 
			continuación voy a comenzar a enumerar -y a más de una a la vez.
 
 
 1. ¿Acaso, primera posibilidad, al decir «como si», nos entregamos a 
			la arbitrariedad, al sueño, a la imaginación, a la hipótesis, a la 
			utopía? Todo lo que me dispongo a decir tenderá a mostrar que la 
			respuesta no puede ser tan sencilla.
 
 2. ¿O acaso, segunda posibilidad, con ese «como si», ponemos en 
			marcha ciertos tipos de juicios como, por ejemplo, esos «juicios reflexionantes» de los que Kant decía regularmente que operaban 
			«como si» (als ob) un entendimiento contuviese o comprendiese la 
			unidad de la variedad de las leyes empíricas, o «como si» fuese éste 
			un «feliz azar acaecido para favorecer nuestro designio (gleich als 
			ob es ein glücklicher unsre Absicht begünstigender Zufall wäre)»[vii]. 
			En este último caso, el del discurso kantiano, la gravedad, la 
			seriedad, la irreductible necesidad del «como si» dice nada menos 
			que la finalidad de la naturaleza, es decir, una finalidad cuyo 
			concepto, apunta Kant, es uno de los más insólitos y de los más 
			difíciles de delimitar. Pues, señala, no es ni un concepto de la 
			naturaleza ni un concepto de la libertad. Por consiguiente, este 
			«como si» sería por sí mismo, aunque Kant no lo diga así en ese 
			contexto, y con razón, una especie de fermento deconstructivo, 
			puesto que excede en cierto modo y no está lejos de descalificar los 
			dos órdenes que con tanta frecuencia distinguimos y oponemos, el 
			orden de la naturaleza y el orden de la libertad.
 
 Esta oposición, desconcertada de esta forma por determinado «como 
			si», es precisamente la que organiza todos nuestros conceptos 
			fundamentales y todas las oposiciones en las que éstos se determinan 
			y determinan justamente lo propio del hombre, la humanidad del 
			hombre (physis/tekhné, physis/nomos, naturaleza frente a humanidad, 
			y dentro de esta humanidad, que es también la de las Humanidades, 
			hallamos la socialidad, el derecho, la historia, lo político, la 
			comunidad, etc., todos ellos presos en las mismas oposiciones). Kant 
			nos explica asimismo, en resumidas cuentas, que el «como si» juega 
			un papel decisivo en la organización coherente de nuestra 
			experiencia.
 
 Ahora bien, Kant también es el filósofo que intentó, de forma 
			extremadamente compleja, a la vez justificar y limitar el papel de 
			las Humanidades en la enseñanza, la cultura o la crítica del 
			gusto[viii]. Esto lo han recordado y analizado magistralmente dos de 
			mis amigos y colegas a los que les debo mucho: Samuel Weber, en un 
			libro inaugural por muchos motivos, y al que le tengo mucho cariño,
			Institution and Interpretation[ix], seguido recientemente por un 
			extraordinario artículo sobre «The Future of the Humanities»[x]; y 
			Peggy Kamuf que trata de este mismo texto de Kant en su admirable 
			libro sobre The Division of Literature, Or the University in 
			Deconstruction[xi]. Samuel Weber y Peggy Kamuf dicen cosas decisivas 
			y a ellos les remito en lo referente a lo que ocurre entre la 
			deconstrucción, la historia de la universidad y las Humanidades. Lo 
			que intento explorar aquí esta tarde sería otra vía dentro del mismo 
			quehacer, otra pista dentro del mismo paisaje. Y si mi trayecto 
			parece aquí distinto, me cruzaré sin duda con sus pasos en más de 
			una encrucijada. Por ejemplo, en la referencia a Kant. No hay nada 
			de extraño en que la Tercera Crítica vuelva con tanta insistencia en 
			Estados Unidos en todos los discursos sobre las instituciones y las 
			disciplinas vinculadas con las Humanidades, sobre los problemas de 
			profesionalización que se plantean en ellas. Kant posee también todo 
			un conjunto de proposiciones al respecto, sobre todo sobre el 
			trabajo, el oficio y las artes, ya sean liberales o asalariados, 
			mercenarios, pero asimismo sobre el conflicto de las facultades 
			-hace tiempo me interesé por ello, en «Economimesis»[xii] y en «Mochlos»[xiii].
 
 Este recurrente apelar a Kant resulta especialmente sensible, en 
			efecto, en Estados Unidos en donde, por razones históricas que 
			habría que analizar, el término Humanities ha conocido una historia 
			particular y conserva en este fin de siglo la figura de un problema, 
			con una energía semántica, una presencia y una resonancia 
			conflictivas que indudablemente no tuvo nunca o que perdió en Europa 
			-y, sin duda, en todos los lugares del mundo en donde la cultura 
			americana no prevalece todavía-. Para ello hay ciertamente motivos 
			enmarañados, especialmente el de los efectos de una mundialización 
			en marcha que pasa siempre de una forma más insoslayable y visible 
			por los Estados Unidos, por su poder político, tecno-económico y 
			tecno-científico.
 
 3. ¿Acaso, finalmente, tercera posibilidad, cierto «como si» no 
			marca de mil maneras la estructura y el modo de ser de todos los 
			objetos que pertenecen al campo académico que se denomina las 
			Humanidades, las Humanidades de ayer o las de hoy y las del mañana? 
			No me apresuraré de momento a reducir estos «objetos» a ficciones, 
			simulacros u obras de arte, haciendo como si dispusiésemos ya de 
			conceptos fiables de la ficción, del arte o de la obra.
 
 Pero, siguiendo el sentido común, ¿no puede decirse que la modalidad 
			del «como si» parece apropiada a lo que se denomina las obras, 
			especialmente las obras de arte, las bellas artes (pintura, 
			escultura, cine, música, poesía,
			literatura, etc.) mas también, en 
			grados y según estratificaciones complejas, a todas las idealidades 
			discursivas, a todas las producciones simbólicas o culturales que 
			definen, en el campo general de la universidad, las disciplinas así 
			llamadas de las Humanidades -e incluso las disciplinas jurídicas y 
			la producción de las leyes, pero asimismo cierta estructura de los 
			objetos científicos en general?
 
 Ya he citado dos «como si» de Kant. Hay por lo menos un tercero. No 
			lo suscribo sin reservas. Me parece que Kant le otorga allí todavía 
			demasiada confianza a cierta oposición entre la naturaleza y el 
			arte, precisamente en el momento en el que el «como si» la hace 
			temblar, lo mismo que ocurrió más arriba con la naturaleza y la 
			libertad. Pero recuerdo esta observación por dos razones. Por una 
			parte, con el fin de sugerir que de lo que aquí se trata es, tal 
			vez, de cambiar el sentido, el estatus, la apuesta del «como» y del 
			«como si» kantiano, desplazamiento sutil pero cuyas consecuencias me 
			parecen sin límites; por otra parte, me dispongo a citar un «como 
			si» que describe una modalidad esencial de la experiencia de las 
			obras de arte, a saber, de lo que, en gran medida, define el campo 
			de las Humanidades clásicas, tal como nos importa aquí. Kant dice 
			que «frente a un producto de las bellas artes, hay que tener 
			conciencia de que se trata de arte y no de la naturaleza; pero, no 
			obstante, la finalidad en su forma debe parecer tan libre de 
			cualquier coacción de reglas arbitrarias que es como si se tratase 
			de un producto de la naturaleza pura y simple»[xiv].
 
 Lo que quiero, a título provisional y con el fin de anunciar de 
			lejos mi propósito, mis hipótesis o mi profesión de fe, es atraer la 
			atención de ustedes sobre esta cosa extraña que hacemos cuando 
			decimos «como si», y sobre la relación que esta cosa extraña, que se 
			parece a un simulacro, podría tener con las cuestiones que voy a 
			tratar, las cuestiones conjuntas de la profesión y de la confesión, 
			de la universidad con o sin condición -de la humanidad del hombre y 
			de las Humanidades, del trabajo y de la 
			literatura.
 
 Porque lo que querría intentar con ustedes es algo aparentemente 
			imposible: encadenar este «como si» al pensamiento de un 
			acontecimiento, es decir, al pensamiento de esa cosa que quizá 
			ocurre, que se supone tiene lugar, que encuentra su lugar -y que le 
			ocurriría aquí por ejemplo a lo que se denomina el trabajo-. Se cree 
			en general que, para ocurrir, para tener lugar, es preciso que un 
			acontecimiento interrumpa el orden del «como si» y que, por 
			consiguiente, su lugar sea lo bastante real, efectivo, concreto para 
			desmentir toda la lógica del «como si». ¿Qué pasa entonces cuando el 
			lugar mismo se torna virtual, liberado de su arraigo territorial 
			(por ende, nacional) y cuando está sujeto a la modalidad de un «como 
			si»?
 
 Hablaré, por lo tanto, de un acontecimiento que, sin acaecer 
			necesariamente mañana, estaría quizá, digo bien quizá, por venir: 
			por venir por la universidad, por pasar y por ocurrir por ella, 
			gracias a ella, en lo que se denomina la universidad, suponiendo que 
			todavía se pueda definir, suponiendo que siempre se haya sabido 
			identificar un adentro de la universidad, es decir, una esencia 
			propia de la universidad soberana, y, dentro de ella, algo que se 
			pueda también identificar, propiamente, bajo el nombre de 
			«Humanidades». Me refiero aquí, por consiguiente, a una universidad 
			que sería lo que siempre debió haber sido o pretendido representar, 
			es decir, desde su principio, y en principio, una «cosa», una 
			«causa» autónoma, incondicionalmente libre en su institución, en su 
			habla, en su escritura, en su pensamiento. En un pensamiento, en una 
			escritura, en un habla que no serían sólo unos archivos o unas 
			producciones de saber, sino, lejos de cualquier neutralidad utópica, 
			unas obras performativas. Y, ¿por qué, nos preguntaremos, el 
			principio de esta libertad incondicional, en su respeto activo y 
			militante, en su puesta en marcha, se le confiaría por excelencia a 
			unas nuevas «Humanidades» más que a cualquier otro campo de 
			disciplina?
 
 Al precipitar estas cuestiones, que recuerdan asimismo a unos deseos 
			virtuales tomados por realidades, como mucho a unas promesas apenas 
			serias, parezco profesar una fe. Es como si me entregase a una 
			profesión de fe. Algunos dirán quizá que sueño despierto 
			entregándome ya a una profesión de fe.
 
 Suponiendo que se sepa lo que es una profesión de fe, podemos 
			preguntarnos quién sería entonces responsable de semejante profesión 
			de fe. ¿Quién la firmaría? ¿Quién la profesaría? No me atrevo a 
			preguntar quién sería su profes(ad)or pero quizá deberíamos analizar 
			cierta herencia, en todo caso cierta vecindad entre el porvenir de 
			la profesión académica, el de la profesión de profesor, el principio 
			de autoridad que deriva de ella, y la profesión de fe.
 
 ¿Qué quiere decir, en suma, profesar? Y, ¿qué es lo que está en 
			juego, escondiéndose todavía en esta cuestión, en lo que se refiere 
			al trabajo, al oficio (profesional, profesoral o no), para la 
			universidad del mañana y, dentro de ella, para las Humanidades?
 
 «Profesar», esta palabra de origen latino (profiteor, professus
			sum; 
			pro et fateor, que quiere decir hablar, de ahí procede también la 
			fábula y, por consiguiente, cierto «como si»), significa, en francés 
			lo mismo que en inglés [y en castellano], declarar abiertamente, 
			declarar públicamente. En inglés, dice el Oxford English Dictionary, 
			antes de 1300, sólo tiene sentido religioso. «To make one's 
			profession» significa entonces «to take the vows of some religious 
			order». La declaración de quien profesa es una declaración 
			performativa en cierto modo. Compromete mediante un acto de fe 
			jurada, un juramento, un testimonio, una manifestación, una 
			atestación o una promesa. Se trata, en el sentido fuerte de la 
			palabra, de un compromiso. Profesar es dar una prueba comprometiendo 
			nuestra responsabilidad. «Hacer profesión de» es declarar en voz 
			alta lo que se es, lo que se cree, lo que se quiere ser, pidiéndole 
			al otro que crea en esta declaración bajo palabra. Insisto en este 
			valor performativo de la declaración que profesa prometiendo. Hay 
			que subrayar que los enunciados constatativos y los discursos de 
			puro saber, en la universidad o en cualquier otro lugar, no 
			responden, en cuanto tales, a la profesión en sentido estricto. 
			Dependen quizá del «oficio» (competencia, saber, saber-hacer) pero 
			no de la profesión entendida en un sentido riguroso.
 El discurso de 
			profesión siempre es, de un modo u otro, libre profesión de fe; 
			desborda el puro saber tecno-científico con el compromiso de la 
			responsabilidad. Profesar es comprometerse declarándose, brindándose 
			como, prometiendo ser esto o aquello. Grammaticum se professus, nos 
			dice Cicerón en las Tusculanas (2, 12): habiéndose brindado como 
			gramático, como maestro de gramática. No es necesario ni solamente 
			ser esto o aquello, ni siquiera ser un experto competente, sino 
			prometer serlo, comprometerse a ello bajo palabra. Philosophiam 
			profiteri es profesar la filosofía: no simplemente ser filósofo, 
			practicar o enseñar la filosofía de forma pertinente, sino 
			comprometerse, mediante una promesa pública, a consagrarse 
			públicamente, a entregarse a la filosofía, a dar testimonio, incluso 
			a pelearse por ella. Y lo que aquí cuenta es esta promesa, este 
			compromiso de responsabilidad. Éste no se puede reducir, como bien 
			se ve, ni a la teoría ni a la práctica. Profesar consiste siempre en 
			un acto de habla performativo, incluso si el saber, el objeto, el 
			contenido de lo que se profesa, de lo que se enseña o practica sigue 
			siendo, por su parte, de orden teórico o constatativo. Como el acto 
			de profesar es un acto de habla y como el acontecimiento que es o 
			produce no depende sino de esa promesa de la lengua, pues bien, su 
			proximidad con la fábula, la fabulación y la ficción, con el «como 
			si», resultará inquietante.
 ¿Qué relación hay entre profesar y trabajar? ¿En la universidad? ¿En 
			las Humanidades?
 
 
 II
 
 
 Desde mi primera frase, desde que he comenzado a hablar, he nombrado 
			el trabajo. He dicho: «Como si el fin del trabajo estuviese en el 
			origen del mundo».
 
 ¿Qué es el trabajo? Cuándo y dónde un trabajo tiene lugar?, ¿su 
			lugar? Debo renunciar inmediatamente, sobre todo por falta de 
			tiempo, a un análisis semántico riguroso. Recordemos al menos dos 
			rasgos que interesan a la universidad. El trabajo no es sólo la 
			acción o la práctica. Se puede actuar sin trabajar. No es seguro que 
			una praxis, sobre todo una práctica teórica, constituya, stricto 
			sensu, un trabajo. Y, ante todo, a cualquiera que trabaje no se le 
			otorga forzosamente el nombre y el estatus de trabajador. Al agente 
			o al sujeto que trabaja, al operador, no se le llama siempre 
			trabajador (laborator). El sentido parece así modificarse al pasar 
			del verbo al sustantivo: el trabajo de quien trabaja en general no 
			es siempre la labor de un «trabajador». De este modo, en la 
			universidad, entre todos los que, de una u otra forma, se supone que 
			trabajan allí (docentes, personal de gestión o de administración, 
			investigadores, estudiantes), algunos, especialmente los 
			estudiantes, en cuanto tales, no se denominarán normalmente 
			«trabajadores» hasta que un salario (merces) no venga regularmente a 
			retribuir, como una mercancía en un mercado, la actividad de un 
			oficio o de una profesión. Una beca no será suficiente. Por mucho 
			que trabaje el estudiante, se le considerará un trabajador a 
			condición de formar parte del mercado, y únicamente si se dedica, 
			además, a una tarea cualquiera, por ejemplo, en Estados Unidos, a la 
			de teaching assistant. Mientras estudia pura y simplemente, y por 
			mucho que trabaje, al estudiante no se le considera un trabajador. 
			Aun cuando -insistiré en eso dentro de un momento- no todo oficio 
			sea una profesión, el trabajador es alguien cuyo trabajo es 
			reconocido como oficio o como profesión dentro de un mercado. (Toda 
			esta semántica social está arraigada, como ustedes saben, en una 
			larga historia socio-ideológica que se remonta por lo menos a la 
			Edad Media cristiana.) Por consiguiente, se puede trabajar mucho sin 
			ser un trabajador reconocido como tal en la sociedad.
 
 Otra distinción nos importará cada vez más y, por eso, le concedo 
			desde ahora una gran atención: se puede trabajar mucho, e incluso 
			trabajar mucho como trabajador sin que el efecto o el resultado del 
			trabajo (el opus de la operación) sea reconocido como un «trabajo», 
			esta vez en el sentido no de la actividad productiva sino del 
			producto, de la obra, de lo que queda después y más allá del momento 
			de la operación. Resultaría a menudo difícil identificar y objetivar 
			el producto de trabajos muy duros efectuados por los trabajadores 
			más indispensables y sacrificados, los peor tratados por la 
			sociedad, los más invisibles también (aquellos que liberan a las 
			ciudades de sus desechos, por ejemplo, o aquellos que regulan la 
			circulación aérea y, de forma más general, aquellos que aseguran 
			unas mediaciones, unas transmisiones de las que no queda sino una 
			huella virtual -y este campo es enorme, está en pleno
 desarrollo). 
			Hay, por consiguiente, trabajadores cuyo trabajo, cuyo trabajo 
			productivo incluso, no da lugar a productos substanciales o 
			actuales, sólo a espectros virtuales. Pero cuando el trabajo da 
			lugar a productos actuales o actualizables, hay que introducir una 
			vez más otra distinción esencial en medio de la inmensa variedad de 
			productos y de estructuras de productos, en medio de todas las 
			formas de materialidad, de idealidad reproductible, de valores de 
			uso y de cambio, etc. Algunos productos de esta actividad 
			trabajadora son considerados valores de uso o de cambio objetivables 
			sin merecer, por lo que se cree, el título de oeuvres (no puedo 
			decir esta palabra más que en francés)*.
			Se cree que a otros 
			trabajos se les puede atribuir el nombre de obras. La apropiación de 
			éstas, su relación con el trabajo libre o asalariado, con la firma o 
			la autoridad del autor, con el mercado son de una gran complejidad 
			estructural e histórica que no analizaré aquí. Los primeros ejemplos 
			de obras que se me ocurren son obras de arte (visual, musical o 
			discursivo, un cuadro, un concierto, un poema, una novela). Pero 
			tendríamos que ampliar este campo en el momento en que, al 
			preguntarnos por el enigma del concepto de obra, tratásemos de 
			discernir el estilo propio del trabajo universitario, sobre todo, en 
			las Humanidades.
 En las Humanidades, sin duda alguna se trata 
			especialmente de las obras (obras de arte, de arte discursivo o no, 
			literario o no, obras canónicas o no). Pero, en principio, el 
			tratamiento de las obras, dentro de la tradición académica, depende 
			de un saber que, por su parte, no consiste en obras. Profesar o ser 
			profesor, en esta tradición que precisamente está en proceso de 
			mutación, es sin duda producir y enseñar un saber al tiempo que se 
			profesa, es decir, que se promete adquirir una responsabilidad que 
			no se agota en el acto de saber o de enseñar. Pero saber profesar o 
			profesar un saber, saber producir un conocimiento, incluso, no es, 
			dentro de la tradición clásico-moderna que estamos interrogando, 
			producir unas obras. Un profesor, en cuanto tal, no firma una obra. 
			Su autoridad de profesor no es la del autor de una obra. Es quizá 
			esto lo que está cambiando desde hace algunos decenios, 
			encontrándose con las resistencias y las protestas a menudo 
			indignadas de aquellos que creen poder distinguir siempre, en la 
			escritura y en la lengua, entre la crítica y la creación, la lectura 
			y la escritura, el profesor y el autor, etc. La deconstrucción que 
			está en marcha tiene sin duda algo que ver con esta mutación. Ella 
			es incluso el fenómeno esencial de ésta, un indicio más complejo de 
			lo que dicen sus detractores y que tendremos que tener en cuenta. En 
			principio, si nos referimos al estado canónico de algunas 
			distinciones conceptuales, y si nos fiamos de la distinción masiva y 
			ampliamente establecida entre performativos y constatativos, 
			deduciremos de ello las siguientes proposiciones:
 1. Cualquier trabajo (el trabajo en general o el trabajo del 
			trabajador) no es necesariamente performativo: no produce un 
			acontecimiento. No hace ese acontecimiento, ni lo es por sí mismo, 
			en sí mismo, no consiste en el acontecimiento del que habla, aunque 
			sea productivo, aunque deje un producto detrás de sí, sea éste o no 
			una obra.
 
 2. Cualquier performativo produce algo, sin duda, hace advenir un 
			acontecimiento, pero lo que hace de este modo y hace de este modo 
			llegar no es necesariamente una obra, y siempre debe ser autorizado 
			por un conjunto de convenciones o de ficciones convencionales, de 
			«como si» en los que se funda y se pone de acuerdo una comunidad 
			institucional.
 
 3. Ahora compete a la definición tradicional de la universidad 
			considerar a ésta como un lugar idéntico a sí mismo (una localidad 
			no substituible, arraigada en un suelo, limitando la 
			reemplazabilidad de los lugares en el ciberespacio), pero como un 
			lugar, uno solo, que no da lugar sino a la producción y a la 
			enseñanza de un saber, es decir, de conocimientos cuya forma de 
			enunciación no es, en principio, performativa sino teórica y 
			constatativa, aunque los objetos de este saber sean a veces de 
			naturaleza filosófica, ética, política, normativa, prescriptiva, 
			axiológica; y aunque, de forma todavía más rara, la estructura de 
			estos objetos de saber sea una estructura de ficción que obedece a 
			la extraña modalidad del «como si» (poema, novela, obra de arte en 
			general, pero también todo lo que, dentro de la estructura de un 
			enunciado performativo -por ejemplo de tipo jurídico o 
			constitucional-, no pertenece a la descripción realista y 
			constatativa de lo que es sino que produce acontecimiento a partir 
			del «como si» calificado por una convención supuestamente 
			establecida). En una universidad clásica, de acuerdo con la 
			definición que ha recibido de sí misma, se practica el estudio, el 
			saber de las posibilidades normativas, prescriptivas, performativas 
			y de ficción que acabo de enumerar y que son más el objeto de las 
			Humanidades. Pero ese estudio, ese saber, esa enseñanza, esa 
			doctrina deberían pertenecer al orden teórico y constatativo. El 
			acto de profesar una doctrina puede ser un acto performativo, pero 
			la doctrina no lo es. Ésta es una limitación respecto de la cual 
			diré que es preciso a la vez conservarla y cambiarla, de un modo no 
			dialéctico:
 
 A. Por una parte, es preciso reafirmarla puesto que cierto 
			teoreticismo neutro es la oportunidad de la incondicionalidad 
			crítica y más que crítica (deconstructiva) de la que hablamos y por 
			la que, en principio, todos nosotros tenemos interés, declaramos 
			todos tener interés, en la universidad.
 
 B. Por otra parte, es preciso cambiarla reafirmándola, es preciso 
			hacer que se admita, y profesar, que ese teoreticismo incondicional 
			implicará siempre, a su vez, una profesión de fe performativa, una 
			creencia, una decisión, un compromiso público, una responsabilidad 
			ético-política, etc. Ahí se encuentra el principio de resistencia 
			incondicional de la universidad. Puede decirse que, desde el punto 
			de vista de esa autodefinición clásica de la universidad, no hay 
			lugar en ella, ningún lugar esencial, intrínseco, propio, ni para un 
			trabajo no teórico ni para unos discursos de tipo performativo, ni, 
			a fortiori, para esos actos performativos singulares que engendran 
			hoy en día, en ciertos lugares de las Humanidades de hoy, lo que se 
			denomina unas obras. La autodefinición y la autolimitación clásica 
			que acabo de evocar caracterizaron ayer el espacio académico 
			reservado a las Humanidades, precisamente allí donde los contenidos, 
			los objetos y los temas de esos saberes producidos o enseñados eran 
			de naturaleza filosófica, moral, política, histórica, lingüística, 
			estética, antropológica, cultural, es decir, en unos campos en donde 
			las evaluaciones, la normatividad, la experiencia prescriptiva son 
			de recibo y, a veces, son constitutivas. En la tradición clásica, 
			las Humanidades definen un campo de saber, a veces de producción de 
			saber, pero sin que se engendren obras firmadas, sean esas obras, o 
			no, obras de arte.
 
 Invocaré una vez más a Kant para definir esos límites clásicos 
			atribuidos a las Humanidades tradicionales por aquellos mismos que 
			demuestran que son necesarios. Kant ve en ellas más una 
			«propedéutica» para las bellas artes que una práctica de las artes. 
			Propedéutica es la palabra que utiliza. La Crítica del juicio (§ 60) 
			subraya que esa preparación pedagógica, esa simple introducción a 
			las artes pertenecerá hasta tal punto al orden del saber (saber de 
			lo que es y no de lo que debe ser) que no deberá comportar 
			«prescripciones» (Vorschriften). Las Humanidades (Humantora) deben 
			preparar sin prescribir. Propondrán sólo unos conocimientos que, 
			además, resultarán preliminares (Vorkenntnisse). Y, sin enredarse, 
			en este texto, en consideraciones sobre la larga y sedimentada 
			historia de la palabra «Humanidades», Kant descifra en ésta 
			solamente el estudio que favorece la comunicación y la sociabilidad 
			legal de los hombres, de donde resulta el gusto del sentido común de 
			la humanidad (allgemeinen Menschensinn). Hay ahí pues un 
			teoreticismo, pero también un humanismo kantiano que privilegia el 
			discurso constatativo y la forma «saber». Las Humanidades son y 
			deben ser unas ciencias. Intenté decir en otro lugar, en «Mochlos»[xv], 
			mis reservas al respecto al tiempo que doy la bienvenida a esa 
			lógica, tal y como funciona en El conflicto de las facultades. Ese teoreticismo limita o prohíbe la posibilidad para un profesor de 
			producir obras o incluso enunciados prescriptivos o performativos en 
			general. Pero también es lo que le permite a Kant sustraer la 
			facultad de filosofía a cualquier poder exterior, sobre todo al 
			poder estatal, y le asegura una libertad incondicional de decir lo 
			verdadero, de juzgar y de sacar conclusiones respecto a la verdad, 
			siempre y cuando lo haga en el interior de la universidad. Esta 
			última limitación (decir públicamente todo lo que se cree verdadero 
			y lo que se cree que se debe decir, pero sólo dentro de la 
			universidad), creo que nunca ha sido sostenible y respetable, de 
			hecho y de derecho. Pero la transformación en curso del ciberespacio 
			público, y mundialmente público, más allá de las fronteras 
			estatales-nacionales, parece tornarla más arcaica e imaginaria que 
			nunca.
 
 Lo mantengo, no obstante: la idea de que ese espacio de tipo 
			académico debe estar simbólicamente protegido por una especie de 
			inmunidad absoluta, como si su adentro fuese inviolable, creo (es, 
			por consiguiente, como una profesión de fe lo que les dirijo y 
			someto al juicio de ustedes) que debemos reafirmarla, declararla, 
			profesarla constantemente, aunque la protección de esa inmunidad 
			académica (en el sentido en que se habla también de una inmunidad 
			biológica, diplomática o parlamentaria) no sea nunca pura, aunque 
			siempre pueda desarrollar peligrosos procesos de auto-inmunidad, 
			aunque -y sobre todo- no deba jamás impedir que nos dirijamos al 
			exterior de la universidad -sin abstención utópica alguna. Esa 
			libertad o esa inmunidad de la Universidad, y por excelencia de sus 
			Humanidades, debemos reivindicarlas comprometiéndonos con ellas con 
			todas nuestras fuerzas. No sólo de forma verbal y declarativa, sino 
			en el trabajo, en acto y en lo que hacemos advenir por medio de 
			acontecimientos.
 
 En el horizonte de esas observaciones preliminares y de esas 
			definiciones clásicas vemos anunciarse algunas cuestiones. Poseen 
			por lo menos dos formas, por el momento, pero podríamos ver cómo se 
			modifican y se especifican a lo largo del camino.
 
 1. En primer lugar, si esto es así, si en la tradición académica 
			clásica y moderna (hasta el modelo del siglo XIX) la performatividad 
			normativa y prescriptiva, y a fortiori la producción de obras, debe 
			permanecer ajena al campo del trabajo universitario, incluso a las 
			Humanidades, a su enseñanza, es decir, en el sentido estricto de 
			este término, a su teoría, a sus teoremas como disciplina o doctrina 
			(Lehre), entonces, ¿qué quiere decir «profesar»? ¿Cuál es la 
			diferencia entre oficio y profesión? ¿Y, después, entre cualquier 
			profesión y la profesión del profesor? ¿Entre los distintos tipos de 
			autoridad reconocida al oficio, a la profesión, a la profesión de 
			profesor?
 
 2. En segundo lugar, ¿le ha ocurrido algo a esa universidad 
			clásico-moderna y a esas Humanidades? ¿Está ocurriendo o prometiendo 
			que va a ocurrir algo que trastorne esas definiciones, ya sea porque 
			esa mutación transforme la esencia de la universidad y, dentro de 
			ella, el porvenir de las Humanidades, ya sea porque consista en 
			revelar, por medio de seísmos en marcha, que esa esencia nunca ha 
			sido conforme a esas definiciones sin embargo tan evidentes y poco 
			discutibles? Y una vez más, ahí, la cuestión «¿qué quiere decir 
			“profesar” para un profesor?» sería la fault line de ese seísmo en 
			marcha o por venir. ¿Qué ocurre en el momento en que no sólo se 
			tiene en cuenta el valor performativo de la «profesión» sino también 
			en que se acepta que un profesor produzca «obras» y no sólo 
			conocimientos o pre-conocimientos?
 
 Para encaminarnos hacia la definición de ese tipo de acción 
			performativa particular que es el acto de profesar y, seguidamente, 
			el acto de profesar de un profesor, y finalmente de un profesor 
			dentro de las Humanidades, tenemos que proseguir todavía nuestro 
			análisis de las distinciones entre actuar, hacer, producir, 
			trabajar, el trabajo en general y el trabajo del trabajador.
 
 Debería una vez más, pero no tendremos tiempo para ello, recordar y 
			discutir algunas distinciones conceptuales de Kant entre el arte y 
			la naturaleza, techné y physis, al igual que entre hacer (tun, 
			facere) por una parte y, por la otra, actuar
 (handeln), efectuar (wirken) 
			en general (agere), o entre el producto (Produkt) como obra (Werk, 
			opus) por un lado y el efecto (Wirkung, effectus) por el otro[xvi]. 
			En el mismo pasaje, Kant distingue entre arte y ciencia, arte y 
			oficio (Handwerke), arte liberal (freie) y arte mercenario (Lohnkunst). 
			Volvamos un momento sobre mi equívoca expresión: el fin del trabajo. 
			Puede designar la parada, la muerte, el término de la actividad 
			denominada trabajo. También puede designar la finalidad, la meta, el 
			producto o la obra del trabajo. No toda acción, ni toda actividad, 
			decíamos, es un trabajo. El trabajo no se reduce ni a la actividad 
			del acto ni a la productividad de la producción, aunque con 
			frecuencia se vinculan, por confusión, estos tres conceptos.
 Hoy en 
			día sabemos mejor que nunca que una ganancia de producción puede 
			corresponder a una disminución de trabajo. La virtualización del 
			trabajo, desde siempre, y hoy más que nunca, puede complicar 
			infinitamente esa desproporción entre producción y trabajo. También 
			hay actividades, e incluso actividades productivas, que no son 
			trabajos. La experiencia de lo que denominamos trabajo significa 
			asimismo la pasividad de cierto afecto. A veces se trata del 
			sufrimiento, e incluso de la tortura de un castigo. ¿Acaso el 
			trabajo no es el tripalium, instrumento de tortura? Si subrayo aquí 
			esta figura doliente del castigo y de la expiación no es sólo para 
			reconocer la herencia bíblica (el pan con el sudor de la frente). 
			Kant, otra vez él, ve en esa dimensión expiatoria del trabajo un 
			rasgo universal que trasciende las tradiciones bíblicas[xvii]. Si 
			subrayo esta interpretación expiatoria del trabajo es asimismo para 
			articular o, en todo caso, interrogar conjuntamente dos fenómenos 
			que estoy tentado hoy de reunir en la misma cuestión: ¿por qué 
			asistimos por doquier en el mundo a la multiplicación de las escenas 
			de arrepentimiento y de expiación (hoy en día hay una mundialización 
			teatral de la confesión de la que podríamos recordar tantos y tantos 
			ejemplos) y, por otra parte, a la proliferación de todo tipo de 
			discursos sobre el fin del trabajo?
 El trabajo implica, compromete y sitúa a un cuerpo vivo. Le asigna 
			un lugar estable e identificable incluso allí donde el trabajo es 
			denominado «no manual», «intelectual», o «virtual». El trabajo 
			implica, por consiguiente, tanto una zona de pasividad, una pasión 
			como una actividad productiva. Por otra parte, tenemos también que 
			distinguir entre trabajo social en general, oficio y profesión. No 
			todo trabajo se organiza según la unidad de un oficio o de una 
			competencia estatutaria y reconocida. En cuanto a los «oficios», 
			incluso allí donde instituciones legitimadas y corporaciones los 
			reúnen bajo este nombre, éstos no se denominan todos, ni todos ellos 
			tan fácilmente, en nuestras lenguas, profesiones, por lo menos allí 
			donde dichas lenguas conservan cierta memoria del latín. Aunque no 
			sea imposible, no se hablará fácilmente de la profesión de obrero 
			agrícola temporal, de cura o de boxeador, puesto que su saber-hacer, 
			su competencia y su actividad no implican ni la permanencia ni la 
			responsabilidad social que le reconoce una sociedad en principio 
			laica a alguien que ejerce una profesión comprometiéndose libremente 
			a realizar un deber en ella. Se hablará, por lo tanto, más 
			fácilmente, y especialmente, de la profesión de médico, de abogado, 
			de profesor, como si la profesión, más vinculada con las artes 
			liberales y no mercenarias, implicase el compromiso de una 
			responsabilidad libremente declarada, casi bajo juramento: en una 
			palabra, profesada. En el léxico del «profesar», yo no subrayaría 
			tanto la autoridad, la supuesta competencia y la seguridad de la 
			profesión o del profesor cuanto, una vez más, el compromiso que hay 
			que mantener, la declaración de responsabilidad. Tengo que dejar 
			para otra ocasión, por falta de tiempo, esa larga historia de la 
			«profesión», de la «profesionalización» que conduce al seísmo 
			actual. Retengamos, no obstante, un rasgo esencial de ésta. La idea 
			de profesión implica que, más allá del saber, del saber-hacer y de 
			la competencia, un compromiso testimonial, una libertad, una 
			responsabilidad juramentada, una fe jurada obliga al sujeto a rendir 
			cuentas ante una instancia que está por definir. Finalmente, todos 
			los que ejercen una profesión no son profesores. Va a ser preciso, 
			por consiguiente, tener en cuenta estas distinciones a veces 
			enmarañadas: entre trabajo, actividad, producción, oficio, 
			profesión, profesor, entre el profesor que imparte un saber o 
			profesa una doctrina y el profesor que también puede, en cuanto tal, 
			firmar unas obras -que quizá lo hace ya o lo haga mañana.
 
 
 III
 
 
 Como si, decíamos al comienzo, el fin del trabajo estuviese en el 
			origen del mundo.
 
 Digamos, en efecto, «como si»: como si el mundo comenzase allí donde 
			el trabajo termina, como si la mundialización del mundo (denomino 
			así the worldisation, the worldwidisation of the world, en suma, lo 
			que se llama en países de cultura anglosajona, globalization, en 
			alemán, Globalisierung, etc.) tuviese a la vez como horizonte y como 
			origen la desaparición de lo que llamamos el trabajo. Dolorosamente 
			cargado de tantos sentidos y de tanta historia, esta vieja palabra, 
			el «trabajo» (work, Arbeit, Werk, labor) no tiene solamente el 
			sentido de una actividad, ni se limita a ella; designa una actividad 
			actual. Entendamos por ello real, efectiva, justamente (actual, wirklich)y no virtual. Esa efectividad actual parece unirla con lo 
			que pensamos generalmente del acontecimiento. Lo que pasa o adviene 
			en general -se piensa asimismo- no podría ser virtual. Ahí es -luego 
			hablaremos de ello- donde las cosas no dejarán de complicarse.
 
 Comenzando o fingiendo comenzar con un «como si», no nos encontramos 
			ni en la ficción de un futuro posible ni en la resurrección de un 
			pasado histórico o mítico, ni tampoco de un origen revelado. La 
			retórica de ese «como si» no pertenece ni a la ciencia-ficción de 
			una utopía por venir (un mundo sin trabajo, in fine sine fine, «al 
			final sin final de un reposo sabático eterno, durante un sabbat sin 
			noche, como en La Ciudad de Dios de Agustín) ni a la poética de una 
			nostalgia vuelta hacia una edad de oro o un paraíso terrenal, en ese 
			momento del Génesis en que, antes del pecado, el sudor del trabajo 
			no habría comenzado aún a derramarse, ni por la labranza ni la labor 
			del hombre, ni por el trabajo de alumbramiento de la mujer. En estas 
			dos interpretaciones del «como si», ciencia-ficción o memoria de lo 
			inmemorial, sería como si en efecto los comienzos del mundo 
			excluyesen originariamente el trabajo: todavía no habría trabajo o
			ya no lo habría. Sería como si, entre el concepto de mundo y el 
			concepto de trabajo, no hubiese ninguna armonía originaria. Ni, por 
			consiguiente, ningún acuerdo dado o ninguna posible sincronía. El 
			pecado original habría introducido el trabajo en el mundo. El fin 
			del trabajo anunciaría la fase terminal de una expiación.
 
 El esqueleto lógico de esa proposición introducida por «como si» es 
			que el mundo y el trabajo no pueden coexistir. Habría que elegir 
			entre el mundo o el trabajo, cuando para el sentido común resulta 
			difícil imaginar un mundo sin trabajo o un trabajo que no sea en el 
			mundo o no esté en el mundo. El mundo cristiano, la conversión 
			paulina del concepto de cosmos griego introduce ahí, entre tantas 
			otras significaciones asociadas, la asignación al trabajo 
			expiatorio.
 
 Recordaba hace un momento que el concepto de trabajo está cargado de 
			sentido, de historia y de equivocidad, y que resulta difícil 
			pensarlo más allá del bien y del mal. Pues, si bien se le asocia 
			siempre simultáneamente a la dignidad, a la vida, a la producción, a 
			la historia, al bien, a la libertad, no por ello deja con la misma 
			frecuencia de implicar el mal, el sufrimiento, el pesar, el pecado, 
			el castigo, la servidumbre. Lo laborioso es penoso, ese pesar puede 
			ser el de un dolor pero asimismo el de una penalidad. El concepto de 
			mundo no por ello deja de ser menos oscuro, en su historia europea, 
			griega, judía, cristiana, islámica, entre la ciencia, la filosofía y 
			la fe, ya se identifique abusivamente el mundo con la tierra, con la 
			tierra humana, aquí-abajo, o con el mundo celeste allí arriba, ya se 
			extienda el mundo al cosmos, o al universo, etc. Logrado o no, el 
			proyecto de Heidegger, desde Ser y tiempo, habrá consistido en 
			sustraer el concepto de mundo y de ser-en-el-mundo a esos 
			presupuestos griegos o cristianos. Resulta difícil fiarse de la 
			palabra «mundo» sin unos prudentes análisis previos, y sobre todo 
			cuando se lo quiere pensar con o sin el trabajo, un trabajo cuyo 
			concepto se ramifica del lado de la actividad, del hacer de la 
			técnica, por una parte y, por la otra, del lado de la pasividad, del 
			afecto, del sufrimiento, del castigo y de la pasión. De ahí la 
			dificultad de entender el «como si» de nuestro comienzo «Como si el 
			fin del trabajo estuviese en el origen del mundo». Una vez más, 
			mantengamos esta frase en nuestro idioma. A diferencia de 
			globalization o de Globalisierung, mundialización señala una 
			referencia a ese valor de mundo cargado de una pesada historia 
			semántica, y especialmente cristiana: el mundo, decíamos hace un 
			momento, no es ni el universo, ni la tierra o el globo terrestre, ni 
			el cosmos.
 
 No, este «como si» no debería apuntar ni hacia la utopía o el futuro 
			improbable de una ciencia-ficción ni hacia el sueño mitológico de un 
			pasado inmemorial o mitológico in illo tempore. Este «como si» tiene 
			en cuenta, en presente, para ponerlos a prueba, dos lugares comunes 
			de hoy: por una parte, se habla a menudo de un fin del trabajo y, 
			por otra parte, también se habla con idéntica frecuencia de una 
			mundialización del mundo, de un devenir-mundial del mundo. Y siempre 
			se asocian ambos. Tomo prestada la expresión de «fin del trabajo», 
			como sin duda ustedes han observado, al título del libro ahora ya 
			tan conocido de Jeremy Rifkin El fin del trabajo. Nuevas tecnologías 
			contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era[xviii].
 
 Este libro reúne una especie de doxa bastante extendida respecto a 
			los efectos de lo que Rifkin llama la «tercera revolución 
			industrial». Dicha revolución sería «susceptible de servir tanto al 
			bien como al mal», cuando «las nuevas tecnologías de la información 
			y de las telecomunicaciones tengan la capacidad tanto para liberar 
			como para desestabilizar la civilización»[xix].
 
 No sé si es verdad, como asegura Rifkin, que entramos en una «nueva 
			fase de la historia del mundo»: «Será necesario -dice- un número 
			cada vez menor de trabajadores para producir los bienes y servicios 
			requeridos por la población mundial». «El fin del trabajo -añade, 
			nombrando así su libro- examina las innovaciones tecnológicas y las 
			fuerzas del mercado que nos están llevando al borde de un mundo 
			carente de trabajo para todos»[xx].
 
 ¿Cuáles serían las consecuencias de esto desde el punto de vista de 
			la universidad? Para saber si estas proposiciones son literalmente 
			«verdaderas», hay que ponerse de acuerdo en el sentido de cada una 
			de estas palabras (fin, historia, mundo, trabajo, producción, 
			bienes, etc.). No dispongo aquí ni de los medios, ni del tiempo, ni 
			por consiguiente tengo la intención de discutir directamente sobre 
			este libro, sobre esa grave e inmensa problemática, especialmente 
			sobre los conceptos de mundo y de trabajo que allí se ponen en 
			funcionamiento. Tanto si se adoptan como si no las premisas y las 
			conclusiones de un discurso del estilo del de Rifkin, hay que 
			reconocer al menos (es el consenso mínimo del que partiré) que algo 
			grave en efecto le ocurre, le está ocurriendo o está a punto de 
			ocurrirle a lo que llamamos «trabajo», «teletrabajo», «trabajo 
			virtual», lo mismo que a lo que denominamos «mundo» -y, por 
			consiguiente, al ser-en-el-mundo de lo que se llama asimismo el 
			hombre-. También tenemos que admitir que esto depende, en gran 
			parte, de una mutación tecno-científica. En el cibermundo, en el 
			mundo de Internet, del correo electrónico y del teléfono portátil, 
			esta mutación afecta al teletrabajo, a la virtualización del trabajo 
			y, al mismo tiempo que a la comunicación del saber, al mismo tiempo 
			que a cualquier puesta en común y que a cualquier «comunidad», a la 
			experiencia del lugar, del tener lugar, del acontecimiento y de la 
			obra: de lo que ocurre.
 
 Esta problemática del susodicho «fin del trabajo» no estaba 
			totalmente ausente de algunos textos de Marx o de Lenin. Este último 
			asociaba la reducción progresiva de la jornada de trabajo con el 
			proceso que llevaría a la completa extinción del Estado[xxi]. 
			Rifkin, por su parte, ve la tercera revolución tecnológica que está 
			en marcha como una mutación total. Las dos primeras revoluciones no 
			afectaban radicalmente a la historia del trabajo. Primero fue la del 
			vapor, del carbón, del acero y del textil (en el siglo XIX), luego 
			la de la electricidad, del petróleo y el automóvil (en el siglo XX). 
			Ambas ponían cada vez de relieve un sector en donde la máquina no 
			había penetrado. Todavía quedaba disponible un trabajo humano, no 
			mecánico, no reemplazable por la máquina.
 
 Después de ambas revoluciones técnicas vendría la nuestra, por lo 
			tanto, la tercera, la del ciberespacio, de la micro-informática y de 
			la robótica. Aquí, parece que no existe una cuarta zona para dar 
			trabajo a los parados. Una saturación por medio de las máquinas 
			anunciaría el fin del trabajador, por consiguiente, determinado fin 
			del trabajo. Fin de Der Arbeiter, y de su época, habría dicho Jünger. 
			El fin del trabajo deja por lo demás, en esta mutación en curso, un 
			lugar aparte para los docentes y, de una forma más general, para lo 
			que Rifkin denomina el «sector del conocimiento». En el pasado, 
			cuando las tecnologías nuevas sustituían a unos trabajadores en tal 
			o cual sector, aparecían nuevos espacios para absorber a los obreros 
			que perdían su trabajo. Sin embargo ahora, cuando la agricultura, la 
			industria y los servicios llevan a millones de personas al paro con 
			motivo del progreso tecnológico, la única categoría que se salva 
			sería la del «saber», una «pequeña élite de empresarios, 
			científicos, técnicos, programadores de ordenadores, profesionales, 
			educadores y asesores»[xxii]. Pero éste no deja de ser un espacio 
			exiguo, incapaz de absorber a la masa de los parados. Ésta sería la 
			peligrosa singularidad de nuestra época. Rifkin no habla de los 
			docentes o de los aspirantes a profesor que están en el paro, sobre 
			todo dentro de las Humanidades. No concede atención alguna a la 
			creciente marginación de tantos y tantos empleados a tiempo parcial, 
			todos ellos infrapagados y marginados en la universidad, en nombre 
			de lo que se denomina la flexibilidad o la competitividad.
 
 No trataré de las objeciones que se le pueden hacer a estos 
			discursos, en su generalidad, ni en lo que concierne al susodicho 
			«fin del trabajo» ni tampoco a la susodicha «mundialización». En 
			ambos casos, que por lo demás están estrechamente asociados, si 
			tuviese que tratar de ellos frontalmente, trataría de distinguir, de 
			forma preliminar, entre, por una parte, los fenómenos masivos y poco 
			discutibles que se registran bajo esas nociones y, por otra parte, 
			el uso que se hace de esas palabras sin concepto. Efectivamente, 
			nadie lo negará, algo le ocurre en este siglo al trabajo, a la 
			realidad y al concepto del trabajo -del trabajo activo o actual-. Lo 
			que aquí le ocurre al trabajo es un efecto de la tecno-ciencia, con 
			la virtualización y la deslocalización mundializadora del 
			teletrabajo. Lo que ocurre acentúa cierta tendencia a la reducción 
			asintótica del tiempo de trabajo, como trabajo en tiempo real y 
			localizado en el mismo lugar que el cuerpo del trabajador. Todo esto 
			afecta al trabajo en las formas clásicas que heredamos, en la nueva 
			experiencia de las fronteras, de la porosidad relativa de los 
			Estados-nación, de la comunicación virtual, de la velocidad y de la 
			extensión de la información. Esta evolución va en el sentido de 
			cierta mundialización. Ésta es indiscutible y bastante conocida.
 
 Ahora bien, estos indicios fenoménicos no dejan de ser parciales, 
			heterogéneos, desiguales en su desarrollo; exigen un análisis sutil 
			y, sin duda, nuevos conceptos. Por otra parte, hay una distancia 
			entre esos indicios evidentes y la utilización dóxica, otros dirían 
			la inflación ideológica, la complacencia retórica y con frecuencia 
			confusa con la que se accede a estas palabras, «fin del trabajo» y 
			«mundialización». Esta distancia, no me gustaría franquearla 
			fácilmente y creo que hay que criticar con severidad a los que la 
			olvidan. Porque tratan entonces de hacer olvidar las zonas del 
			mundo, las poblaciones, las naciones, los grupos, las clases, los 
			individuos que, masivamente, son las víctimas excluidas de ese 
			movimiento denominado «fin del trabajo» y «mundialización». Estas 
			víctimas padecen o bien porque carecen de un trabajo que 
			necesitarían o bien porque trabajan demasiado para el salario que 
			reciben a cambio en un mercado mundial tan violentamente 
			desigualitario. Esta situación de tipo capitalista (allí donde el 
			capital juega un papel esencial entre lo actual y lo virtual) es más 
			trágica en números absolutos de lo que lo ha sido nunca en la 
			historia de la humanidad. Ésta jamás ha estado quizá tan lejos de la 
			homogeneidad, mundializadora o mundializada, del «trabajo» y del 
			«sin trabajo» a la que con frecuencia se recurre. Un amplio sector 
			de la humanidad está «sin trabajo» allí donde querría tener trabajo, 
			más trabajo. Otro sector de la humanidad tiene demasiado trabajo 
			allí donde querría tener menos, incluso acabar con un trabajo tan 
			mal pagado en el mercado.
 
 Esta historia comenzó hace mucho tiempo. Está entremezclada con la 
			historia real y semántica del «oficio» y de la «profesión». Rifkin 
			tiene una viva conciencia de la tragedia que también podría 
			desencadenar un «fin del trabajo» que no tuviese el sentido sabático 
			o dominical que posee en La Ciudad de Dios agustiniana. Pero, en sus 
			conclusiones morales y políticas, cuando quiere definir las 
			responsabilidades que hay que adoptar ante las «tormentas 
			tecnológicas que se acumulan en el horizonte», ante una «nueva era 
			de mundialización y automatización», recupera -y creo que esto no es 
			ni fortuito ni aceptable sin más examen- el lenguaje cristiano de la 
			«fraternidad», «de las cualidades difícilmente automatizables», de 
			las virtudes «inaccesibles para las máquinas», del «nuevo sentido» 
			para la «vida», de la «resurrección» del sector terciario, del 
			«renacimiento del espíritu humano»; considera incluso algunas nuevas 
			formas de caridad, por ejemplo, el pago de un «salario virtual» a 
			los voluntarios, el «impuesto sobre el valor añadido sobre productos 
			y servicios propios de la era de la alta tecnología como forma para 
			obtener fondos que garanticen un salario social para los pobres a 
			cambio de un trabajo para la comunidad»[xxiii], etcétera.
 
 Si no tuviésemos precisamente el tiempo contado, habría seguido 
			insistiendo sin duda, inspirándome a menudo en los trabajos de 
			Jacques Le Goff, en el tiempo del trabajo. En el capítulo «Tiempo y 
			trabajo» de su Un autre Moyen Âge, muestra cómo, en el siglo XIV, 
			coexistían ya las reivindicaciones para alargar y las 
			reivindicaciones para reducir la duración del trabajo[xxiv]. Tenemos 
			ahí las premisas de un derecho del trabajo y de un derecho al 
			trabajo, tal y como se inscribirán más adelante en los derechos del 
			hombre.
 
 La figura del humanista es asimismo una respuesta a la cuestión del 
			trabajo. El humanista responde a la cuestión que se le propone 
			respecto del trabajo. Se propone como humanista en el ejercicio 
			responsable de dicha respuesta. Es alguien que, dentro de la 
			teología del trabajo que domina en esa época y que aún no está 
			muerta, comienza a laicizar el tiempo del trabajo y el empleo del 
			tiempo monástico. El tiempo ya no es simplemente un don de Dios, 
			sino que puede ser calculado y vendido. En la iconografía del siglo XIV, el reloj representa a veces el atributo del humanista[xxv] 
			-ese 
			reloj que no tengo más remedio que vigilar y que vigila con 
			severidad al trabajador laico que soy aquí.
 
 Me hubiese gustado hablarles durante horas de la hora, de esa unidad 
			contable puramente ficticia, de ese «como si» que regula, ordena, 
			cuenta, narra y hace el tiempo (la ficción es lo que figura pero 
			asimismo lo que hace). La hora sigue siendo el contador del tiempo 
			de trabajo fuera y dentro de la universidad en donde todo, la clase, 
			los seminarios, las conferencias, se calcula por medio de franjas 
			horarias. El «cuarto de hora académico» mismo se regula con la hora.
 
 La deconstrucción, ¿no es asimismo un poner en cuestión la hora, un 
			poner en crisis la unidad «hora»? También habría habido que rastrear 
			esa clasificación tripartita que, desde los siglos IX y XI, dividía 
			a la sociedad en tres órdenes: los clérigos, los guerreros, los 
			trabajadores (oratores, bellatores, laboratores); y, seguidamente, 
			la jerarquía de los oficios (nobles o viles, lícitos o ilícitos, 
			negotia illicita, opera servilia, prohibidos el domingo[xxvi]). Le Goff lo muestra muy bien: la unidad del mundo del trabajo, frente al 
			mundo de la oración y al mundo de la guerra, «no ha durado mucho»[xxvii]. 
			«Si es que alguna vez ha existido» esa presunta «unidad», precisa Le 
			Goff de pasada, con una prudencia tan necesaria y que, en mi 
			opinión, cuenta por lo menos tanto como la proposición que viene así 
			a dejar en suspenso[xxviii].
 
 Tras el «desprecio por los oficios», «una nueva frontera del 
			desprecio se instala, pasando a través de las nuevas clases, a 
			través incluso de las profesiones»[xxix]. Aunque no distingue, me 
			parece, al menos no con insistencia, entre «oficio» y «profesión» 
			(como creo que habría que hacerlo), aunque asocie con frecuencia 
			«los oficios y las profesiones»[xxx] y utilice asimismo la categoría 
			de «grupos socioprofesionales»[xxxi], Le Goff describe también el 
			proceso que, en el siglo XII, engendra una «teología del trabajo» y 
			la transformación del esquema tripartito (oratores, bellatores, 
			laboratores) mediante unos esquemas «más complejos». Esto se explica 
			por «la creciente diferenciación de las estructuras económicas y 
			sociales bajo el efecto de la creciente división del trabajo»[xxxii]. 
			En los siglos XII y XIII aparece el «oficio escolar» como la 
			jerarquía de los scholares y de los magistri que será el preludio de 
			las universidades. Abelardo tiene que elegir entre litterae y 
			arma, 
			y sacrifica la pompa militari gloriae al studium litterarum.
 
 Me sentiría tentado de situar la profesión de profesor, en sentido 
			estricto, en ese momento altamente simbólico del compromiso en que, 
			por ejemplo, Abelardo asume la responsabilidad de responder a la 
			inyunción o a la llamada: «tu eris magister in aeternum»[xxxiii], 
			pese a que, como subraya Le Goff, aquél no deja de describir su 
			carrera en términos militares: la dialéctica sigue siendo un arsenal 
			y las disputationes unos combates. Con frecuencia, la figura y el 
			nombre del filósofo[xxxiv], del profesor como filósofo, son los que 
			se imponen entonces en una nueva situación. La universidad se piensa 
			y se representa desde el lugar privilegiado de lo filosófico: dentro 
			y fuera de las Humanidades. No resulta nada sorprendente que Kant 
			conceda semejante privilegio a la facultad de filosofía en su 
			arquitectura de la universidad.
 
 Si, en cierta medida al menos, la filosofía es para la 
			deconstrucción a la vez una referencia, un recurso y una diana 
			privilegiados, eso es algo que se explica sin duda en parte por esta 
			tradición dominante. En los siglos XII y XIII, la vida escolar se 
			convierte en un oficio (negotia scholaria). Se habla entonces de 
			pecunia et laus para definir lo que recompensa al trabajo, a la 
			investigación de nuevos estudiantes y de sabios. El salario y la 
			gloria articulan entre sí el funcionamiento económico y la 
			conciencia profesional.
 
 Lo que quiero sugerir con estas indicaciones históricas es que una 
			de las tareas por venir de las Humanidades sería, hasta el infinito, 
			conocer y pensar su propia historia y, por lo menos, en las 
			direcciones que acabamos de ver abrirse: el acto de profesar, la 
			teología y la historia del trabajo, la historia del saber y de la fe 
			en el saber, la cuestión del hombre, del mundo, de la ficción, del 
			performativo y del «como si», de la
			literatura y de la obra, etc., 
			y, seguidamente, todos los conceptos que acabamos de articular en 
			ellos.
 
 Esta tarea deconstructiva de las Humanidades por venir no se dejará 
			contener en los límites tradicionales de los departamentos que hoy 
			en día proceden, por su estatus mismo, de las Humanidades. Estas 
			Humanidades por venir atravesarán las fronteras entre las 
			disciplinas sin que eso signifique disolver la especificidad de cada 
			disciplina dentro de lo que se denomina a menudo de modo confuso la 
			interdisciplinariedad o dentro de lo que se ahoga en otro concepto 
			que sirve para todo, los «cultural studies». Pero me imagino muy 
			bien que departamentos de genética, de ciencias naturales, de 
			medicina e, incluso, de matemáticas se tomen en serio, en su propio 
			trabajo, las cuestiones que acabamos de mencionar. Por consiguiente 
			-y por hacer una última referencia al Kant del Conflicto de las 
			facultades-, aparte de la medicina, esto es verdad sobre todo en lo 
			que concierne a los departamentos de derecho, de teología o de 
			ciencias religiosas.
 
 
 IV
 
 
 Tengo ahora que precipitar mi conclusión. Lo haré de forma escueta y 
			telegráfica: en siete tesis, siete proposiciones o siete profesiones 
			de fe.
 
 Todas ellas siguen siendo programáticas. Seis de ellas sólo tendrán 
			valor a título formal de recordatorio o de recopilación. Harán una 
			recapitulación. La séptima, que no será sabática, intentará dar un 
			paso más allá de las otras seis hacia una dimensión del 
			acontecimiento o del tener-lugar del que todavía no he hablado.
 
 Entre las seis primeras tesis -o profesiones de fe- y la última, 
			tomaremos impulso para un salto que nos llevaría más allá del «como 
			si» performativo, más allá incluso de la distinción entre 
			constatativo y performativo en la que hasta aquí hemos fingido 
			confiar. Fue «como si» hubiésemos apostado por un determinado «como 
			si», éste y no otro, el «performativo» antes que otro. Las 
			Humanidades del mañana, en todos los departamentos, deberían 
			estudiar su historia, la historia de los conceptos que, al 
			construirlas, instauraron las disciplinas y fueron coextensivos con 
			ellas.
 
 Por supuesto, este trabajo ya ha comenzado; se tienen muchos 
			indicios de ello. Al igual que todos los actos de institución, 
			aquellos que deberíamos analizar habrán tenido una fuerza 
			performativa y habrán puesto en marcha un determinado «como si». 
			Acabo de decir que hay que «estudiar» o «analizar». ¿Es necesario 
			precisar que semejantes «estudios», semejantes «análisis», por las 
			razones ya indicadas, no serían puramente «teóricos» ni neutros? 
			Llevarían hacia unas transformaciones prácticas y performativas y no 
			prohibirían la producción de obras singulares. A estos campos les 
			daré, pues, seis, después siete títulos temáticos y programáticos 
			sin excluir, evidentemente, las fecundaciones entrecruzadas ni las 
			interpelaciones mutuas.
 
 1. Estas nuevas Humanidades tratarían de la historia del hombre, de 
			la idea del hombre, de la figura y de lo «propio del hombre». Lo 
			harían desde una serie no finita de oposiciones mediante la cual el 
			hombre se determina, especialmente la oposición tradicional de lo 
			viviente así llamado humano y de lo viviente así llamado animal. Me 
			atreveré a decir, sin poder demostrarlo aquí, que ninguno de los 
			conceptos tradicionales de lo «propio del hombre», ni por 
			consiguiente de lo que se le opone, resiste a un análisis científico 
			y deconstructivo consecuente.
 
 El hilo conductor más urgente sería aquí la pro-blematización (lo 
			que no quiere decir la descalificación) de esos potentes 
			performativos jurídicos que escandieron la historia moderna de esa 
			humanidad del hombre. Pienso, por ejemplo, en la fértil historia de 
			al menos dos de esos performativos jurídicos: por una parte, las 
			Declaraciones de los derechos del hombre --y de la mujer (ya que la 
			cuestión de las diferencias sexuales no es aquí secundaria ni 
			accidental; sabemos que esas Declaraciones de los derechos del 
			hombre se han ido transformando y enriqueciendo sin cesar desde 1789 
			hasta 1948 y más allá: la figura del hombre, animal que hace 
			promesas, animal capaz de prometer, decía Nietzsche, está por 
			venir)- y, por otra parte, el concepto de «crimen contra la 
			humanidad» que, desde la postguerra, ha modificado el campo 
			geopolítico del derecho internacional y lo hará cada vez más, al 
			regir sobre todo la escena de la confesión mundial y de la relación 
			con el pasado histórico en general. Las nuevas Humanidades tratarían 
			pues de estas producciones performativas del derecho (derecho del 
			hombre, concepto de crimen contra la humanidad) allí donde implican 
			siempre la promesa y, con ella, la convencíonalidad de un «como si».
 
 2. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la 
			historia de la democracia y de la idea de soberanía, es decir, 
			asimismo, por supuesto, de las condiciones o, mejor aún, de la 
			incondicionalidad de la que se supone (de nuevo el «como si») que 
			vive la universidad y, dentro de ella, las Humanidades. La 
			deconstrucción de este concepto de soberanía afectaría no sólo al 
			derecho internacional, a los límites del Estado-Nación y de su 
			presunta soberanía, sino también a la utilización que se hace del 
			mismo en unos discursos jurídico-políticos que conciernen al sujeto 
			o al ciudadano en general -siempre presuntamente soberanos en cuanto 
			tales (libres, decididores, responsables, etc.)-, a las relaciones 
			entre lo que se denomina el hombre y la mujer. Este concepto de 
			soberanía indivisible ha sido con frecuencia el centro de debates 
			muy mal pensados y mal llevados, respecto de la “paridad” entre 
			hombres y mujeres para acceder a cargos electivos.
 
 3. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la 
			historia del «profesar», de la«profesión» y del profesorado. Esta 
			historia se articula con la de las premisas o presupuestos (sobre 
			todo abrahámicos, bíblicos y por encima de todo cristianos) del 
			trabajo y de la confesión mundializa-da, precisamente allí donde 
			aquélla va más allá de la soberanía del jefe de Estado, del 
			Estado-nación o incluso del «pueblo» en democracia.
 
 Inmenso problema: ¿cómo disociar la democracia de la ciudadanía, del 
			Estado-nación y de la idea teológica de soberanía, incluso de la 
			soberanía del pueblo? ¿Cómo disociar la soberanía y la 
			incondicionalidad, el poder de una soberanía indivisible y el im-poder 
			de la incondicionalidad? Una vez más ahí, tanto si se trata de 
			profesión o de confesión, la estructura performativa del «como si» 
			ocuparía el núcleo del trabajo por venir.
 
 4. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la 
			historia de la 
			literatura. No sólo de lo que se denomina normalmente 
			historia de las literaturas o la literatura misma, con la gran 
			cuestión de sus cánones (objetos tradicionales e incontrovertibles 
			de las Humanidades clásicas), sino de la historia del concepto de 
			literatura, de la institución moderna denominada 
			literatura, de sus 
			relaciones con la ficción y la fuerza performativa del «como si», de 
			su concepto de obra, de autor, de firma, de lengua nacional, de sus 
			relaciones con el derecho a decirlo todo (o a no decirlo todo) que 
			funda tanto la democracia como la idea de soberanía incondicional 
			que invoca la universidad y, dentro de ella, lo que se denomina, más 
			acá y más allá de los departamentos, las Humanidades.
 
 5. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la 
			historia de la profesión, de la profesión de fe, de la 
			profesionalización y del profesorado. El hilo conductor de esto 
			podría ser, hoy en día, lo que ocurre cuando la profesión de fe, la 
			profesión de fe del profesor da lugar no sólo al ejercicio 
			competente de un saber en el que se tiene fe, no sólo a esa alianza 
			clásica del constatativo y del performativo, sino a unas obras 
			singulares, a otras estrategias del «como si» que son 
			acontecimientos y que afectan a los límites mismos del campo 
			académico o de las Humanidades. Estamos asistiendo al fin de una 
			determinada figura del profesor y de su supuesta autoridad pero 
			-como he dicho suficientes veces-, creo en una determinada necesidad 
			del profesorado.
 
 6. Estas nuevas Humanidades tratarían pues finalmente, en un estilo 
			similar, pero a lo largo de un inquietante vuelco reflexivo, a la 
			vez crítico y deconstructivo, de la historia del «como si» y, sobre 
			todo, de la historia de esa preciada distinción entre actos 
			performativos y actos constatativos que parece haber sido 
			indispensable para nosotros hasta aquí. No habrá más remedio, aunque 
			las cosas aquí o allá ya hayan comenzado, que estudiar la historia y 
			los límites de esa distinción tan decisiva y en la que hasta aquí, 
			hoy, he hecho como si creyese sin reservas, como si la considerase 
			totalmente «fiable». Estos trabajos deconstructivos no concernirían 
			sólo a la obra original y genial de Austin sino a su rica y 
			apasionante herencia, desde hace aproximadamente medio siglo, sobre 
			todo en las Humanidades.
 
 7. Al séptimo punto, que no es el séptimo día, llego por fin ahora. 
			O, mejor aún: dejo quizá llegar al final, ahora, aquello mismo que, 
			al llegar, al tener lugar o al ocupar un lugar, revoluciona, 
			conmociona y arruina la autoridad misma que, en la universidad, en 
			las Humanidades, se atribuye
 
 a) al saber (o, por lo menos, a su modelo de lenguaje constatativo);
 
 b) a la profesión o a la profesión de fe (o, por lo menos, a su 
			modelo de lenguaje performativo);
 
 c) a la puesta en marcha, por lo menos a la puesta en marcha 
			performativa del «como si».
 
 Lo que ocurre, lo que tiene lugar, lo que sobreviene en general, lo 
			que se denomina el acontecimiento, ¿qué es? ¿Cabe preguntarse 
			respecto de ello: «¿Qué es?»?
 
 El acontecimiento debe no sólo sorprender al modo constatativo y 
			proposicional del lenguaje del saber (S es P) sino que ni siquiera 
			debe dejarse regir por el speech act performativo de un sujeto. 
			Mientras yo puedo producir y determinar un acontecimiento mediante 
			un acto performativo garantizado, como cualquier performativo, por 
			unas convenciones, por unas ficciones legítimas y un determinado 
			«como si», no diré, sin duda, que no pasa o no ocurre nada; pero 
			diré que lo que tiene lugar, lo que ocurre o lo que me ocurre sigue 
			siendo todavía controlable y programable dentro de un horizonte de 
			anticipación o de pre-comprensión: dentro de un horizonte sin más. 
			Forma parte del orden de lo posible controlable, es el despliegue de 
			lo que ya es posible. Forma parte del orden del poder, del «yo 
			puedo», del «yo estoy capacitado para» (I may, I can). No hay 
			sorpresa alguna ni, por consiguiente, acontecimiento alguno en 
			sentido fuerte.
 
 Esto equivale, en esta medida al menos, a decir que eso no ocurre. 
			Pues, el puro acontecer singular de lo que ocurre, de lo que me 
			ocurre o de quien llega (lo que denomino el/lo arribante[xxxv]) -si 
			lo hay, si hay algo semejante- implicaría una irrupción que hace 
			estallar el horizonte, interrumpiendo toda organización performativa, toda convención o todo contexto convencionalmente 
			dominable. Esto equivale a decir que dicho acontecimiento no tiene 
			lugar sino allí donde no se deja domesticar por ningún «como si» o, 
			al menos, por ningún «como si» ya legible, descifrable y articulable 
			como tal. Hasta el punto de que esa palabrita, el «como» del «como 
			si», al igual que el «como» del «como tal» -cuya autoridad funda y 
			justifica tanto a toda ontología como también a toda fenomenología, 
			a toda filosofía como ciencia o como conocimiento-, esa palabrita, 
			«como», bien podría ser el nombre del verdadero problema, por no 
			decir la diana de la deconstrucción.
 
 Se dice demasiado a menudo que el performativo produce el 
			acontecimiento del que habla. Ciertamente. Hay que saber también 
			que, inversamente, allí donde hay performativo, un acontecimiento 
			digno de ese nombre no puede ocurrir. Si lo que ocurre pertenece al 
			horizonte de lo posible, incluso de un performativo posible, no 
			ocurre, en el sentido pleno de la palabra.
 
 Como con frecuencia he tratado de demostrarlo, lo imposible es lo 
			único que puede ocurrir.
 
 Al recordar a menudo respecto de la deconstrucción que es imposible 
			o lo imposible, y que no era un método, ni una doctrina, ni una 
			meta-filosofía especulativa, sino lo que ocurre, me fiaba de ese 
			mismo pensamiento.
 
 Los ejemplos a partir de los cuales he tratado de hacer justicia a 
			ese pensamiento (la invención, el don, el perdón, la hospitalidad, 
			la justicia, la amistad[xxxvi], etc.) confirmaban todos ellos este 
			pensamiento de lo posible imposible, de lo posible como imposible, 
			de un posible-imposible que ya no se deja determinar por la 
			interpretación metafísica de la posibilidad o de la virtualidad.
 
 No diré que este pensamiento de lo posible imposible, ese otro 
			pensamiento de lo posible es un pensamiento de la necesidad sino, 
			como también intento demostrar en otra parte, un pensamiento del 
			«quizá», de esa peligrosa modalidad del «quizá» de la que habla 
			Nietzsche y que la filosofía siempre ha querido domeñar. No hay 
			porvenir ni relación con la venida del acontecimiento sin 
			experiencia del «quizá». Lo que tiene lugar no debe anunciarse como 
			posible o necesario, de lo contrario su irrupción de acontecimiento 
			queda de antemano neutralizada. El acontecimiento depende de un 
			quizá que concuerda no con lo posible sino con lo imposible. Y su 
			fuerza es entonces irreductible a la fuerza o al poder de un performativo, aun cuando esta fuerza confiera finalmente su 
			oportunidad y su eficacia al performativo mismo, a lo que se 
			denomina la fuerza (locucionaria, perlocucionaria, ilocucionaria) 
			del performativo.
 
 La fuerza del acontecimiento es siempre más fuerte que la fuerza de 
			un performativo. Ante lo que me ocurre, e incluso en lo que decido 
			(y que, como he intentado mostrar en Políticas de la amistad, 
			debería entrañar cierta pasividad, dado que mi decisión siempre es 
			decisión del otro), ante el/lo otro que llega y me ocurre, toda 
			fuerza performativa queda desbordada, excedida, expuesta.
 
 Esa fuerza que se otorga a una experiencia del quizá conserva sin 
			duda una afinidad o una connivencia con el «si» o con el «como si». 
			Y, por lo tanto, con cierta gramática del condicional: «¿Y si eso 
			ocurriese? Eso, que es cualquier/radicalmente otro**, bien podría 
			ocurrir, ocurriría». Pensar quizá es pensar «si», «¿y si?». Pero, 
			como ustedes ven, este «si», este «y sí», este «como si» ya no se 
			puede reducir al orden de todos los «como si» de los que hemos 
			hablado hasta aquí[xxxvii]. Y si se declina condicionalmente, es 
			asimismo para anunciar el acontecimiento incondicional, eventual o 
			posible de lo incondicional imposible, el/lo cualquier/radicalmente 
			otro -que, en adelante, deberíamos (esto tampoco lo he dicho ni 
			hecho hoy todavía) disociar de la idea teológica de soberanía. En el 
			fondo, ésta sería quizá mi hipótesis (es extremadamente difícil y 
			casi improbable, inaccesible a una prueba): cierta independencia 
			incondicional del pensamiento, de la deconstrucción, de la justicia, 
			de las Humanidades, de la Universidad, etc., debería quedar 
			disociada de cualquier fantasma de soberanía indivisible y de 
			dominio soberano.
 
 Pues bien, una vez más es en las Humanidades a donde habría que 
			hacer llegar el pensamiento de esa otra modalidad del «si», esa cosa 
			más que difícil, imposible, el desbordamiento del performativo y de 
			la oposición constatativo/performativo. ¿Qué se hace al pensar, 
			dentro de las Humanidades, ese límite del dominio y de la convención performativa, ese límite de la autoridad performativa? Se alcanza 
			ese lugar en donde el contexto siempre necesario para la operación 
			performativa (contexto que es, como cualquier convención, un 
			contexto institucional) ya no se deja saturar, delimitar, determinar 
			plenamente.
 
 En el fondo, la genial invención de la distinción 
			constatativo/performativo habría intentado asimismo, en la 
			universidad, tranquilizar a la universidad en lo que concierne al 
			dominio soberano de su adentro, al poder que le es propio, el poder 
			que es suyo. Esto afecta entonces al límite mismo, entre el afuera y 
			el adentro, especialmente en la frontera de la universidad misma y, 
			dentro de ella, de las Humanidades. En las Humanidades, se piensa la 
			irreductibilidad de su afuera y de su porvenir. En las Humanidades, 
			se piensa que no podemos ni debemos dejarnos encerrar en el adentro 
			de las Humanidades. Pero este pensamiento, para ser fuerte y 
			consecuente, requiere las Humanidades. Pensar eso no es una 
			operación académica, especulativa o teórica. Ni una utopía neutra. 
			Como tampoco el decir es una simple enunciación. Es en ese limite 
			siempre divisible, es a ese límite al que le ocurre lo que ocurre. 
			Él es el que queda afectado por ello y el que cambia. Él es el que, 
			porque es divisible, tiene una historia. Este límite de lo 
			imposible, del «quizá» y del «si»: ése es el lugar en donde la 
			universidad divisible se expone a la realidad, a las fuerzas de 
			fuera (ya sean culturales, ideológicas, políticas, económicas u 
			otras). Ahí es donde la universidad está en el mundo que trata de 
			pensar. En esa frontera ha de negociar pues, y organizar su 
			resistencia. Y asumir sus responsabilidades. No para cerrarse ni 
			para reconstruir ese fantasma abstracto de soberanía cuya herencia 
			teológica o humanista habrá comenzado quizá a deconstruir, si es que 
			ha comenzado a hacerlo. Sino para resistir efectivamente, aliándose 
			con fuerzas extraacadémicas, para oponer una contraofensiva 
			inventiva, con sus obras, a todos los intentos de reapropiación 
			(política, jurídica, económica, etc.), a todas las demás figuras de 
			la soberanía.
 
 Otra forma de apelar a otra topología: la universidad sin condición 
			no se sitúa necesaria ni exclusivamente en el recinto de lo que se 
			denomina hoy la universidad. No está necesaria, exclusiva, ni 
			ejemplarmente representada en la figura del profesor. Tiene lugar, 
			busca su lugar en todas partes en donde esa incondicionalidad puede 
			anunciarse. En todas partes en donde ella da, quizá, que pensar y se 
			da, quizá, para ser pensada. A veces, más allá incluso, sin duda, de 
			una lógica y de un léxico de la «condición».
 
 ¿Cómo justificar semejante profesión de fe? ¿Acaso podría yo hacerlo 
			en principio, aunque tuviera tiempo para ello?
 
 No sé si lo que estoy diciendo es inteligible, si tiene sentido. De 
			lo que se trata, en efecto, es del sentido del sentido. Lo que no 
			sé, sobre todo, es cuál es el estatus, el género o la legitimidad 
			del discurso que acabo de dirigirles a ustedes. ¿Es académico? ¿Es 
			un discurso del saber en las Humanidades o acerca de las 
			Humanidades? ¿Es únicamente saber? ¿Únicamente una profesión de fe 
			performativa? ¿Pertenece al adentro de la universidad? ¿Es filosofía 
			o literatura?, ¿o teatro? ¿Es una obra o un curso, o una especie de 
			seminario?
 
 Tengo naturalmente algunas hipótesis al respecto pero, finalmente, 
			ahora son ustedes, otros también, quienes han de decidir. Los 
			firmantes son asimismo los destinatarios. No les conocemos, ni 
			ustedes ni yo. Pues les dejo imaginar las consecuencias de ese 
			imposible del que hablo, si llegase quizá a ocurrir un día.
 
 Tómense su tiempo pero dénse prisa en hacerlo pues no saben ustedes 
			lo que les espera.
 
 
 Notas:
 
 
 [i] He abordado en otro lugar, en numerosos lugares, y sobre todo en 
			Del espíritu. Heidegger y la pregunta (trad. cast. de M. Arranz, 
			Pre-Textos, Valencia, 1989, pp. 151 ss.), esa «cuestión» de la 
			autoridad de la cuestión, esa referencia a un asentimiento 
			pre-originario que, al no ser ni crédula, ni positiva, ni dogmática, 
			sigue presupuesta en toda interrogación, por necesaria e 
			incondicional que sea y, en primer lugar, en el origen mismo de lo 
			filosófico.
 
 [ii] Asocio provisionalmente la afirmación con la performatividad. 
			El «sí» de la afirmación no se reduce a la positividad de una 
			posición. Pero se parece mucho, en efecto, a un acto de lenguaje 
			performativo. No describe ni constata nada, compromete al contestar. 
			Pero más adelante, al final del recorrido, intentaré situar el punto 
			en donde la performatividad es ella misma desbordada por la 
			experiencia del acontecimiento, por la exposición incondicional a lo 
			que viene y a quien viene. La performatividad se encuentra aún, lo 
			mismo que el poder del lenguaje en general, del lado de esa 
			soberanía que me gustaría distinguir, por difícil que parezca, de 
			cierta incondicionalidad en general, de una incondicionalidad sin 
			poder.
 
 [iii] J. Le Goff, Un autre Moyen Âge, Gallimard, Paris, 1999, p. 
			172.
 
 [iv] A falta de poder explicitar o justificar esta declaración sobre 
			la justicia, que no es el derecho, me permito remitir aquí a 
			Espectros de Marx (trad. cast. de J. M. Alarcón y C. de Peretti. 
			Trotta, Madrid, 3 1998) y a Fuerza de ley (trad. cast. de A. Barberá 
			y P. Peñalver, Tecnos, Madrid, 1997).
 
 [v] Cf., sobretodo, «Firma acontecimiento contexto», en Márgenes de 
			la filosofía, Cátedra, Madrid, 1988, y Limited Inc., Galilée, Paris, 
			1990.
 
 [vi] Cf. M. Poster, «CyberDemocracy: Internet and the Public 
			Sphere», en What's the Matter with the Internet?, University of 
			Minnesota Press, 2001.
 
 [vii] Kant, Crítica del juicio, §§ 27 y 34. Edición y traducción de 
			M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid,71997.
 
 [viii] Ibid.., § 60.
 
 [ix] S. Weber, Institution and Interpretation, University of 
			Minnesota Press/Stanford University Press, Minneapolis/Stanford, 
			1987, p. 143.
 
 [x] S. Weber, «The Future of the Humanities», en C. S. de Beer 
			(ed.), Unisa as Distinctive University for our Time, University of 
			South Africa, Pretoria, 1998, pp. 127-154.
 
 [xi] P. Kamuf, The Division of Literature, Or the University in 
			Deconstruction, University of Chicago Press, 1997, p. 15.
 
 [xii] En Mimesis des articulations, Aubier-Flammarion, Paris, 1975.
 
 [xiii] «Mochlos - ou le conflit des facultés», en Du droit à la 
			philosophie, Galilée, Paris, 1990. [Hay traducción castellana de una 
			primera versión de este texto en La filosofía como institución, 
			trad. de A. Azurmendi, Juan Granica, Barcelona, 1984 (N. de los 
			T.).]
 
 [xiv] Las 
			negritas son mías: «An einem Producte der schönen Kunst muss 
			man sich bewusst werden, dass es Kunst sei und nicht Natur; aber 
			doch muss die Zweckmässigkeit in der Form desselben von allem Zwange 
			willkürlicher Regeln so frei scheinen, als ob es ein Product der 
			blossen Natur sei» (Kritik der Urtheilskraft, en Kantswerke, 
			Akademie-Text-ausgabe, V, § 45).
 
 * 
			Resulta evidente que Derrida se está dirigiendo aquí a un público 
			de habla inglesa. Sin embargo, la palabra castellana obras posee 
			unas connotaciones muy similares a las oeuvres francesas. Por eso, 
			utilizaremos en adelante el término castellano (N de los T).
 
 [xv] En Du droit à la philosophie, Galilée, Paris, 1990.
 
 [xvi] Crítica del juicio, § 43. Cf. asimismo «Economimesis», en 
			Mimesis des articulations, Paris, Aubier-Flammarion, 1975, p. 59.
 
 [xvii] Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón 
			(Segunda Parte, Capítulo primero, c. «Dificultades contra la 
			realidad de esta idea y solución de las mismas», nota 3), trad. 
			cast. de F. Martínez Marzoa, Alianza, Madrid, 31991, nota 26, p. 
			214.
 
 [xviii] J. Rifkin, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra 
			puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, trad. cast. de 
			G. Sánchez, Paidós, Barcelona, 1997.
 
 [xix] Ibid., final de la Introducción, pp. 19-20.
 
 [xx] Ibid., p. 18.
 
 [xxi] V. I. Lenin, El Estado y la Revolución, Miguel Castellote, 
			Madrid, 1976, p. 73.
 
 [xxii] J. Rifkin, El fin del trabajo, cit., p. 19.
 
 [xxiii] O.c., p. 335.
 
 [xxiv] J. Le Goff, Un autre Moyen Âge, Gallimard, Paris, 1999, pp. 
			69-71.
 
 [xxv] «El tiempo es un don de Dios y, por consiguiente, no puede ser 
			vendido. El tabú del tiempo que la Edad Media le opuso al 
			comerciante se levanta a comienzos del Renacimiento. El tiempo que 
			sólo pertenecía a Dios es, en adelante, la propiedad del hombre. 
			[...] En adelante lo que cuenta es la nueva hora-medida de la vida: 
			... no perder jamás una hora de tiempo. La virtud cardinal es la 
			templanza, a la que la nueva iconografía, desde el siglo XIV, 
			concede como atributo el reloj -medida en adelante de todas las 
			cosas» (ibid., p. 78).
 
 [xxvi] Ibid., pp. 89-90.
 
 [xxvii] Ibid., p. 102.
 
 [xxviii] «Esta unidad, sin embargo, del mundo del trabajo, frente al 
			mundo de la oración y al mundo de la guerra, si es que alguna vez ha 
			existido, no ha durado mucho» (ibid..).
 
 [xxix] Ibíd.
 
 [xxx] Ibid., p. 159.
 
 [xxxi] Ibid., p. 103, por ejemplo.
 
 [xxxii] Ibíd., p. 165.
 
 [xxxiii] Ibíd., p. 179
 
 [xxxiv] Ibíd., p. 181.
 
 [xxxv] En castellano, traducimos l’arrivant francés por «lo 
			arribante». Cf. la justificación de dicha traducción en J. Derrida, 
			Espectros de Marx, Trotta, Madrid, 31998, p. 42 (N. de los T.).
 
 [xxxvi] Estos motivos están en el centro de mis publicaciones y de 
			mis seminarios de los últimos quince años.
 
 ** Traducimos tout autre por «cualquier/radicalmente otro». Cf. al 
			respecto nuestra nota de traducción en J. Derrida, Dar (la) muerte, 
			Paidós, Barcelona, 2000, p. 70 nota 38 (N. de los T.).
 
 [xxxvii] Este «como si», como se ve, no es simplemente filosófico. 
			Ni tampoco es, por todas esas mismas razones, el de La filosofía del 
			como si (Die Philosophie des Als ob) de Vaihinger. Ni aquel al que 
			alude Freud cuando se refiere a esa obra en El porvenir de una 
			ilusión (final del capítulo III).
 
 *** A invitación del profesor Patricio Peñalver Gómez, Jacques Derrida 
			pronunció asimismo esta conferencia posteriormente, en el mes de 
			marzo de 2001, en la Facultad de Filosofía de Murcia (N. de los T.)
 Traducción de 
			Cristina Peretti y Paco Vidarte. 
 * 
			Publicado en 
			
			
			http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/universidad-sin-condicion.htm#_edn2  
			
			
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