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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          SATANÁS Y SU BANDA SONORA

La canción de otoño del Sr. Gasperone

Amir Hamed

A fines del siglo XX, en 1998,
llegaba B.B. King a Montevideo para dar un recital en el teatro Plaza. Se decía que muy probablemente fuera su última gira, algo que reafirmó el músico desde el escenario, ilustrando el punto con una anécdota. Al parecer, un par de meses antes, mientras descansaba el corpacho en el porche de su casa en Chicago, alguien se le apersonó inquisitivo:

- Is you B.B. King?
- Yep
- Is you dead?

Hay lógica detrás del chiste. Desde Elvis, al menos, un músico de rock es una estrella nacida para pantallas gigantes, satélites y megaconciertos, para tapas de revista y desplazamientos complejos entre ejércitos de groupies, mientras uno de blues jamás será estelar. Debe resignarse, en el mejor de los casos, a ser leyenda, un ethos adquirido, hay que creer, ni bien Robert Johnson, en la década de 1930, en un cruce de caminos, vendiera el alma a Satanás para aprender a tocar guitarra. Elvis murió de sobredosis, y cada año, en el aniversario del deceso, se repiten las peregrinaciones a su casa en Memphis, que es como su pirámide. Sin embargo, con las leyendas, como le ocurriera al vecino de Chicago, uno nunca sabe en rigor si están vivas o han finado, porque salvo el caso del fulgurante Johnson, que pactó y murió precoz con 27 años, se requiere una generosa razón de tiempo y polvo de caminos, léase biografía, para calzar zapatos legendarios.

A las estrellas se las acosa. No así a estos otros, que están ahí, sentados en el porche, con una lata de cerveza, sin que nadie se arrime a decirle, siquiera, mire mister B.B., usted es flor de leyenda. Se trata de algo indecible: la leyenda, como prescribe el participio activo latino, está ahí “para ser leída”, no enunciada. Se la aplaude, sí, una vez se materializa en escenarios de talla moderada y ambiente íntimo, de los que sale a firmar bombachas, por ejemplo como seguía acostumbrando, octogenario, Jimmie Walker en los pubs de Chicago.

Las estrellas, como se sabe, son cosas de Hollywood, marquesina a la que muy excepcionalmente condesciende la leyenda, como sí hiciera Mr. B.B. algún mes antes o después de aquel toque en el Plaza, cuando rodó, bajo la dirección de John Landis, el personaje del señor Marvin Gasperone en The Blues Brothers 2000, la secuela de The Blues Brothers, producida 18 años antes. Por supuesto, B.B. King iba en calidad de irrupción bluesera, no de estrella sobre la que descansa un filme. De las empalagosas películas de Elvis poco se sostiene, salvo la genial coreografía de “Jailhouse Rock”, pero con los Blues Brothers ocurrió algo diferente desde su estreno en 1980, convirtiéndose primero en éxito de taquilla y de inmediato en fenómeno de culto.

Claro que para este culto no poco de haber ayudado la muerte, por rigurosa sobredosis, del actor John Belushi, cantante líder de los Blues Brothers, en 1982. Porque la película es, como ha ocurrido tradicionalmente con las protagonizadas por divos del Saturday Night Live desde sus comienzos, floja, si bien en su caso amparada por buenos actos musicales, sobre todo los de Aretha Franklin, John Lee Hooker y el prodigioso Ray Charles. Ahora bien, si la original era frágil, para cuando se lanzó la versión 2000 que reclutaba a B.B. King, todo amenazaba un fiambre: además de Belushi habían muerto Cab Calloway y John Candy, miembros del elenco original, trío de occisos a los que Landis dedicó un filme que se citó minucioso, repitió las aviesamente inverosímiles persecuciones policiales, estiró la tópica del blues como mandamiento y dejó un testimonio levemente enciclopédico de raíces de música popular estadounidense que confluyen en el rythm and blues. The Blues Brothers 2000 tuvo escaso o nulo impacto, y muchos se han encontrado con esta película recién ahora, a raíz de que el canal TCM la repone, de forma obsesiva, cada pocas semanas.

También TCM repone la primera, pero la exhibe en proporción de uno a tres con la versión 2000. Y, de hecho, hoy día se ve mejor la secuela que la original. ¿Qué pasó para que se haya invertido la popularidad? En primer lugar, cabe adelantar, que es este siglo XXI el que, por defecto, la está convirtiendo en algo único, como si se tratara de una respuesta última a la última estratagema del Adversario, que nos castiga para compensar todo lo que nos dio con la guitarra vudú de Robert Johnson. Se debe agregar que lo que comparece como un antídoto contra Satanás es que esta versión 2000, casi insostenible en términos narrativos, presenta, sobre el final, un duelo de bandas que convierte la película en lo que, a priori, parecería imposible: un emporio de leyendas. Están ahí los ya muy numerosos Blues Brothers y, en otro escenario, los Louisiana Gator Boys, una banda innumerable que se revela espasmódica: de entrada se distingue la guitarra del señor Gasperone, es decir de B.B. King, pellizcando la melodía de su “How blue can you get”, uno de los blues más socarrones jamás compuestos; luego va compareciendo una alineación que no entra en el escenario y que, de a flashes, va descorriendo, entre otros, a Eric Clapton, JackDeJohnette, Bo Diddley, Isaac Hayes, Dr. John, Billy Preston, Koko Taylor, Taj Mahal, Jimmie Vaughan y Steve Winwood, que se turnan para ir cantando la letra de B.B. King de a dos versos. Acto seguido, los Blues Brothers hacen lo que pueden, que no es poco, “Love Light”, y finalmente todos se juntan para tocar y cantar “New Orleans”, clásica pachanga de Gary US Bonds, que resulta estaba también en el escenario de los Gator Boys, cantando con ellos.

Satanás y la banda sonora

En una columna de interruptor, Gustavo Espinosa ha argumentado convincentemente que el rock, constelación de ayer, se ha vuelto pop, y que aquellas que sostienen su ethos todavía, como los Stones, o Dylan, han vuelto a sus raíces y son músicos de blues. A esto habría que agregar lo siguiente: cuando escuchamos estas versiones de “Love Light”, “New Orleans” o “How blue can you get”, además de regodearnos con las raíces no podemos dejar de consternarnos porque el mundo, este mundo pop, no ha logrado cambiar de banda sonora, y la estira, interminable, cada vez más biodegradada, en certámenes globales cazatalentos, prometiendo estrellato a los que confunden canto con octavado y gestión pulmonar, o nauseabundas series televisivas como Glee, que amontonan sesiones de covers por mentidos adolescentes que no entienden lo que tocan, ni lo que cantan, ni lo que bailan.

Dicho en breve, parecería que Satanás, para compensar el bien que nos hizo con Robert Jonson, ahora nos da Glee, una minuciosa ingeniera de desmantelamiento de todo aquello que creíamos fue la civilización musical de la segunda mitad del siglo XX.

En los concursos de canto, o en Glee, solo hay una repetición insignificante, algo tal vez similar a lo que dicen ocurriera, para el siglo IV en Atenas, con la tragedia, cuya interpretación había sido fijada en ley por Pisístrato. Para días de Platón, dicen algunos, ya nadie entendía cómo se debía interpretar una tragedia, qué significaban en rigor los pasos de baile, cómo se debía cantar, etc.. Se trataba de un saber meramente formulaico, vaciado de sentido, que motivó la reacción del diálogo platónico, o que Aristóteles, cabría agregar, redujera la tragedia a su trama, que era al menos algo que uno podía leer sin que se lo contara mal el hipócrita, es decir, el actor.

Es por oposición a esta repetición insensata que las escenas finales de The Blues Brothers 2000 nos revelan a nosotros mismos menos en el mundo que en un pase de mesmerismo: por un lado, hay todavía alguna gente que sabe cómo se dicen las cosas, y lo que significan, mientras enteras generaciones repiten sin entender de qué hablan y sin traernos, como pedía el temprano romanticismo con John Keats, la canción de primavera. A fin de cuentas, no saber qué se canta es ignorar de qué va el mundo: Agustín de Hipona, en el siglo V, escuchó una voz que cantaba lee, lee, y no solo encontró a Dios Padre, y con él las coordenadas que hicieron un milenio de Edad Media, sino todo el protocolo de orientación temporal que hasta el día de hoy conocemos por Historia.

Y ciertamente, toda vez que Dr John, Koko Taylor o Gary US Bonds entonan sus dos versitos algo nos saca de la abulia de la banda sonora Glee y nos acordamos de que es así como se debe cantar, o al menos de que eso es un canto, es decir, entender lo que se canta. Para ponerlo de otro modo, nos muestran qué es saber interpretar, aunque más no sea la canción del otoño perpetuo. Y dicho más en claro todavía: decir bien no quiere decir solo cantar bien; se puede cantar mal pero decir bien, como sucede con la coda que The Blues Brothers 2000 ritualiza con todo el reparto. Allí comparece todo el elenco para frasear con voz o con instrumento, no solo los músicos sino también esos actores que, en términos técnicos, no cantan bien. Porque todos entienden el espíritu de lo que hay que cantar, que es lo mismo que sucede cuando el público canta con los músicos, a través de los versos de “New Orleans” los chambones se amalgaman perfectamente con los profesionales, que son una legión compuesta por Aretha Franklin, Johny Lang,Tom Malone, Alan Rubin, Lou Marini, Murpy Dunne, Paul Shaffer, Matt Murphy, Steve Cropper, Donald Duna, Wille Hall, Wilson Pickett, Eddie Floyd, Blues Traveler, Lonnie Brooks, Junior Wells, Sam Moore, James Brown y Erykah Badu.

Una coda más

Ya se sabe que ese tipo de cierres, característico de las comedias de Landis, empuja al festejo, un festejo, sin embargo, ya imposible. En este caso, Landis agregó un retazo que le sobró de película, con el que se ve no había sabido qué hacer: a James Brown parodiándose a sí mismo cantando “Please, please”, la canción con la cual, en cada uno de sus recitales, fingía un soponcio. Ahí nos damos cuenta de cuán inestable es el mesmerismo, porque ése que canta “please, please don`t go” hace poco siguió el camino de Ray Charles, de Cab Calloway, de John Belushi y, junto con él, también se había marchado Wilson Pickett.

El parte necrológico ha reconvertido la celebración en elegía. Si bien  hasta el día de hoy mister B.B. sigue sosteniendo su cerveza en el porche de la casa, de sus Luisiana Gator Boys ya se han ido Bo Diddley, Isaac Hayes, Billy Preston, Lou Rawls, Koko Taylor y Grover Washington Jr.. Con cada una de estas leyendas que muere, aumenta el fulgor del señor Gasperone y sus cocodrilos de Luisiana. Pero la pregunta: subsiste: ido el último de estos cocodrilos, ¿quién recordará, todavía, lo que es el canto? Es decir, quién recordara, todavía, que tiene algo para decir. 

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