| 22.5 - 9:15 AM -Ruido 
                de nubes [Le bruit des 
                nuages, pero también "Volando fuera de este mundo", 
                Flying out of this world, el título de la instalación 
                de Greenaway -sin querer redondear el apunte que insinúas 
                por teléfono, 
                ahora, recién bajado del avión (¿qué 
                será lo que encontraste en México?), a propósito 
                del apretado ovillo de la intelectualidad europea- justamente 
                en la misma esquina del Louvre donde Kristeva armó sus 
                Visiones capitales, por no hablar de las memorias de un 
                ciego tan poco parisino como Derrida], 
                el chirrido meteórico-carnal viene a ser sinestesia de 
                "celajes", akapana para el quechuahablante, matices 
                cuya degradación descompone en nácar la armazón 
                de cortos intervalos polisémicos, no la Farmacia del Arco 
                Iris con sus bien clasificados filtros de amor y de muerte, 
                sino suavísima disolvencia de aka, "moho", 
                "chicha" y "excremento", en centrífuga 
                de akapa, "pequeño", a un infinito cabello 
                de la coincidencia de náusea y beatitud. 
 Roñosa pelambre de tinte, licor de luz fermentada y bosta 
                de tinieblas en deriva crepuscular, la micromezcla excita una 
                fascinante repugnancia, análoga a la del cuerpo 
                que sangra.
 En efecto, así como el grabado del Finnegans Wake 
                funde muro y tumba, el de Aveline reproducido por Véronique 
                Moulinié conjuga la pantalla y el más allá 
                de la sepultura: al margen de las conclusiones de su estudio, 
                la autora de La cirugía de las edades -Cuerpo, 
                sexualidad y representaciones de la sangre ilustra las afinidades 
                de Santa Verónica y San Fiacro proponiendo una incisión 
                de fines del XVIIº siglo en que la santa de los menstruos 
                (otras veces desnuda, sumergida 
                hasta la cintura en una cuba, al igual que Melusina, la mujer-culebra, 
                anota Gaignebet, la mano rozando los cabellos sueltos en ademán 
                que evoca otro de sus nombres, Berenice, el mismo de la reina 
                cuya cabellera resplandece en el hemisferio boreal) despliega y exhibe la toalla divinamente 
                higiénica sobre la que se proyecta la cara de viernes del 
                alto vientre, mientras San Fiacro con una mano sostiene el libro 
                abierto y con la otra la pala, como quien encarna la coincidencia 
                de oratorio y laboratorio, intimidad y mundo, siendo patrono de 
                los jardineros, protector de los homosexuales 
                y refugio de quienes sufren de hemorroides (equivalentes 
                a las reglas, según la medicina del siglo pasado y los 
                saberes populares de toda la vida, solidarios en la percepción 
                de la consanguínea analogía extendida entre el hortelero 
                y San Sebastián, cuyas cavidades axilares desdoblan y simplifican 
                la hospitalidad de la matriz con una gracia capaz de aludir a 
                otras vueltas de flujos, amparo de los enfermos de gota y de los 
                amujerados, patrono de las hemorragias varoniles y médico 
                oculista no del todo ajeno al control de las efusiones femeninas, 
                pues más de un testimonio deja creer que la sinonimia de 
                "ver" y "menstruación" señalada 
                por Moulinié desborde la ley del género) manteniendo perpendicularmente 
                erguido el instrumento de labranza que ofrece al espectador el 
                lado convexo, en postura idéntica a la del mismo utensilio 
                en que Cristo parece apoyarse al otro extremo de la composición, 
                aunque el mango resulte levemente inclinado y la mano muestre 
                el dorso [de hecho la del 
                resucitado no debería empuñar el mango de ningún 
                instrumento (si acaso, como en el portal del Duomo de 
                Ildesheim, el cetro de la cruz, para levantarlo): la tradición 
                iconológica de Christus Hortulanus se complace en 
                secundar el no muy aparente error de María Magdalena añadiendo 
                detalles que lo justifican, por mucho que la puesta en escena 
                del grabado de la Biblioteca Nacional de París no alcance 
                la intensidad alucinatoria del tapiz de Pieter Van Aelst conservado 
                en los Museos Vaticanos, digo el imposible disfraz del redivivo 
                que no se contenta con tener la azada al hombro, sino lleva puesto 
                además un sombrero de ala suficientemente ancha para protegerse 
                del sol, no obstante el flash escarlata del manto, humano 
                más pintorescamente que nunca a los ojos 
                de quien, aún después de haber reconocido al Maestro, 
                pretende todavía celebrar la sobrehumanidad demasiado humanamente, 
                la Magdalena mirando al través de la reja de los dedos 
                entreabiertos que le prohibe acercarse, incubada por la oscuridad 
                del sepulcro abierto en audaz perspectiva sobre su cabeza, como 
                si aquel exacto rectángulo de oquedad fuera la remuda de 
                su rostro, el relevo de los labios dispuestos al beso: "Suéltame 
                -noli me tangere" -Juan. XX. 17-, es el imperativo 
                del pánico Narciso 
                en palabras recogidas 
                por el hombre que más se le acercó, hasta recostársele 
                sobre el pecho ("cum recubuisset ille supra pectu Iesu" 
                -XIII. 25)], a la 
                vez que la otra mano impide el contacto situándose al nivel 
                de la cara de la mujer arrodillada, a la misma altura de la mancha 
                devolviendo la fisonomía captada durante el tormento del 
                Calvario, antes del singular equívoco de la que hace un 
                momento creía estar hablando 
                con el "jardinero-hortulanus", como si en nada 
                le hubiese aprovechado, ni a los ojos ni a la memoria, el haber 
                estado tan cerca pocos días antes, al enredarle los pies 
                en pañales capilares, convencida de poderle acariciar con 
                la misma confianza, rozar siquiera el ruedo del manto con la discreción 
                de la Hemorroisa, mientras ahora (cuando 
                el Hijo anuncia el despegue y su próxima unión 
                con el Padre que en él se remira tal como el Hijo se 
                atisba a sí mismo según el grabado de Aveline, absorbido 
                por el monitor de Verónica en el trance del más 
                doloroso compromiso mundano) lo único que se concede es creer ver.
 
 Si ver no implicase también alguna operación quirúrgica,
            algún compromiso con el mundo de las labores, mundo a
            secas más que a húmedas, estampas de almagre, aureolas
            de paja, manos a mangos y palas en surcos -la proverbial ginecofobia
            de San Fiacro encontraría su modelo en cierta esquivez
            anterior a la Ascensión, inversión del envite al
            atrevimiento del incrédulo, como dejaría creer
            el discípulo predilecto al omitir el episodio en que las
            dos Marías no tienen ninguna dificultad en agarrarse a
            los pies del resucitado ("et
            tenuerunt pedes eius" - Mateo. XXVIII. 9).
 Más bien, lejos del rechazo alérgico, la acogida
            del disfraz tradicional deja que la mirada intervenga trabajando
            la diferencia entre superficie y herida.
 29.5 - 6:15 PM -Quisiera
            ver cada hebra de pelo floreciendo en yema de dedo herido, ocelo
            de pavo real y filo de cuchilla. Pero la media luz de este sábado
            no da pie sino para cuadros y bancales de huerta cartesiana,
            parterres de jardines mariembádicos. A menos que no vayan
            juntos, peine y cabellera incontenible. 
 De suerte que esto es lo que trajiste de México. A las
            diez en punto de la mañana llegó lo que llamas
            "regalos". Ya suponía otra dádiva invasora.
 -"Sé que sabrás gozártelos"- me
            encimas.
 
 Algo anda mal con tu teléfono, así que te doy las
            gracias desde aquí. Si agradecer es factible cuando lo
            entregado quita lo poco que se cree tener: me envías lo
            que me envía.
 
 "De prisa -y bien hecho" reza el sobre de Avianca,
            sea del lado en que campea el cuadrante de un cronómetro
            garantizado "Swiss Made", tamaño semáforo,
            sea del lado de las Instrucciones para recibir, en las
            que nunca me había fijado hasta el día de hoy:
 "1. Asegúrese de que la bolsa no tenga señales
            de violación.
 2. Córtela por la línea indicada para sacar el
            contenido".
 Me regalas lo que me
            saca y me despacha: ¿tiene señales de violación
            mi cabeza ?
 No puedo asegurar que no las tenga, no a fondo, si el contenido 
                consiste en esas señales. Y continúo cortando, claro 
                que sí, mientras voy viendo cómo llegar a ver. No 
                menos claro es que semejante manera de abrir sea trabajo de palabras. 
                Por eso te agradezco que sepas cómo vivo de esta "línea 
                indicada", si no pierdo el sentido menos egoísta del 
                gozo laborioso. Ninguna pleitesía, esta gratuidad es tan 
                desobligada cuanto tu saber. Nuestro contrato estriba en reconocer 
                que con estos retratos no hay trato, tratamiento, tratado o tracción 
                posible: nada que traer.
 
 Ni van ni vienen. Pestañeos inamovibles.
 Sin forzar sobremanera la carta a Ginsberg del 6 de junio de
            1953, el globo del dedo gordo de un coloso gotoso, a punto de
            estallar, es el toque de diana abocado a la alcoba de un hotel
            peruano, hincho de sí a más no poder, aterradoramente
            coqueto... y lo que pregona la protuberancia a oídos de
            Burroughs son humeantes golosinas ópticas en el corazón
            de una parálisis que nada tiene que ver con las preocupaciones
            de un amante del desarrollo industrial:
 
 "Guayaquil: cada mañana un grito sube abultándose 
                -swelling- desde los niños 
                que venden cigarrillos en la calle. "¡A ver Miraditas 
                -a ver Lookies!" - "¡A ver Luckies !" - Miedo 
                pesadillesco de estasis. ¿Seguirán gritando "¡A 
                ver Lookies !" de aquí a 100 años? Horror 
                de quedarse atascado -stuck- en este lugar -place. 
                Me sigue como mi culo este 
                miedo. Un horrible, 
                enfermo sentimiento de desolación final."
 
 Ser perseguido por el propio trasero, 
                apremiando el horror desde un resquicio sin distancia que no nace 
                sino aparece demasiado completo cada mañana, tan de prisa 
                y bien hecho, aborto perfecto de noticia, más allá 
                de la velocidad y del hecho, con la perentoriedad cianótica 
                de una almorrana en el zenit de su corte de propaganda, tajante 
                teorema de Gorgona demostrado al filo de una cortina en la pupila 
                frita de Polifemo: este sitio es violento, ésta es la violencia 
                del sitio y aquí te quedas, en ninguna parte, porque estar 
                siempre en la misma es no estar en ninguna, ebrio perdido por 
                exceso de encuentro en el vehículo 
                de un paraje interminable.
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