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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



GUERRA - GUERRA NUCLEAR - TERCERA GUERRA MUNDIAL - MIEDO -

El tercer vértigo

Carlos Atanes
Hasta el neanderthal más lento puede colegir que echar el guante a un agente de la CIA -retirado o no- apellidado Bin Laden no implica necesariamente hacer saltar el todo planeta por los aires. Sin embargo, los líderes del mundo, henchidos de sentido histórico, no pueden cejar en su empeño de arrimarse una y otra vez al abismo

En los años ochenta, en plena era Reagan, los suplementos dominicales de la prensa española emergían cuajados de reportajes cenizos donde se daban continuos repasos a los efectos devastadores de una guerra nuclear; se cuantificaban los arsenales balísticos de soviéticos y americanos; se mostraban mapas del mundo con países agrupados en colores rojo y azul; se ofrecían hipótesis plausibles de cómo tensiones mal sofocadas en Alemania Oriental, Cuba o el estrecho de Bering podían degenerar en una guerra de exterminio total. El cine y la televisión redundaban en ejemplos similares: El Día Después, Amanecer Rojo, Juegos de Guerra, Amerika... Los ratos libres de mi niñez transcurrieron ocupados en calcular la distancia a la que debería alejarme del centro de Barcelona para evitar la onda expansiva de la primera ojiva nuclear que hiciese explosión sobre él. Coleccionaba fascículos donde se catalogaban tipos de arma según megatones y área de destrucción, donde se especificaba el tiempo que deberíamos permenecer enterrados en un refugio dependiendo del tipo de lluvia radioactiva desencadenada.

Cayó el muro, el Alzheimer sometió a Ronald Reagan y se desvaneció el
fantasma de la guerra atómica. Pero el gusanillo apocalíptico permaneció emboscado a la espera de tiempos mejores, eso sí, latente: cabe recordar que desde la inauguración de la Era Atómica con las masacres de Hiroshima y Nakasaki, los Estados Unidos han aprovechado numerosas ocasiones para amenazar a sus adversarios con un bombardeo nuclear con motivo de conflictos regionales en Irán (1946), Yugoslavia (1946), Uruguay (1947), Alemania (1948 y 1961), Corea del Norte (1950 y 2003), China (1953 y 1958), Guatemala (1954), Egipto (1956), Iraq (1958, 2003), Cuba (1962), Vietnam (1969), Oriente Medio (1973), Irán (1980)... Un buen número de falsas alarmas que no llegaron a consumarse. La decepción sufrida por la población mundial, tras haber superado ilesa la barrera psicológica del tercer milenio, exigía una reparación.

Desde que Albert Einstein enunciase su ingeniosa frase: "No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, pero seguro que la
Cuarta se hará con piedras y palos", una interminable lista de comentaristas ha dado por segura la inevitabilidad de la catástrofe. El mundo no ha hecho más que prepararse para ello. No sé qué pensará un indio o un bosquimano, pero yo, como occidental de mente occidental nacido y residente en Occidente, veo muy claro que la necesidad del advenimiento de una Tercera Guerra Mundial se nutre en el cáliz más esencial del pensamiento judeocristiano: la linealidad inexorable del tiempo, el sentido histórico. La consecución de una Segunda Gran Guerra programó nuestro inconsciente colectivo para concebir como necesaria una Tercera, porque no podemos soportar la angustiosa constatación de que no haya dos sin tres: un pasado, un presente y un futuro; una introducción, un nudo y un desenlace; un Padre, un Hijo y un Espíritu Santo; tres guerras púnicas; tres reyes magos; tres guerras mundiales.

Durante décadas nos hemos esforzado en evitarla, impedirla, neutralizarla, dotando a la
idea Tercera Guerra Mundial de estatus de cosa-en-sí y para-sí, de objeto real insorteable. Está presente en nuestras vidas, en nuestro pensamiento, en el horizonte de nuestro porvenir, como un muro al que antes o después deberemos enfrentarnos, ya sea para atravesarlo o para incrustarnos en él.

El complejo militar-industrial de Estados Unidos urde cada pocos años una excusa, más o menos inverosímil, para sanear su
economía: rendido el comunismo y olvidada la Guerra de las Galaxias, se recurre al terrorismo islámico. Los intereses económicos del imperio americano -el petróleo, la socavación de la unidad del competidor europeo, la reactivación de la industria armamentística, etc.- explican la existencia de una interminable guerra de baja intensidad diseminada por todo el globo, a la que ya estamos acostumbrados. Pero ni en la era Eisenhower, ni en la era Reagan, ni en la actual era W. Bush, ha sido ni es necesaria una guerra generalizada. Hasta el neanderthal más lento puede colegir que echar el guante a un agente de la CIA -retirado o no- apellidado Bin Laden no implica necesariamente hacer saltar el todo planeta por los aires. Sin embargo, los líderes del mundo, henchidos de sentido histórico, no pueden cejar en su empeño de arrimarse una y otra vez al abismo, de coquetear con la destrucción total, invocando al tan fuertemente arraigado miedo colectivo al que he hecho referencia: han sido, son, demasiadas las voces que profetizan lo inevitable, haciéndolo inevitable a fuerza de tanto profetizarlo.

Milan Kundera, en La Insoportable Levedad del Ser, no definía el vértigo como al
miedo a caer al vacío, sino como el miedo a dejarse vencer por el deseo de arrojarse en él. La Tercera Guerra Mundial lleva más de medio siglo siendo inevitable, adopte una forma u otra. Las causas que la motiven serán irrelevantes, innecesarias incluso. La espera, desde hace dos mil años, de un final espectacular para la película secuencial de nuestra historia es suficiente justificación. El Apocalipsis es inevitable porque nosotros, frutos del árbol judeocristiano, lo deseamos secretamente, como deseamos dejarnos caer desde lo alto de un rascacielos. Sabiéndolo -pues lo sabe- el imperio americano es quien ha resuelto desempeñar, a estas alturas de la historia, el papel no sólo de constructor de rascacielos, sino también -con la ayuda de sus virreyezuelos acólitos- de quien nos lleva de visita a la azotea y, empujándonos al borde del precipicio, nos sujeta por los hombros: provocándonos miedo, salvándonos de nuestro miedo. ¡Salvándonos la vida!, en definitiva...

Barcelona, febrero 2003

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