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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          UNA ACADEMIA SALIDA DE SÍ

Britos & Zimmerman

Amir Hamed

A Britos le debo medio lápiz y mi iniciación a la lírica. Era octubre de una eternidad atrás, en la escuela, y nos llevaron al salón de actos para notificar a todo el turno que a un poeta chileno le habían otorgado el Premio Nobel. Nos explicaron que en Chile llovía mucho y nos leyeron un poema sobre la lluvia, lo cual, a decir verdad, no aportaba demasiado. Armada la fila para regresar al aula, por allá atrás se escucharía la voz de Britos, quien era un poco mayor que los demás de la clase, peleador (el primer día de clases había desmayado a uno de recuperación, cuya cabeza, durante el recreo, fue a dar a una alcantarilla), seguramente pobre y ostensiblemente negro.

Recuerdo que en aquellos tiempos todos lo llamaban Britos, así que no puedo recordar su nombre de pila. También que, básicamente, no abundaba el colegial repetidor, pero eso no se debía a pase social alguno. En mis años de primaria recuerdo uno solo, un mellizo, Triggini. Durante la fiesta de fin de año, el mellizo lloraba por haber perdido el año y decía que era un burro. En realidad, el motivo era que su madre había enfermado y él tuvo que faltar abundantemente, para cuidarla, mientras su hermana siguió asistiendo. Estábamos los tres, el desdichado mellizo, el mentor lírico y yo, en algún rincón del patio, creo que allí donde clavaban el mástil de la bandera, y Britos le explicó terminante. “No. Si hay un burro en esta clase soy yo, y yo pasé”.

Sospecho que Britos fue lo más nítido de aquella escolaridad, en la que las maestras tortugueaban para explicar una regla de tres o se equivocaban al explicar la palabra “tonancias” en un texto de Juana de Ibarbourou. Cierto día, para hacer no sé qué ejercicio, no encontré lápiz alguno en la cartuchera, así que me puse a recorrer la fila preguntando si a alguien le sobraba uno, siendo Britos, experto en fracciones, el único que llegó a mi socorro. Sencillamente, partió su lápiz y me dijo “tomá”. Varón ingenioso, en el baño, durante los recreos, se lo podía escuchar elucidando “Arturo, sorete duro/Armando, sorete blando”. Aquella mañana, en la fila que se armaba fuera del salón de actos, profirió: “Pablo Neruda, el que te rompió la cotorruda”. Britos, entendí de inmediato, le había hecho poesía encima al Premio Nobel.

Aquella mañana había entendido la poesía, por decirlo así, al tiempo de que me convencían de que el Premio Nobel de literatura era cosa por demás importante. Ya más crecido, ya estudiante de letras, la academia sueca provocaba emociones, al menos para el hemisferio cultural, como la de año a año negarle el premio a Jorge Luis Borges, o luego otorgárselo a Gabriel García Márquez, que iba a recibirlo de guayabera. Con el correr del tiempo, sin embargo, ha quedado claro que el premio empezó a volverse irrelevante, tal vez por sus demasías de corrección política. Cuando lo otorgaban, nadie conocía al autor, muchas veces un tercermundista todavía ignoto, y cuando el premio, en tanto aparato de promoción, nos llevaba a leerlo, resulta que el escritor en cuestión se volvía ligera o francamente decepcionante. Tal vez una de las mejores definiciones sobre el asunto en tiempos recientes la haya dado Gustavo Espinosa, interrogado por un medio argentino hace un par de años sobre el ocasional Nobel de aquel momento. Espinosa declaró, entonces, que el Nobel era concedido a escritores “apenas interesantes”, solo que no aclaró que esto es algo que ha venido ocurriendo en las últimas décadas, ya que abundan, de tiempos viejos, los escritores realmente buenos que recibieron su distinción. Por supuesto, se recordará cómo el premio evadió a León Tolstoi o a James Joyce, para  no volver al caso de Borges cuando estaba siendo uno de los escritores más influyentes para el pensamiento de sus días, pero se puede hacer una lista de premiados más que interesantes que incluya, por ejemplo, a William Faulkner y TS Eliot, si bien también hay casos como el de Winston Churchill, no mal escritor, que lo recibió, nada más, porque era imposible premiarlo por pacifista.

Este mes, sin embargo, el premio por alguna razón se volvió, cuando menos, discutido, que es una manera de recuperar espectacularidad, al haber recaído sobre el nativo de Duluth, Minnesotta, Robert Zimmerman, hace tiempo conocido bajo su nombre artístico Bob Dylan. No han faltado los demagogos que salieron a celebrarlo, por considerar de alguna forma se trata de trascender los recortes de la cultura “libresca”, o si se prefiere, lo que vendría a ser una dictadura del mamotreto. También, por el otro lado, han protestado los que han escrito sus letras, no en los sobres de los discos, sino en libros, preguntándose si no se trata de una traición a las premisas del premio, que debe abrevar en el formato libro, o incluso, si no se trata, en rigor, de sesentismo revenido, como declarara el escocés más bien tardopunk Irvine Welsh.

Si hubiera que elucidar esa discusión, habría que especificar que, a diferencia de las líricas de la inmensa mayoría de los músicos populares, las de Dylan resisten el papel, estallan el ojo incluso viudas de música. Más aún, Mr Zimmerman ha sido uno de los líricos mayores del siglo XX y lo sigue siendo ahora, como ya ha mostrado interruptor (ver aquí y aquí). Más aún, es Dylan uno de los mayores artistas de la última centuria, como fuera señalado también en estas páginas hace más de tres lustros.

Curiosamente, toda la situación parece prefigurada en una letra de 1965, que versa sobre un lápiz, un desnudo y una interrogante.

You walk into the room with your pencil in your hand
You see somebody naked and you say, "Who is that
man?"

You try so hard but you don't understand
Just what you will say when you get home

Because something is happening here but you don't know what it is
Do you, Mr. Jones?

El mundo perplejo, o incluso los suecos, vendrían a ocupar el lugar del señor Jones, ya que Dylan, fiel a su atávica opacidad, se vienen negando no solo a comentar el asunto, sino siquiera a ser contactado por la Academia. Ya empiezan a surgir noticias, de momento falsas, que se dispersan por las redes sociales estableciendo que lo rechaza en espera se establezca, en algún momento, un Nobel para la música.

Lo que sucede, en rigor, es que la Academia, en su premio, ha quedado expuesta en su desnudez e inanidad. La mejor definición del asunto, probablemente, la haya dado Leonard Cohen, quien señaló que premiar a Dylan “es como darle una medalla al Everest por ser la montaña más alta”. Es obvio, por un lado, que ya hace buen tiempo don Bob es mucho más grande que el Nobel (cocarda que, por ejemplo en su rubro “paz”, por lo general condecora a los más belicistas sicópatas, nada más porque se han tomado un respiro en sus masacres). Lo que resulta tal vez menos obvio es que la dimensión del premio, invariablemente, la da el premiado. Piénsese, por ejemplo, en el decaimiento del Premio Cervantes, que alcanzara celebridad cuando recayó en escritores como Borges o Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Octavio Paz, Augusto Roa Bastos o Adolfo Bioy Casares, para comenzar a invisibilizarse ni bien cayera en manos de Ernesto Sábato, Luis Rosales o Dulce María Loinaz (al punto que ni siquiera las bondades de galardonados más recientes como Nicanor Parra o Fernando del Paso consiguen que recupere siquiera un diezmo de su abolido empaque).

No importa su dotación en metálico, la envergadura del premio depende de la del premiado (por ejemplo, un signo alentador bastante reciente para el Manuel Rojas, que viene siendo proyectado como una de las mayores distinciones literarias en Hispanoamérica, es que haya sido adjudicado hace semanas, esta vez sí, a un escritor de talento innegable como César Aira y no, como anteriormente, a alguno cuya tarjeta de presentación estriba menos en su calidad literaria que su buena prensa).  Y lo que sucede en este caso con el Nobel es que la medalla dorada debe dilatarse para ver si logra alcanzar las dimensiones del premiado, para quien la distinción es a todas luces irrelevante. Ya se especula sobre si irá a recibirlo o no, y qué pueda significar eso. Si no va, algunos argumentarán que el propio Dylan lo consideró inadecuado por no tratarse él de un “escritor”; si aparece por Stockolmo celebrarán esos “amigos de lo popular” que jamás siquiera escucharon, o entendieron, letras de Dylan, y suelen reducirlo a un verso (“the answer is blowing in the wind”).

Algo ha sucedido, quién puede dudarlo, Mr Jones. Por un lado, y porque hace rato no hay derrames de autores de libros que le puedan reintegrar al premio su perdida jerarquía (sin embargo, los resentidos de este año recuerdan, entre los sajones, a linajudos como Thomas Pynchon y Philip Roth), es que, a fin de combatir su irrelevancia, la Academia se ha elastizado, tratando de ensanchar el metal de su rígida medalla, como si fuera una faja ansiosa, para contener algo garrafal, el mayor héroe cultural de las últimas siete décadas, probablemente uno de los más completos y penetrantes artistas del mismo período. Claro que estirándolo de esa manera, la Academia Sueca corre el riesgo de que haga crac  y el Nobel quede partido, para siempre, como el lápiz generoso de un niño pobre. 

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