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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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           EL FRÍO UTOPISMO DE LA VÍCTIMA

Acomodarse

Aldo Mazzucchelli

En el espacio mental creado por la tradición hegeliana de filosofía de la historia, la utopía juega un rol esencial de combustible simbólico. La utopía ha permitido las más extraordinarias muestras de entrega, abnegación y sacrificio, y también las más desesperantemente asquerosas muestras de abyección, cobardía moral e intelectual, y traición a todos los principios. La utopía permitió a los revolucionarios de la modernidad aguantar tortura, pobreza, encierro y pérdidas de todo tipo; también estuvo detrás de las agachadas, relativizaciones, mentiras y, a continuación, siniestros crímenes que los regímenes de la izquierda histórica y utópica cometieron y vienen cometiendo desde los albores del siglo XX, incluyendo por ejemplo persecución de disidentes, categoría donde se ha incluido hasta hace muy poco, o se sigue incluyendo en algunos sitios, a gays, lesbianas, negros, judíos o inmigrantes en general. Es decir, la utopía sirve para un barrido como para un fregado. Utópico era el Che muriendo estirado como un santo con los ojos abiertos, pero utópico es también Fidel cuando pensó que liquidar a Ochoa o encarcelar frenéticamente disidentes era seguir siéndole fiel a la utopía. Utópico era Mujica en el aljibe, y utópico habrá sido el ciudadano, municipal y espeso, luego procesado, que robó para la organización, la cual primero lo protegió todo lo que pudo, y luego lo entregó a la “justicia burguesa” a cambio de protección para otros más importantes que él. Lo que tiene la utopía es que es incapaz de permanecer activa en quienes se establecen, sientan cabeza y se hacen cargo de las cosas. Porque cualquiera tendería a pensar que una cosa así, hecha de nada e ideas, no tiene fin. Y quizá no lo tenga. Quizá su forma de preservarse sea ser fiel a su etimología, y cada vez que los utópicos se establecen como poder en algún sitio, irse con la mística y la música a otra parte, a un “no-lugar” donde se la deje en paz seguir siendo el indistinto combustible que alimenta lo mejor y lo peor.  

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A la utopía sucede, entre los utópicos de todo el mundo, mayormente tres estados: la muerte, la desilusión, o el acomodo. Uno y dos, como es natural, casi nunca se dan juntos. Dos y tres, a menudo. Y uno y tres, a menudo también, bajo la forma de una muerte simbólica en la que el acomodado pasa a ser más realista que el rey, y no solo reniega de su utopía anterior sino que la combate, inventando día y noche razones y justificaciones que le permitan destruirla.

Es una realidad dura, pero hay que mirarla como es. ¿Cuál es el acomodado? El intelectual acomodado, si forma parte del gobierno, es aquel que tiende a creer —sin examinar honestamente los datos, y compararlos— que los problemas no son tan grandes como a otros le parecen; el acomodado es, especialmente, el que cree que toda denuncia de algo mal hecho por parte del gobierno es hacerle el juego a la oposición. El que dice que no hay más inseguridad ahora en Uruguay que hace diez años; el que piensa que los que ven problemas en la educación es porque no entienden el progreso y la transmodernidad en la que, por ejemplo, escribir es algo casi superfluo. Si forma parte de un espacio académico formal, el acomodado es el que tiende a ocultar los problemas y situaciones que le podrían quitar prestigio a su propia institución —porque sabe que el prestigio que tiene no es propio, sino prestado por ella.

Utopía es, entre otras cosas, mantener a las palabras “izquierda” y “derecha” encasilladas en compartimientos morales estancos y en referencias simbólicas absurdamente estáticas, que lo único que consiguen es, en lugar de ver qué quiere y qué dice cada otro, ponerlo de antemano en una posición desventajosa moralmente respecto al que manipula así las palabras.

Ahora bien, cada uno tiene la utopía que se merece. Cuando la ideología utópica da en empoderarse, queda sospechosamente proclive a embellecer una parte de los datos: aquella parte que, supone, le dará más posibilidades de continuar en esa posición de poder. Esto evita además que se corra el riesgo de notar que quizá la utopía que tanto nos conforta no sea tanto mejor que los enemigos que supuestamente ha erradicado; que su mundo real huele horrible, por más que el mundo ideal que se postula cada mañana y del que se cree más cerca huela maravillosamente.

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La utopía, ese lugar tan perfecto al que uno no puede mudarse, tiene pues la ventaja de los horizontes, y siempre se mueve un paso más allá. En eso, es posible ver su semejanza con otro estatus similar. Una especie de combustible simbólico alternativo, para tiempos negativos y cínicos. Ese combustible negativo que suplanta al combustible utópico, es la victimización. No el ser víctima real de algo, cosa de la que nadie está exento, sino el convertirse en Víctima Profesional, en un usuario de los beneficios de ser víctima. ¿En qué se parece tal Víctima, con V grande, a un utópico? En que nada le alcanza, nunca nada es la final reparación y satisfacción de los agravios acumulados. En que, dada la natural repulsión que existe entre el utópico/victimista y el diálogo razonado, ambas tendencias ignorarán por método cualquier posibilidad de acordar en razones o puntos intermedios. Todo o nada es el motto de la utopía y de la Víctima. Pero la Víctima, por ser una especie de utópico negativo, carece de la fuerza creativa del utópico: lo único que sabe es reclamar, impedir, ofenderse, irse, despreciar, acusar. No tiene nada que ofrecer, porque en su fuero íntimo está dolorosa y trágicamente convencido de que todo se le debe a él. Y pese a todo, la victimización es un combustible tan infinito como el de la utopía, porque igual que ésta es capaz de reciclarse y rehusarse una y otra vez. Basta hacer un pequeño corrimiento simbólico y reinstalar la ofensa, o un germen de ofensa, en el espacio del terreno recientemente reparado.

Eric Gans, un profesor de la universidad de California, hace tiempo que ha iniciado un blog que se llama “Historias de amor y resentimiento”, en donde frecuentemente pone de manifiesto los mecanismos que viene hace tiempo empleando la víctima para aumentar su poder, su espacio, y sus sucesivas fuentes para hallar más victimización. La víctima, decía Gans, ha reemplazado casi completamente al utópico. A la sociedad del entretenerse hasta fallecer no le provoca ninguna atracción la utopía, porque no siente que pueda faltarle nada. Hace poco un joven de 15 años, conspicuo habitante de tal sociedad, ante la posibilidad de que un día tuviese que enfrentar alguna pregunta filosófica o existencial me respondió: “¿Por qué, no va a haber más internet?”

A esa sociedad, sin embargo, la víctima le interesa un poco más, porque cumple con un necesario papel de chivo expiatorio. Que a alguien le haya pasado algo horrible es inconcebible casi en un mundo en el que casi nadie sale ya de su dormitorio. Pero si a alguien le pasa, el hecho de que reclame y se organice mantiene, para la abrumadora mayoría, la ilusión de que el sistema democrático aun existe, y de que internet es, no el camino a algo, sino el final de todos los caminos. Bastará con hacer desaparecer cuerpo e individualidad, porque la mentalidad de red ya ha previsto (en esa desagradable tercera persona que no es nadie conocido) que muchas cabezas piensan mejor que una. De ese modo las fuerzas secretas del combustible utópico no encontrarán ya ninguna mente individual en la que arraigar, y las utopías estarán desprendidas de la emoción. Esa forma fríamente intelectual de la utopía, sin lugar para la emoción o lo irracional, es, naturalmente, el infierno.

 

 

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