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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          LAS TRAMPAS DE AUTOCALIFICARSE

Educación versus empoderamiento

Aldo Mazzucchelli

¿Cuánto en la crisis de la educación tiene que ver con el borroneado límite entre las siguientes dos categorías que, en tiempos, eran duramente distintas: estar calificado para algo, y “sentirse” calificado para algo?

Hay una palabreja de dudosa catadura: “empoderamiento”. En principio, es meramente un anglicismo, mejor dicho un engendro léxico de mala calidad tomado del inglés “empowerment”. El concepto empezó en el mundo intelectual anglosajón por algunos círculos de pensamiento sobre género y minorías, en donde la idea misma de aumentar el poder y la autoconfianza de grupos y personas históricamente oprimidas era excelente, y pertinente. Y si se lo mantuviese allí, sin llevarlo más allá de sus límites genuinos, no habría nada más que buenas cosas que decir sobre él.

Pero una vez que se acuña un concepto, éste se extiende como la mala yerba, y enseguida hay mucha gente que, en lugar de considerarse persona, o individuo, encuentra terreno fértil para considerarse oprimido o minoría, y con derecho a empoderarse de cualquier manera. Entonces, la idea de empoderarse empieza a mezclarse con ideologemas de lo más perniciosos para la salud mental, “espiritual, política y social de las personas o las comunidades”, como dice una definición de la palabreja en cuestión que puede consultarse en Wikipedia y que es de vil factura. Dice:
Empoderamiento o apoderamiento, se refiere al proceso por el cual las personas aumentan la fortaleza espiritual, política, social o económica de los individuos y las comunidades para impulsar cambios positivos de las situaciones en que viven. Generalmente implica el desarrollo en el beneficiario de una confianza en sus propias capacidades.” El empoderado que escribió, a trompicones por lo que se ve, la definición citada, no nos explica cuál es exactamente, en este caso, la diferencia entre “persona” e “individuo”. No nos dice si es sustancial, o cosmética, o si es lo mismo, en cuyo caso el individuo, que al parecer es además persona, se toma por sus propios pelos y se levanta a sí mismo el ánimo, los derechos políticos, o su estatus social.

Fuera de sus límites originales la práctica amateur de tal “empoderamiento” ayuda mucho a que en un mundo en el cual la persona, internet mediante, no es cognoscible, controlable ni comprobable, los saberes y capacidades profesionales genuinos cada vez se divorcien más del hecho de tener una voz autorizada en la comunidad. En un tiempo, para tener una voz pública había, antes, que educarse un poco. Ahora, alcanza más bien con reclamar el derecho a hablar, o con encontrar una retórica que empalague las creencias generales de la mayoría, no desafiándola para que crezca —que es lo que generalmente hace quien sabe más con quien sabe menos— sino halagándola en tales creencias, incluso las peores de ellas —que es exactamente lo que hace quien no tiene otra cosa que ofrecer, cada vez que quiere conseguir atención y estatus.

Educarse pasa a ser, insensiblemente así, no aprender algo que uno no sabía antes —eso cuesta eesfuerzo, tiempo, y uno arriesga fracasar y no conseguirlo—, sino aprender las formas por las cuales uno, a partir de que se empodera, busca asegurarse el derecho a tener una voz tan fuerte como sea posible, aunque no sepa un ápice de nada en realidad. Eso no cuesta, es instantáneo, y basta con darse cuenta de un par de triquiñuelas retóricas (la simulación de una debilidad o la amenaza de una agresión) que cualquier bicho dotado de signos aprende sin problemas, y que se puede extender y aplicar a casi toda situación, para obtener el mismo coactivo resultado.

Internet ha sido el gran empoderador de las masas antes privadas de toda voz. El presidente de México está fascinado con el Plan Ceibal, y ha venido a Uruguay en persona a estudiarlo para implementarlo en México. Lo cual, considerando las diferencias de heterogeneidad social, tamaño, violencia y exclusión entre ambas naciones, es como decir que el primer ministro chino ha ido a estudiar cómo han solucionado los problemas del tránsito en Luxemburgo, para aplicar lo mismo en su país. Lo que aun no funciona en tal comparación, lamentablemente, es que Luxemburgo resolvió sus problemas de tránsito, mientras que Uruguay no resolvió ningún problema educativo conocido con el Plan Ceibal, salvo el de lograr que el gobierno se venda a quienes ven el asunto de lejos como habiendo “encarado y resuelto los problemas de la exclusión digital al estilo del siglo XXI”, o alguna frase marketinera semejante. El Plan Ceibal puede que haya resuelto el problema de acceso a cierta tecnología básica para todos, lo que no es poco, pero es distinto y no tiene relación inteligible con la educación.

Internet y el falso conocimiento

Es que la insidiosa idea de que es a través de internet que se va a igualar y reincluir a “los excluidos” está llena de triquiñuelas. Una de las más evidentes es la que hace una especie de metonimia espiritual, y considera que, porque le doy “la herramienta” de la ceibalita al niño, tengo algo hecho en el camino de ayudar a esa persona a subir a un nivel humano superior.[1] Pero no es así, porque una de las primeras cosas que internet enseña, a través de la iteración infinita (en términos de contenido) de las redes sociales, es el fácil truco del empoderamiento de todos acerca de todo. De ahí a empezar a considerar que educarse en serio quizá no sea tan urgente, ¿qué distancia hay?

Elias Aboujaoude, un psicólogo que ha estudiado el asunto de los cambios de personalidad y sociabilidad ligados al presente entorno comunicativo, resume el problema en un pasaje que al principio parece un elogio a la democratización que ha traído internet, pero que bien leído tiene también una advertencia fuerte respecto de lo que esta democratización conlleva en otros niveles:

“Debido al modo en que esparce la información, la internet iguala el campo de acción, al juntar a gente cuyas vidas de otro modo no se intersectarían jamás, y cuyas voces, en casi cualquier otro entorno, tendrían cada una un peso específico muy distinto, este último en proporción a su clase, raza, profesión, o edad”.[2]

Internet ha sido, pues, el gran democratizador, nos dice el psicólogo. Permite, como dice, que todas “las voces” sean escuchadas con independencia de casi cualquier otra consideración previa —clase, raza, edad—. Pero también profesión. Y este último es, precisamente, uno de los detalles a notar. Porque en el concepto mismo de “voz” hay algo más que meramente ser capaz de hablar o escribir.  La idea de “voz” en el sentido de tener una voz pública, implicó (antes de internet y la generalización del seudónimo) una selección previa, y un trabajo previo sobre uno mismo. El mismo Aboujade lo sintetiza en un párrafo de su libro:

“De hecho, internet le confiere a la mayoría de nosotros un falso dominio del conocimiento, en la medida en que nos convence de que somos más calificados, educados, o maduros de lo que es el caso. Al hacerlo, facilita un fenómeno social potencialmente peligroso —la disolución de las relaciones jerárquicas offline cuando se trata de información, sean éstas entre niño y padre, estudiante y profesor, paciente y doctor, o lego y experto”.[3]

No basta con sentirse calificado

Esta forma de ver el asunto es, qué duda cabe, más antipática al empoderado contemporáneo, y va sin duda en contra de cierta tendencia que internet ha consolidado. Internet, al tiempo que ha creado un entorno de comunicación más colectivista y comunitario que nunca antes se hubiera visto, de modo que quien opina no soy realmente “yo” (pues quien opina es en general una interfaz dada por la suma de un seudónimo y un dispositivo de mediación que convierte “mi” opinión en el mero input de un don nadie a una suma estadística de significados impersonales), también ha impulsado, quizá para compensar, el ego hasta niveles nunca antes vistos. El narcisismo más rampante campea. Toda clase de intervenciones y exposiciones que en otro tiempo y en entornos de comunicación anteriores habrían sido consideradas del peor gusto, completamente falaces, o directamente impresentables, campean hoy en la comunicación general y aun se exhiben con orgullo. Al mismo tiempo, queda feo insinuar siquiera que debiera haber alguna defensa ante la nauseabunda exposición del último poema cursi, la enésima repetición del mismo “pensamiento profundo” ya profundizado mil veces antes, o el último exabrupto proto-nazi de apoyo a mi equipo de fútbol y derogación de todos los demás. Ir en contra de esas manifestaciones, insinuar siquiera que quizá no valen la ínfima energía eléctrica que cuestan, parece equivalente a “desempoderar” a alguien que no lo merece, pues es un ciudadano igual a los demás y con derecho a hacer uso de su voz como le plazca.

Ya conoció la humanidad fenómenos parecidos, aunque nunca en esta escala. En el tiempo del primer barroco histórico, quienes se consideraban cultos resentían la marea de nuevos sujetos que, desde el Renacimiento, estaban ingresando en el espacio público, y el sujeto se defendía autorepresentándose a veces como misántropo o monstruoso ser imposibilitado de aceptar una entrada en el caótico espacio público de la comunidad. A fines del siglo XIX, con la gran marea de urbanización y masificación de las sociedades transatlánticas, tanto decadentes poetas y artistas que aborrecían lo común, cuanto voces como las de Ernest Renan, Hyppolite Taine o Paul Groussac (mucho más tardíamente Ortega y Gasset) se alzaban para condenar esa masificación, y a veces directamente la democracia. Pero por equivocados que hayan estado estilitas o torremarfilinos al subvalorar la capacidad de sana renovación de estas mareas democráticas, ellos aun tenían razón en una cosa, porque nadie está equivocado cien por ciento. En lo que tenían razón es en que a cada marea democratizadora debe oponerse, porque es un factor necesario en esa ulterior mejora que vendrá como ha venido siempre (y será seguramente una autorregulación de los propios individuos a través de un uso más fino de las nuevas tecnologías), una fuerza de limitación y jerarquización, que siga diciendo, por más antipático que parezca, que hay quien está calificado para unas cosas, y quien no lo está, aunque “se sienta” calificado.


Notas:

[1] Para cierta ideología globalizada, hegemónica y masiva contemporánea—responsable única de la “crisis de la educación” agrego—, no hay niveles humanos superiores e inferiores, como yo escribo aquí. Por ende, no hay ninguna necesidad de educarse. Eso de “subir de nivel” era para los tiempos modernos en los que unas cosas, personas, actividades, logros, eran mejores que otros.

[2] “In the way it spreads information, the Internet evens out the playing field by bringing together people whose lives would otherwise never intersect and whose voices in almost any other setting would carry differential weight, in proportion to their class, race, profession, or age.” Aboujaoude, Elias (2011-02-07). Virtually You: The Dangerous Powers of the E-Personality (Kindle Locations 3015-3017). Norton. Kindle Edition.

[3]“In fact, the Internet bestows on many of us a false mastery of knowledge as it convinces us that we are more qualified, educated, or mature than we truly are. In doing so, it facilitates a potentially dangerous social phenomenon—the dissolution of offline hierarchical relationships when it comes to information, be they child-parent, student-teacher, patient-doctor, or layman-expert.”   Aboujaoude, Elias (2011-02-07). Virtually You: The Dangerous Powers of the E-Personality (Kindle Locations 3011-3014). Norton. Kindle Edition.

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