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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



VALÉRY, PAUL - SOSPECHA DEL LENGUAJE - SITUACIÓN DEL POETA


El hombre de la aurora*


Elías Uriarte
El poeta está antes: antes del día, antes del lenguaje. En la oscuridad. Escondido. Así, su escritura contrasta con violencia con la de sus contemporáneos, como su propia persona contrastaba en una reunión: no hay nada “adquirido” en ella, como no hay nada “adquirido” en su persona.


Comencemos por una “semblanza de autor”, arte que no debió haberse perdido jamás. Paul Valéry
(1871-1945),
era un hombre bajo, delgado, con los relieves faciales muy marcados, que hablaba rápido, sin detenerse a buscar las palabras. La etimología latina de su nombre (Paulus Valerius) es rigurosamente exacta, un hombre pequeño
y de valor. Fumaba, como se sabe, mucho, pasión que compartió con su maestro Mallarmé, y que, junto al desprecio por la facilidad en poesía -“versos de repugnante facilidad”, fue uno de los peores anatemas de la época-, llevó a ambos a escribir algunas páginas admirables, así como también, muy verosímilmente, llevó también a ambos a la muerte.

En las exaltadas competencias de fervor iconográfico que siguieron a su muerte, sus ojos tuvieron un lugar de privilegio: “Poseen ya no sé qué luminosidad de lagos
de alta montaña”, escribió su amiga rioplatense Victoria Ocampo en el número de homenaje de la revista Sur, y
Ana de Noailles su “mot” incomparable y ciertamente intraducible: “Yeux de bourrache ébloui” (“Ojos de borraja alucinada”. ‘Valéry vivant’ Cahiers du Sud).

También se le atribuyeron en grado sumo dos formas de cultura hoy perdidas, o, por lo menos, en vías de segura extinción: su cortesía y el arte infinito de su conversación: por lo primero entiendo algo más que el acto reflejo de tender una mano, sonreir, ceder el paso o el asiento, más bien se trata de una elaboración, una sabia elaboración
de la presencia humana, donde aquello que habitualmente
se suele designar como “espontaneidad” (principios elementales de comportamiento que todos los dichos “espontáneos” comparten puntualmente con el coyote,
la serpiente de cascabel, el puerco-espín o el buey) se transforma mágicamente en una de las formas más
delicadas del dar o regalar; por lo segundo el arte de
innovar, de transformar a través de la palabra, arte no “polémico” sino de fundación de espacios nuevos, es decir, liberador. “Conversation is a game of circles” escribió Ralph Waldo Emerson con palabras que bien habían podido ser de Valéry.

Previamente a cualquier mención a su obra es necesario decir que ante todo la vida de este emblema de intelectuales estuvo signada por lo que podríamos denominar el culto
o el rito de la aurora, que su célebre lucidez estuvo en su existencia asociada directamente con la luz. Valéry ejerció sistemáticamente durante más de medio siglo un rito de resurrección diario. Se potenció y potenció su escritura con las fuerzas del día naciente. Escribir fue para él fundar el lenguaje cada día y vivir fundar la vida también cada día.
Su obra está recorrida de punta a punta por este lenguaje
de la aurora. Su perseverante madrugar no puede ser considerado ligeramente o como anécdota. Es central a su trabajo. El tiempo de este rito fue “le petit jour” y su espacio sus célebres Cahiers, o sea las 30.000 páginas de sus 257 cuadernos escritos a lo largo de 51 años.

En la carta-prólogo escrita para uno de los libros que se le dedicaron en vida, escribe: “He aquí cincuenta y tantos años que antes del alba mi cabeza me ejercita todos los días Son dos o tres horas de maniobras interiores de las cuales tengo fisiológicamente necesidad. Si esta necesidad es contrariada se afecta toda mi jornada: no me siento bien... Jamás me pongo a escribir lo que debo publicar mas que luego de este tiempo de mi despertar, o mejor dicho, que libro al azar los acontecimientos del espíritu que despierta, y que hoy se encuentra más sensible a tal orden de ideas que a tal otro.

Este azar es tan legítimamente tan yo, como puede ser yo
el pensamiento reflexivo, repensado, formulado, que procede de aquél, y del cual, a veces, se aparta. Es así que he vivido día a día, de problema espontáneo a problema retomado,
sin intención de hacer obra terminada, libro, sistema o método. Mi sola “constante”, mi solo instinto permanente fue, sin duda, representarme la más nítidamente posible mi “funcionamiento mental”, y de defender o recobrar lo más pronto posible mi libertad contra las ilusiones y los “parásitos” que nos impone el empleo inevitable del lenguaje”
(Pléiade, Vol. 2, pág. 1505).

Ese espacio fundacional es el espacio de la “sospecha del lenguaje”, sospecha que recorrerá buena parte de la mejor poesía del siglo. En la misma carta se lee: “...el poeta debe ser el último de los hombres en fiarse de las palabras”
(ib., pág. 1506).

En esos momentos extraordinarios, el oficiante se desembaraza de sí mismo y de las convenciones sociales,
se coloca un paso detrás de sí y un paso detrás de la sociedad. De ahí su “me llamo Nadie”, de ahí sus “mis palabras vienen de muy lejos”. De ahí, también, la necesidad de la aurora. Lavado de sí, de las investiduras sociales, del lenguaje: ¿acaso no es “limpiar el lenguaje” (“Nettoyer le langage”) el imperativo que subyace en los mejores textos
de Variété y a toda su poesía? Este oficio de la aurora es mencionado directamente en textos como ‘Poesía bruta’,
en Miscelánea (Mélange), ‘Poesía perdida’, en Tal cual,
en varias zonas de sus Malos pensamientos, tema de varios de los textos de Encantos (Charmes) y omnipresente en la metamorfosis final de La joven parca.

En tanto pues el “día rayaba” Valéry hacía las primeras “rayas” en sus Cuadernos, anotando sus ideas en “estado bruto”. Son cuadernos no sólo del poeta, sino también del físico, del matemático, del dibujante, donde las anotaciones son realizadas al azar y sin propósitos ulteriores de publicación. El primero es de 1894, y lo titula ‘Diario de a bordo’. Lleva también la mención “Pre-Teste”, o sea presenta los primeros esbozos de su héroe intelectual.

El último es de 1945, escrito poco antes de su muerte. Configuran, según su hija, Agathe Rouart-Valéry (que proporciona los ricos datos biográficos que registra el
primer volúmen de la Pléiade) su “suma intelectual” y fueron designados por el propio Valéry con el nombre del interlocutor de Goethe: Eckermann
(“Mi perpetuo cuaderno es mi Eckermann”, Pléiade, Vol. 1, pág. 71).

Estos cuadernos, “Solo hilo de mi vida, solo culto, sola moral, solo lujo”
(ib.), guardan poca relación con lo que habitualmente se designa como”diario de un escritor”.
En ellos lo que predomina no son registros de lo cotidiano, evocaciones, o datos sobre el proceso de una obra en marcha. En una palabra: no es aquí lo descriptivo lo que importa. Son más bien, el escenario de una acción o
como el propio Valéry lo llamó, el campo de una “aplicación de fuerzas”. En una de las declaraciones más significativas sobre su trabajo afirma:

“Tomo la pluma para el futuro de mi pensamiento, no para su pasado. Para adelantarme y no para retroceder. Pero las circunstancias han hecho que yo haya escrito otra cosa que notas. Yo escribo para ensayar, para hacer, para precisar, para prolongar, no para duplicar lo que ha sido.”
(Pléiade, Vol 2, pág. 1514). En este espacio primordial, en este espacio de “sospecha”, todo aquello que le es “dado”, todo lo “recibido” (identidad, cultura, lenguaje, etc.), es objeto inmediatemente de una depuración crítica, de una transformación. Así, su escritura contrasta con violencia con la de sus contemporáneos, como su propia persona contrastaba en una reunión: no hay nada “adquirido” en ella, como no hay nada “adquirido” en su persona. La razón es clara: hablar, escribir es, para Valéry, hacerlo por primera vez. Sus palabras “vienen de lejos” porque suponen el silencio y la noche, su persona también “viene de lejos”, porque también supone el silencio y la noche.

Valéry, día tras día, estuvo rehaciendo el mundo, validando el mundo. ¿Puede llemar la atención que este hombre se
nos presente como el símbolo de la “lucidez”? Estos estados fundacionales cobran todo su relieve en un texto que llamó paradojalmente ‘Meditación previa al pensamiento’: “Existe una esperanza más pura, mas desligada del mundo, liberada de sí mismo -y a la vez posesión más entera-, que yo no encuentre antes del día, en un primer momento de ofrecimiento y de unidad de mis fuerzas, cuando el sólo deseo del espíritu, que precede todos los pensamientos particulares, parece querer sorprenderlos?...

El alma goza de su luz sin objetos. Su silencio es la totalidad de su palabra y la suma de sus poderes compone este reposo. Ella se siente por igual alejada de todos los nombres y de todas las formas. Todavía ninguna figura la altera.

El mínimo juicio mancharía su perfección. En virtud de mi cuerpo en reposo, ignoro todo lo que no sea poder, y mi espera es una delicia que se basta a sí misma: ella supone, pero difiere, todo lo que puede ser concebido. ¡Qué maravilla que un instante universal se construya por medio de un hombre, y que la vida de una persona exhale un poco de eternidad!

¿No es acaso en un estado de tal desprendimiento que los hombres inventaron las palabras más misteriosas y temerarias de su lenguaje?
(Pléiade, Vol. 1, pág. 351). Extrañas palabras escritas por quién, en una célebre noche de tempestad en Génova, entre el 4 y el 5 de octubre de 1892, en un acto que asumió la forma de una verdadera conversión, decidió prescindir de la afectividad y de las emociones y someterlo todo al intelecto, renunciando entre otras cosas a la poesía y comenzando un largo período de silencio (relativo, pues publicó algunos textos) que finalizaría con la publicación en 1917 de La joven Parca. Cámbiense
la palabra “luz” por la palabra “dios” y podrían ser perfectamente las palabras de un místico en éxtasis.

Ahora bien, este poder de transformación potenciado
por las fuerzas genésicas del día naciente, tiene en Valéry
un nombre bien preciso: “espíritu”, potencia creadora por excelencia, que subyace a autores y épocas y del cual el arte (y la cultura en su conjunto) son manifestaciones. Los héroes de este poder asumen nombres concretos: Leonardo de Vinci, Monsieur Teste, Poe, Mallarmé, y Fausto, personaje al cual ya al final de su vida dedica un drama inacabado, fragmentos del cual fueron leidos a amigos en París, en medio del fragor de un bombardeo durante la segunda guerra mundial. A Leonardo, en diferentes épocas Valéry le dedica tres textos: 'La introducción al método de Leonardo de Vinci', de 1894, 'Nota y digresión', de 1919,
y 'Leonardo y los filósofos' de 1929.

El primero y más importante (‘La introducción...’) fue publicado en una revista cuando Valéry tenía 23 años y si bien se le integró al conjunto de ensayos reunidos bajo el nombre de Variedad (Variété), por su importancia (reúne muchas de sus preocupaciones fundamentales) se le suele considerar aparte. Leonardo, cuya divisa (“Ostinato rigore”) fue también la de Valéry de las primeras obras, y cuyos cuadernos de dibujos y anotaciones sirvieron también de modelo para el otro, fue el campeón de las potencias combinatorias del “espíritu”.

El texto es, esencialmente, un estudio de estos poderes.
El gran creador provoca un desarreglo de las percepciones habituales y restituye una suerte de visión original.
Vemos a través de conceptos un mundo petrificado.
El artista nos devuelve la percepción real del mundo.
Estas dos magníficas observaciones me parecen dignas
de ser citadas: “Una verdadera obra de arte debería siempre enseñarnos que no habíamos visto lo que vemos
(Pléiade, Vol 1, pág 1165). Y la otra que traduzco literalmente:

La educación profunda consiste en deshacer (“défaire”) la educación primera
(ib. pág. 1160). No puede menos que observar de paso algo que a menudo escapa a los manuales de literatura y que es el enorme interés crítico del texto (pienso en la edición final de la Pléiade) desde el punto de vista de sus diferentes niveles de comentario.

Me refiero a que el texto original de 1894 de ‘El método...’ en esta edición (a cargo de Jean Hytier) se halla acompañado en sus márgenes por comentarios impresos en bastardilla del propio Valéry realizados 36 años después, donde confirma y rectifica sus puntos de vista, transformando así una simple lectura en una lectura, por decirlo así, a dos voces. Y no debemos olvidar que el texto ya había sido objeto de un comentario de Valéry en ‘Nota y digresión’, en 1929. Se sugiere así la infinitud del comentario y el juego abierto de los sentidos de un texto. No quiero tampoco dejar pasar por alto que, por lo menos en mi opinión, la extensa descripción que Valéry realiza de los trabajos de Leonardo hacia el final del opúsculo es uno de los textos más extraoridinarios jamás escritos.

Sin embargo, por lo común, el nombre al cual se asocia a Valéry es con el de su personaje Teste, Monsieur Teste, quien por su carácter de conciencia absoluta de sí y del mundo, constituye un monstruo, un ser imposible, o, en palabras de Valéry, una “Quimera de la mitología intelectual”.

Símbolo de la inteligencia, representa al Valéry de los 23 años. El título de la obra (si es que así puede llamársele), Monsieur Teste, reúne una decena de fragmentos breves,
de los cuales el más importante es ‘La velada de Monsieur Teste’. En el prefacio el autor señala el estado de ánimo
en que este “monstruo” intelectual fue engendrado: “Me afectaba el mal agudo de la precisión. Tendía al extremo
del deseo insensato de comprender, buscaba en mí los puntos críticos de mi facultad de atención”
(Pléiade, Vol. 2, pág. 12).

Estos textos son, me parece, una declaratoria exacerbada
de independencia intelectual, y, si tuviera que elegir el rasgo que mejor caracteriza al personaje diría que es la búsqueda obstinada de los valores d’ecart, o sea de separación con respecto a las convenciones sociales. Hombre sin opiniones (cualquier opinión representa para él un “ídolo”), les opone filosóficamente la observación pura, “las cosas mismas”. Como el Valéry de la juventud se propone vivir “sin omisiones, sin simulaciones, sin complacencias”.

Literatura y filosofía no le interesan, son “cosas vagas e impuras” y no lee ni tampoco escribe. Estéril (aunque dichoso a su manera) se instala en un reino puro de energías intelectuales, energías previas a toda escritura, que potencia la aurora, de la cual se nutre diariamente el autor que lo crea. Obviamente detrás de este intelectual superlativo, se encuentra, no demasiado oculto el hechicero de la tribu y sus ritos de palingenesia solar.

Por su gimnástica intelectual y la peculiar naturaleza que asume, por su concepción del lenguaje y su crítica a las formas de representación lingüística, estos textos han influido fuertemente en la narrativa de Borges. ‘Funes el memorioso’ desciende en línea directa de Teste. El carácter ritual de la escritura de Valéry, en el cual insisto en esta nota, se evidencia obviamente primero en sus Cuadernos, y en los libros de aforismos y fragmentos derivados de aquellos: Miscelánea (Mélange), Tal cual, y Malos (o malvados) pensamientos.

Se trata de potenciar el lenguaje, de potenciar la significación, de buscar los límites de la palabra.
Es un lenguaje que, como el de la poesía se quiere inmediato e inverificable. En todo hombre que escribe aforismos se descubre pronto la retracción del lenguaje hacia una palabra esencial, continente de todo el lenguaje, tal vez del mundo, que opera de manera inmediata sobre el lector. Si bien el interés primordial de Valéry como lo declaró más de una vez, no es descriptivo, es innegable que por momentos trató de escribir la aurora como en otros casos trató de escribir el día: ¿habrá algún poeta merecedor de este nombre que alguna vez no haya tenido la soberbia de proponérselo?.

El día, en el cual se apreta “una suerte de revelación bíblica”, como escribió Wallace Stevens. La literatura más de una vez nos presenta paradojas: leído hacia el fin de siglo, este hombre que se propuso ser una suerte de detective, digamos de Auguste Dupin de su propio funcionamiento mental, enemigo de toda superstición, se nos presenta cada vez más (por lo menos en mi opinión) bajo el signo de lo sagrado y lo ritual, tratando de descender diariamente a las raíces del lenguaje y entroncarlas, unirlas mágicamente con las otras raíces del día nasciente, haciendo de su célebre “lucidez” o para tomar el término que usáramos al principio de Victoria Ocampo, de su “luminosidad”, no una metáfora, sino un hecho, un hecho físico, fisiológico, de apoderamiento de fuerzas y de restitución del lenguaje y del mundo.

“Cache ton dieu” (“esconde a tu dios”), escribió por algún lado, y bien que lo escondió: escondió al sol. Este hombre que también, al dinal de su vida, emprendió laboriosamente el arreglo de los azarosos registros de sus Cuadernos en un “corpus” coherente y univicado, tal vez no hubiera jamás sospechado que desde la perspectiva de un fin de siglo que ha trasladado levemente pero en forma irreversible las formas de percepción cultural, preferiríamos contemplar las grafías heterogéneas y desacompasadas de sus Cuadernos en su total “desarreglo”, y que precisamente en este “desarreglo” radica el secreto de su silenciosa (Valéry felizmente no está de moda) pero segura contemporaneidad.

“Cache ton dieu”, tal vez el consejo es innecesario: el propio dios se esconde del autor y lo traiciona sutilmente para no ser delatado: “deus absconditus”, la poesía. El extenso (y espléndido) poema en prosa ‘Poesía perdida’, testimonia del intento (en cierto modo inaudito) de escribir el proceso del amanecer. En el centro de la noche, en su corazón, el poeta agazapado acecha el despertar del día, acecha el tiempo, los objetos que lo rodean, su propio cuerpo, el silencio, “esa arena del silencio que lo cubre todo”. Expectante, ante una hoja donde todavía nada se ha escrito, espera los primeros signos. “Percibo la inminencia” escribe. Y, al final: “Heme aquí, estoy dispuesto” (“Me voici, je suis pret”.
Pléiade, 2, pág 662).

Palabras de clara resonancia bíblica. Estado de plena disponibilidad o de espera. Sin embargo es necesario observar que estos juegos entre la noche y el día, la luz
y la sombra, el anonadamiento de la identidad y el recobrar la identidad, la pérdida y la restitución, son dramatizados deliberadamente por el poeta configurando una suerte de gimnástica de la creación: “yo me llamo Nada por una convención momentánea”, escribe en sus ensayo sobre
Poe
(Pléiade, 1, pág. 863). Ser es sentirse recuperado,
de la noche, o de la muerte. Y este movimiento decisisvo tiene en el poeta un carácter en cierto modo instrumental,
es, como el pensador, un “Lázaro facultativo.” Y repito lo del principio: ante todo Valéry fue el hobre de la “sospecha del lenguaje”.

La extrema originalidad de sus ensayos, la cualidad vibratoria, los timbres de sus mejores versos, son virtudes
de un hombre que se separa, que está a l’écart de los usos y consideraciones normales del lenguaje. Al hombre de la segunda etapa de su vida, que para ganársela le importó siempre poco escribir tomando como tema cosas que le habían sido solicitadas, a encargo o por pedido (“par demande” o “par commande”).

Desde cualquier propuesta se podría escribir sobre todo, como siempre supo (y lo realizó) que desde cualquier rincón podía describir el mundo. El hombre público, el conferencista, el “causer”, el profesor, el académico (que tanto contrastó con el Valéry de su juventud ascética y retraída), se alimentó siempre del hechicero que se potenciaba con las primeras horas del día.

Y bien, ahí están sus Diálogos, los magníficos ensayos de Variété, y de sus Piezas sobre el arte, los textos de Charmes, los decasílabos del ‘Cementerio Marino’ y el hombre que, si bien desconfiado de la política, aterrorizado por la guerra y la decadencia cultural europea, habló largamente de ella, preconizando paz y unión a través de una unión fundada en valores espirituales.

De su Diálogos me permito recordar que ‘Eupalinos’ es eminentemente una glorificación del construir, del acto de crear; ‘El alma y la danza’, una afirmación de las virtudes liberadoras del arte: la danza a través de sus metamorfosis se identifica con la propia vida y proporciona la sensación de un poder infinito; esta mujer que “teje con sus pies un indefinible tapiz de sensaciones” (“tisse de ses pieds un tapis indéfinissable de sensations”
Pléiade, 2, pág. 160), con pies que “charlan entre ellos, y querellan entre sí como dos palomas” (ib.) es asimilada por el poeta a “lo real al estado puro” (ib. pág 168), y -¿podía ser de otra forma en Valéry?-, identificada magníficamente a una llama y esta al fluir del momento, del instante. La bailarina representa el flamear
del cuerpo humano.

Exclama uno de los personajes: “Sin embargo, qué es una llama, o amigos, sino el propio momento? Todo lo que existe de dicha y de locura, de formidable, en el propio instante!... Llama es el acto, el memento que se levanta entre la tierra y el cielo. O amigos, todo aquello que pasa del estado de gravedad al estado sutil, pasa por el momento del fuego y de la luz...”
(ib. pág. 171). Las palabras que refiere a la danza son semejantes a las que tantas veces dice de la aurora, del “rayar de su ‘dios escondido’”: “todo es más solemne, todo es más ligero, todo es más vivo, más fuerte: todo es posible de otra manera (el subrayado es mío), todo puede recomenzar indefinidamente...” (ib. pág. 173).

Sí, detrás de las sutiles, aterciopeladas bailarinas de Degas, del “arte más sofisticado”, se percibe, sordo, violento, salvaje, el golpeteo sobre la tierra de los pies desnudos del hechicero de la tribu. Llamando al sol. Llamando a la lluvia. Llamando a la tierra. Despertando a las semillas. Recordando que la materia es una. Que el movimiento, el devenir nos constituye. Que el propio pensamiento es materia.

El ‘Diálogo del árbol’, que es un tácito homenaje a Platón, muchos de cuyos coloquios se realizan a la sombra de los plátanos, entraña una sutil ironía; esta vez el tema no será la retórica, ni el ser, ni el amor, ni la amistad, ni el lenguaje, ni la ciencia: el tema será el propio árbol, las miradas orientada hacia “el oro del aire tejido de hojas”, donde Válery arranca magias sonoras al francés que bien pueden ser equiparadas a otras de Charmes o de Le Cimetière marin: “dans l’or de l’air tissu de feuilles
(ib. p. 177) Y como no podía ser de otra manera, este diálogo que culmina en la magnífica historia del Arbol Infinito, del infinito crecimiento, que se confunde con el propio universo, se coloca bajo la advocación de esa otra raíz primordial: el sol. Tiene lugar durante la “hora admirable”, bajo “la masa palpitante de la luz”.

Y se descubre que lo que era resguardo simple del pensamiento, sombra o cobijo del pensamiento, es también, él mismo, pensamiento. Como la luz. Acto. Devenir.
‘La idea fija’ -que fuera uno de los textos que Valéry
declaró preferir-, hace una crítica de la rigidez o fijación
del pensamiento, una idea “es un medio, o una señal de transformación”
(ib. pág 206), y refiere a la posibilidad de instaurar un “tiempo extraordinario”. De Mi Fausto, su última obra de aliento, que dejara inacabada, incluye entre otras cosas una de las mejores formulaciones del carácter cumplido de un hombre o de la madurez que jamás haya leído. De la extraordinaria página recojo algunos momentos: “Finalmente lo que fui ha terminado por construir lo que soy”. O: “Héme aquí (siendo ya) el presente mismo”.

O: “El infinito es definido”. E increíblemente, al final de
esta obra de madurez de este “intelectual de intelectuales” nos encontramos en boca de uno de los personajes (pero que sin duda representa a Valéry) una violenta invectiva contra la inteligencia -como depravadora de todo impulso vital, de todo goce-, y contra el propio lenguaje, que, ocmo se sabe, canonizó en uno de sus versos: “Saint-Language”: “Nada de puro, nada de sustancial, nada de valor o real, es trasmisible. La realidad es absolutamente incomunicable.
Ella es aquello que a nada se parece, que nada la representa, que nada la explica
”.
(ib. pág 389)

Pensando en sus ensayos, en Variété, en sus magníficas Piezas sobre el arte, en su libro Miradas sobre el mundo actual..., se comprueba de inmediato (más allá de la diversidad temática, o mas bien, de la vastedad casi infinita de los temas -¿existe algún texto crítico “de conjunto” sobre Valéry donde el lector no sienta de inmediato que el libro es absolutamente desbordado por su contenido?-, un rasgo común a todos ellos: la crítica del lenguaje.

Rara vez Valéry comienza un ensayo sin considerar, rodear, “sospechar” de la palabra central que remite al tópico. Esa necesaria limpieza de la situación verbal es en él (como en Platón) previa a todo discurso, y muchas veces, constituye el discurso mismo.

Produce lo que se podría llamar un “desarreglo conceptual”; en su ensayo ‘Fluctuaciones sobre la libertad’, escribe: “Todo se vuelve absurdo en esta materia, como en tantas otras, desde el momento en que se examinan los términos: pronto se descubre que no estaban más que inflados de vaguedades”,
(Pléiade, 2, p. 952). Y de inmediato denuncia el fetichismo o la circularidad en las consideraciones habituales del lenguaje: “Se desea que una cosa sea así y no de otra manera; unos y otros no buscando más que lo que ya han encontrado o conocen” (ib).

Nuevamente retornamos a ese valor fundamental d’écart, esto es de separación de la fijeza de los conceptos y de las ideas recibidas. y esta separación sólo es posible si un escritor se coloca por detrás de las convenciones sociales y de su propio yo, si es capaz de desmovilizar los clichés culturales, del anonadamiento momentáneo de sí, de enceguecerse, de pasar por un tiempo a nada o a nadie, y luego, sin palabras, sin rostro, sin nombre, retornar. Se trata de esta “lucidez”, de esta “luminosidad” que nombra por primera vez. Ignorar las fuentes de energía que fundan un texto o una obra es mistificar a la literatura y -en lo que a enseñanza se refiere-, es invertir la diracción de su verdadero conocimiento.

Cuando se habla de Valéry, de inmediato (y con toda justicia) comparece la mención a sus ensayos sobre Mallarmé: las primeras cartas que Valéry -todavía un incipiente poeta, le envía desde su provincia-, sus consideraciones sobre el simbolismo, sobre ‘les Mardis’
del maestro, donde las más finas observaciones literarias eran proferidas a través del humo de los fumadores -el fumar, vicio en cierto modo “simbolista”, puesto que vela, que sugiere las figuras-, el testimonio inapreciable de la primera escucha de ese texto inaugural que fue ‘Le coup de dés’, leído con voz monótona, neutra, casi distraída por Mallarmé, la última visita de Valéry a Valvins, junto al Sena, donde Mallarmé refiriéndose a los colores de la tarde alude a los “cíbalos de otoño”, la célebre respuesta a Degas (cuya poesía, además de su pintura Mallarmé apreciaba), al observarle con delicadeza que los poemas no se hacen con ideas sino con palabras, en fin el elogio, la admiración hacia este maestro símbolo de “los mártires de la resistencia a lo fácil”.

Sin embargo, es necesario subrayar el valor de otros menos leídos: el ensayo admirable sobre La Fontaine, cuyo poema ‘Adonis’ permanece en una inexplicable oscuridad, su ensayo sobre Stendhal, los dedicados a Verlaine (uno donde lo coteja con Villon), el ejemplar ensayo sobre Baudelaire (‘Situación de Baudelarie’), sin duda uno de los mejores
que se han escrito sobre el poeta, indicando las dificultades iniciales con las que se enfrenta todo escritor, la necesidad del contraste u oposición con respecto a las escrituras del pasado y del presente (Víctor Hugo por un lado, sus contemporáneos por el otro); el espléndido ensayo dedicado a una traducción francesa de los poemas de San Juan de la Cruz (que implica una verdadera teoría de la traducción);
el ensayo sobre Poe, la ‘Breve carta sobre los mitos’, donde indica las virtualidades del lenguaje para crearlos; sus hondas reflexiones sobre el cuerpo humano al final de la Fenomenología de la percepción de Maurice Merlau-Ponty, su ensayo sobre Swendenborg; uno de sus primeros trabajos ‘Una conquista metódica’, donde mucho tiempo antes profetizó el nazismo y sin duda, todos sus trabajos sobre teoría poética (que subyacen -no costaría mucho probarlo-,
a todas la corrientes críticas de la mitad del siglo a hoy).

¿Y el poeta, dónde está el poeta? ¿Se olvida del poeta? ¿Dónde está Charmes? ¿Dónde está Le Cimetière marin? ¿El poeta? El poeta está en todo. En la primera palabra y en la última. En el mínimo trazo de sus Cahiers.

Y también en Le Cimetière marin:

Ese techo tranquilo donde caminan palomas/Entre los pinos palpita, entre las tumbas/ El exacto mediodía allí compone sus fuegos/El mar, el mar, siempre recomenzado!” Y el célebre epitafio en la tumba del poeta frente al Mediterráneo: “Oh recompensa luego de un pensamiento/ Una larga mirada sobre la calma de los dioses!

  

* Publicado en Insomnia, Nº 61.

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