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                Burroughs propaga su metáfora paranoica 
                del virus a partir de Naked Lunch (Banquete 
                desnudo), obra 
                casi inmediatamente posterior a Junky que, desde la misma 
                espectralidad de la heroína, emula con talento la escritura experimental de su época. 
                La manía viral de Burroughs recurre de una manera u otra 
                en obra tras obra, pero llega a su colmo en el delirante ensayo-ficción 
                titulado La revolución electrónica, 
                donde el autor postula que 
                el lenguaje humano es un sistema viral invasivo. Según 
                Burroughs, una infección viral atacó a los homínidos 
                del pre-paleolítico catalizando mutaciones deformantes 
                de las neuronas, del aparato sonoro y de la estructura máxilofacial. 
 
                Su principal síntoma fue el lenguaje. 
                En este teorema de Burroughs el síntoma y el agente infeccioso 
                son indistinguibles. El lenguaje humano es una espora semiótica 
                de virus desmolecularizados, con los que la CIA, la KGB y otras 
                instituciones espectrales infectan y reinfectan a la población 
                incauta. La adición a las drogas, 
                las perversiones y los motines urbanos actúan como señales 
                sintomáticas y como dispositivos de contagio. El oficiante 
                underground de la droga, 
                del sexo y de la violencia 
                cumple su tarea revolucionaria al acelerar indefinidamente la 
                propagación viral masiva con todo tipo de trucos electrónicos 
                y massmediáticos. El objetivo es la revolución apocalíptica 
                permanente. No es difícil deducir que existe una relación 
                simbiótica entre el recurso del apocalipsis y la consistencia 
                espectral de las instituciones del poder. El virus detenta aquí, 
                por supuesto, el lugar de la Cosa, espacio matricial vacío 
                que absorbe tanto los delirios del antinomismo underground 
                como las obsesiones de la derecha, en una misma labor fantasmática 
                de cimentación social y política. 
 
                Para el mismo Burroughs la droga 
                no es sino un avatar posible de la Cosa, una entre tantas otras 
                maneras de encarnar su dimensión espectral. En las Cartas 
                del yajé es una Colombia sádica y obsesivamente 
                disfuncional la que aparenta encarnar a la Cosa más que 
                el yajé mismo. Lo mismo pueden hacer otras obsesiones posmodernas, 
                incluyendo el contagio viral, la violencia y el sexo. A propósito 
                del sexo, Slavo Zizek considera insuficiente el tratamiento modernista 
                que le confiere Foucault a esta obsesión histórica. 
                Se puede derivar de Foucault que no existe el Sexo, con mayúscula, 
                como un apriori, sino en tanto actualización de prácticas 
                sexuales específicas. Es sostenible, dice Zizek, concebir 
                el sexo como efecto de una serie de prácticas históricamente 
                situables y advertir que el sexo no es un objeto dado con anterioridad 
                a su actualización discursiva sino el producto de las mismas. 
                 
 
            Pero Zizek echa de menos en Foucault el aspecto inherentemente
            antagóncio que una perspectiva lacaniana permite tomar
            en cuenta. Existen, es cierto, las prácticas sexuales
            plurales, históricamente determinadas, etc. Pero también
            existe el Sexo como núcleo traumático elusivo,
            como polo antagóncio inherente a dichas prácticas.
            A continuación presento una versión casi exacta
            de una cita de Zizek, donde me limito a sustituir la palabra
            sexo por la palabra droga y la expresión
            prácticas sexuales por drogadicción,
            con lo que obtenemos una proposición perfectamente coherente
            relacionada con el imaginario imperante de la droga, tan inescapable
            en el contexto político contemporáneo: La Droga
            no es, entonces, -y repetimos a Zizek palabra por palabra,
            enmendando sólo los términos señalados-
            la universalidad, la zona común neutral de las prácticas
            discursivas que constituyen la drogadicción,
            sino más bien su escollo compartido, su punto de falla
            convergente.  
             
            En otras palabras, la droga; pertenece al registro de lo
            Real: sí es un efecto de la drogadicción
            (de sus prácticas
            simbólicas),
            pero es su efecto antagónico -no hay droga anterior a
            la drogadicción, la drogadicción como tal produce
            (segrega, en
            todos los sentidos del término) a la droga como su escollo inherente
            (de la misma manera que el
            trauma en el psicoanálisis, el cual constituye un efecto
            retroactivo de su simbolizació fallida). En esto consiste la máxima paradoja
            de la noción lacaniana de la causa qua real: la causa
            es generada (segregada) por sus propios efectos. Esta proposición nos
            permite situar las políticas simbólicas gestoras
            de la Droga en cuanto encarnación de la Cosa y confirmar
            su coincidencia con la construcción literaria de un William
            Burroughs y versiones similares.  
 
                La Droga encarna al gran antagonista extraño, al oscuro 
                emisario de una potencia más real que la realidad misma, 
                más química que la química, más física 
                que el cuerpo, más 
                económica que la economía e inclusive, más 
                espiritual que el espíritu y más bestial que la 
                Bestia, identificable como punto inefable donde se produce la 
                falla inherente a las más diversas estrategias de simbolización. 
                Y al mismo tiempo la Droga es la encarnación espectral 
                que otorga consistencia a estas estrategias discursivas al proveer 
                una pantalla 
                imaginaria que fundamenta el íntimo e inevitable fracaso 
                en que ellas, sin reconocerlo, se fundan. Subjetividades de todo 
                tipo, aparentemente contradictorias o antagónicas, se coagulan 
                en torno a la Droga. 
              El propio Burroughs, en 
                su novela Naked Lunch, visualiza masas ectoplásmicas 
                compuestas de una substancia gelatinosa más viva, y por 
                tanto más repugnante y más fascinante que la vida 
                misma, que posee y simula indiferentemente tanto la fisonomía 
                de los yonquis como la de los agentes federales que los persiguen. 
                Repúblicas, corporaciones, 
                organizaciones, laboratorios, sustancias, funcionarios, agentes, 
                ténicos, víctimas, conspiradores, tan alucinados 
                como hiper-reales conforman el cultivo viral, ectoplasmoide que 
                palpita en torno al agujero negro de la Droga. 
 
                Como podemos constatar en los textos inaugurales de Burroughs 
                y en la legislación anti-droga que les precedieron por 
                apenas unos años, el imaginario de la Droga ha invocado 
                desde sus inicios la fobia del contagio. La droga figura como 
                agente extraño que infecta el cuerpo social. Hasta la propia 
                escritura sobre 
                el flagelo, incluyendo este texto, debe poseer propiedades infecciosas, 
                según los más adeptos censores. Hoy, en la época 
                del HIV, y dadas las metonimias de droga, sexo y sangre que conforman 
                sus historias de contagio, surge una encarnación espectral 
                de la Cosa con grandes repercusiones imaginarias y simbólicas 
                de valor atávico: ella es el plasma sanguíneo humano. 
                Es perfectamente previsible y poco sorprendente que la Droga máxima, 
                y por ende, el máximo agente viral por venir en esta época 
                de revolución apocalíptica permanente, sea la sangre humana. 
 
            Un admirador de Burroughs, Terry Southern, pergeñó
            un oscuro relato titulado La sangre de un pelucón,
            donde el protagonista agarra tremendos embales inyectándose
            sangre humana gracias a sus contactos con una cábala de
            tecnólogos adjuntos a un manicomio donde ellos obtienen
            y distribuyen la sangre con propiedades psicoactivas de los pacientes
            esquizos. De hecho, el investigador del museo Pitts River de
            Oxford, Richard Rudgley, constata informes sobre la presencia
            natural del potente alucinógeno 5-MeO-DMT en la sangre
            de algunos esquizofrénicos. Por otro lado, el novelista
            británico Phillip Kerr, en su crónica de ciencia-ficción,
            El segundo ángel, visualiza un año 2069
            cuando el precio estándar de la sangre regula la economía
            global.  
 
            El 80% de la población está contagiada de un virus
            análogo al HIV, aunque de acción más lenta
            y con pronóstico fatal de 100%. La acción retardada
            e inicialmente indetectable del virus decuplica su potencial
            de contagio. La única cura disponible supone una transfusión
            completa de sangre incontaminada. El precio del litro de sangre
            pura se dispara hasta rebasar por mucho el precio del oro, convirtiendo
            la sangre en nuevo estándar monetario de la economía
            internacional. Poderosos bancos de sangre rigen la economía.
            La actividad criminal se transforma: los bancos de sangre se
            albergan tras inexpugnables fortalezas digitalizadas; carteles
            hematológicos controlan un tráfico ilegal de sangre,
            bandidos vampirescos asaltan a personas incontamidadas para absorberles
            la última gota de plasma, sobrepreciada mercancía
            que anula el valor de toda otra posesión, incluyendo el
            dinero mismo -¡quién quiere tu dinero, lo que queremos
            es tu sangre! -tu sangre es dinero!  
 
                La hipóstasis concebida en este escenario es insuperable: 
                el capital-dinero absoluto, el agente de contagio total, y la 
                droga de la cura última se transubstancian en la sangre, 
                en el flujo de la vida misma como máxima advocación 
                escatológica de la Cosa. La Cosa ha dicho: he aquí 
                mi sangre. ¿Cuán 
                soportable sería esta fagocitación de los bordes 
                de lo Real? ¿Qué márgenes restarían 
                para la labor imaginaria, simbólica y fantasmática 
                que sustenta la realidad social? La boca reptiloide, sin labios, 
                de William Burroughs, se retuerce extática y colapsa en 
                un agujero que absorbe su macilenta figura y sus palabras delirantemente 
                lúcidas. El yonqui, el yanqui y la Cosa = la misma Cosa: 
                esa es la ecuación pedagógica de toda una formación 
                imaginaria de la literatura 
                occidental contemporánea sobre la experiencia de la droga. 
 
                Esta formación no deja de ser históricamente circunscrita, 
                ni siquiera incluye a todos los textos sobre la droga escritos 
                por la generación beat a la cual supuestamente perteneció 
                William Burroughs, pero sus coincidencias con ciertas hipóstasis 
                fantasmáticas de los discursos prevalecientes hoy día 
                sobre el tema es bastante obvia. El lector 
                suplirá sus propias comparaciones según el caso. 
             
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