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              En los 
                mass 
                media, 
                los rituales de la seducción se transmutan en rituales 
                de la transparencia, es decir, el juego de claroscuros se transforma 
                en el juego de lo microscópico, una pulsión de visibilidad 
                que anula el juego del deseo. A medida que avanzamos en esta visibilidad 
                obscena de lo real, la oscilación de la mirada en la presencia-ausencia 
                va desapareciendo progresivamente. Frente al juego del deseo, 
                la obscenidad nos ofrece lo más visible que lo visible, 
                es decir, la visibilidad de lo neutro, la hipóstasis de 
                la piel desnuda que borra lo erótico en favor de una pornografía de lo real. Estrategias 
                banales de la cultura occidental porno-pop, paraísos artificiales 
                de la imagen en la ciudad desnuda.  
 
                En lo erótico lo que nos seduce es la visión de 
                un cuerpo que no se deja 
                ver del todo, su secreto, su ausencia. En cambio, en lo 
                pornográfico nos fascina la desaparición del cuerpo en la aparatosidad 
                de su presencia absoluta.  
 
                En el primer caso, una forma de ausencia-presencia seductora, 
                en el segundo, una fascinante forma de desaparición por 
                exceso. Al respecto, Baudrillard suele caer a menudo en patéticos 
                maniqueísmos, "buen striptease", "mal striptease", 
                lo sexual se divide, gracias 
                a una analítica puritana que asombra, en un erotismo bueno y en una 
                pornografía mala. La seducción del fetiche versus un voyeurismo 
                desencantado.  
 
                Ejemplifico, el ritual erótico con su lentitud 
                interminable -la definitiva desnudez siempre pospuesta-, que convierte 
                el cuerpo de la stripteasera en una efigie fálica que emerge 
                poco a poco transformando un signo en otro, un cuerpo semidesnudo 
                metamorfoseándose bajo el espectáculo 
                de la mirada, es sustituido, en el porno, por la contundente inmediatez 
                de un genital en primer plano, una panoplia de signos vacíos 
                que ya no revelan el encanto del sexo como juego infinito 
                de las apariencias.  
 
                El striptease culmina en la desnudez y esta desnudez sin eclipse 
                es, justamente, la muerte de la seducción como efecto 
                prismático, como incansable juego de la presencia y de 
                la ausencia ("ves 
                mi sexo pero mi rostro se esconde tras los velos, ves mis senos 
                pero mis piernas están ocultas por brillantes botas de 
                cuero negro"). Finalmente, la mirada recorre sin obstáculos 
                la totalidad del cuerpo desnudo, una transparencia absoluta elimina 
                los últimos destellos de la seducción como el sol 
                elimina el titilar de las estrellas.  
            Game over. 
 
                En términos interpretativos, la obscenidad es una cuestión 
                de piel. La fascinación pura de las superficies perfectamente 
                iluminadas, la ausencia de profundidad o de enigma, la presencia 
                absoluta de lo mirado donde no existen sombras u ocultamientos, 
                la desnudez lúbrica y sin secreto. La ambigüedad del 
                cuerpo y del sexo es sustituida por la desnudez, la radicalidad 
                fascinante de la piel desnuda. 
            Lo que nos seduce tiene algo de indigente, se muestra y se oculta,
            se pliega, se refleja, se encubre bajo formas distorsionadas,
            en cambio, lo obsceno nos fascina por su voluptuosidad sin restos,
            por la abolición de cualquier profundidad o trascendencia,
            safe apocalipse(x).  
 
                En nuestra cultura, paradójicamente obsesionada por lo 
                real, la artificialidad barroca de lo "más 
                falso que lo falso" es sustituida por el neobarroquismo de "lo 
                más verdadero que lo verdadero". Mientras que 
                la potenciación de lo falso nos continuaba remitiendo a 
                Platón y su caverna, lo obsceno disuelve definitivamente 
                los dualismos que aún conserva la seducción como 
                juego mefistofélico de la diferencia, la representación 
                televisiva es una abolición de la escena, es la clausura 
                del juego 
                de espejos, 
                entramos en el punto sin retorno que nos conducirá, irreversiblemente, 
                más allá de la metafísica de los dos mundos, 
                hacia una artificialidad que desconoce fronteras.  
 
                Artificialidad sin artificio, esta puede ser una buena definición 
                de la posmoderna sensibilidad del sujeto mediático, sentado 
                cómodamente frente a su televisor, contemplando en directo 
                -sin demasiadas preocupaciones- el devenir de lo real en fábula 
                massmediática. Esta promiscuidad inmanente de lo real -en 
                la transparencia de un horizonte telemáticamente postutópico- 
                realiza, en la inmediatez de la visión, la idea de una ontología 
                postmetafísica. En realidad, uno es lo que ve. 
 
                La artificialidad de una simulación desencantada es exactamente 
                lo contrario al artificio que aún se mueve en el espacio 
                metafísico de la oposición realidad-apariencias. 
                No existe el mínimo espacio para el juego de la seducción, 
                no hay desvíos en el callejón sin salida de la telemática 
                obscenidad de nuestras pantallas. Simulación desencantada 
                donde el secreto ha desaparecido en la transparencia voluptuosamente 
                obscena de un mundo convertido en imagen, que ya no oculta, pudorosa 
                o perversamente, sus signos vacíos. Si fueron grabadas 
                justo en el momento de la acción, 
                entonces son evidencias, afirma tranquilamente un programa de 
                entretenimiento que explota hasta el paroxismo la estética 
                del blooper. 
 
            La obscenidad es, más que nada, una cuestión de
            imagen. Este exhibicionismo trastoca el juego de la seducción,
            cuando todo es visible, cuando la saturación es tal que
            resulta imposible distinguir un signo de otro, flotando todos
            en una especie de híbrida sopa semiótica, el espacio
            para la ilusión es devorado por una masa indiferenciada
            que está más allá del bien y del mal.  
 
                Encienda su televisión, contemple las imágenes por 
                unos cinco minutos, luego intente clasificarlas entre buenas o 
                malas, bellas o feas... aunque 
                utilice la dicotomía que más le entusiasme verá 
                que la tarea es imposible. Sin coartadas que nos permitan ir más 
                allá de la inmanencia imagística que nos envuelve, 
                el delirio interpretativo se detiene aterrorizado frente a la 
                vorágine de imágenes, donde no hay nada que ver 
                aparte de lo que se nos muestra, voluptuosidad que no deja ningún 
                espacio para el desciframiento. La televisión se ha convertido 
                en el Aleph del que nos hablaba la ficción de Jorge 
                Luis Borges. 
 
                Esta nueva sensibilidad iconoclasta que emerge del universo de 
                la información generalizada, no es, a pesar de la cantinela 
                paranoica de Baudrillard, un perceptivo epifenómeno post-apocalíptico. 
                Es, más bien, una pulsión neobarroca investida en 
                la artificialidad imagística, el pasaje del lánguido 
                universo de la metáfora y la ilusión 
                al universo desencarnado de la imagen. En fin, no hay por qué 
                aterrorizarse, al contrario, ¿por qué no elogiar, 
                discretamente, la voluptuosa fascinación de lo obsceno? 
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                Podríamos, provisoriamente, distinguir cuatro modalidades 
                de interpretación, utilizando como 
                metáfora la desnudez del cuerpo de la imagen. Una primera 
                estrategia interpretativa tendría como programa la sustracción, 
                el develamiento de la verdad de la imagen consistiría en 
                quitarle sus velos. Un striptease platónico que conduciría 
                de las apariencias a lo real, de los accidentes a la esencia, 
                de la forma a la sustancia. En segundo término, podríamos 
                referirnos a una radiografía de la imagen, el estructuralismo apostará 
                por una profundización de la mirada, una pulsión 
                de visibilidad que intentará llegar hasta los huesos, hasta 
                la estructura ósea del cuerpo de la imagen.  
 
            La radicalización de la visión nos conduce nuevamente
            al striptease, pero esta vez, interminable e infinito. En el
            postestructuralismo, el esqueleto de la imagen explota en mil
            pedazos, conduciendo a una deriva infinita del sentido en el
            osario de los signos. 
 
                La búsqueda del sentido, de la verdad, caracteriza a estas 
                tres hermenéuticas de la imagen, las 
                tres se inscriben en la metafísica de los dos mundos, las 
                tres son duramente criticadas por Jean Baudrillard. El filósofo 
                clausura toda posibilidad de interpretación de la obscenidad 
                de la imagen, las imágenes están desnudas desde 
                el principio, la desnudez de la piel de la imagen se nos revela 
                desde el comienzo, lo que torna ridículo e inútil 
                el deseo de revelar un sentido que ya se nos ofrece a la mirada 
                sin mayores dificultades. 
            Ahora bien, una revista sobre el mundo del tatuaje afirmaba enfáticamente:
            "naked skin needs ink" (la piel desnuda necesita tinta).  
 
                Creo que lo mismo sucede con las obscenas imágenes massmediáticas, 
                una teoría postmetafísica de la interpretación 
                debería entender a éstas como una superficie de 
                inscripción crítica. Frente a la obscenidad y desnudez 
                de las imágenes (analizadas 
                ampliamente por Baudrillard) tendríamos, como corolario (baudrillardiano), la clausura de 
                toda posibilidad de análisis crítico, al contrario, 
                creo que es posible pensar en una nueva modalidad de lectura, ésto es, 
                la interpretación como tatuaje en la piel desnuda de la 
                imagen.  
                Desde el "striptease" platónico de la verdad, 
                que conduciría finalmente a la verdad "desnuda", 
                pasando por la infinita "danza de los siete velos" postestructuralista, 
                donde la verdad se pospone indefinidamente en la deriva del sentido, 
                arribamos, finalmente, a una visión de la interpretación 
                como inscripción de sentido en la piel de la imagen, es 
                decir, la interpretación como fenómeno 
                epidérmico, cosmético y estético, en los pliegues 
                y repliegues de lo visible.  
 
            Una mirada postmetafísica a la imagen reconoce que no
            existe nada más profundo que la superficie, pero no se
            limita a contemplar, más o menos alienada, la piel que
            se deja ver, la visibilidad absoluta de lo obsceno. Frente al
            nudismo radical, el tatuaje. La inscripción de sentido,
            la saturación del significante, parece ser la nueva tarea
            de la hermenéutica crítica frente a la posmoderna
            obscenidad de las imágenes massmediáticas. Una
            hermenéutica de las superficies, ficciones críticas
            que inscriben sentido en el plano de inmanencia de lo visible. 
             
            Bibliografía 
            Baudrillard,
            Jean, Cool Memories, Barcelona, Anagrama, 1989, (primera edición
            en francés 1987). 
            -----------------, Las estrategias fatales, Barcelona, Anagrama,
            1991, (primera edición en francés 1983). 
            -----------------, El intercambio simbólico y la muerte,
            Caracas, Monte Avila, 1993, (primera edición en francés
            1976). 
            -----------------, De la seducción, Barcelona, Planeta-Agostini,
            1993, (primera edición en francés 1989). 
            -----------------, La transparencia del mal, Barcelona, Anagrama,
            1993, (primera edición en francés 1990). 
            -----------------, El otro por sí mismo, Barcelona, Anagrama,
            1994, (primera edición en francés 1987).  
            -----------------, "Ilusión y desilusión estética",
            Letra Internacional, julio-agosto 1995, Nº 39, Madrid. 
            -----------------, El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama, 1996,
            (primera edición en francés 1995).  
 
 
            Publicado
            originalmente en El Huevo (Revista cultural de México)
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